La tía Julia y el escribidor (8 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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La sesión terminó cerca de las dos de la madrugada. Mientras caminábamos por las calles de los Barrios Altos, en busca de un taxi que nos llevara hasta la Plaza San Martín para tomar el colectivo, yo enloquecía a Javier diciéndole que por su culpa el más allá había perdido para mí poesía y misterio, que por su culpa había tenido la evidencia de que todos los muertos se volvían imbéciles, que por su culpa ya no podría ser agnóstico y tendría que vivir con la certidumbre de que, en la otra vida, que existía, me esperaba una eternidad de cretinismo y aburrimiento. Encontramos un taxi y en castigo lo pagó Javier.

En casa, junto al apanado, huevo y arroz, encontré otro mensaje: "Te llamó Julita. Que recibió tus rosas, que están muy lindas, que le gustaron mucho. Que no creas que por las rosas te librarás de llevarla al cine cualquiera de estos días: el Abuelo".

Al día siguiente era cumpleaños del tío Lucho. Le compré una corbata de regalo y me disponía a ir a su casa al mediodía, pero Genaro-hijo se me presentó intempestivamente en el altillo y me obligó a ir a almorzar con él en el Raimondi. Quería que lo ayudara a redactar los avisos que publicaría ese domingo en los diarios, anunciando los radioteatros de Pedro Camacho, que arrancaban el lunes. ¿No hubiera sido más lógico que el propio artista interviniera en la redacción de esos avisos?

—La vaina es que se ha negado —me explicó Genaro-hijo, fumando como una chimenea—. Sus libretos no necesitan publicidad mercenaria, se imponen solos y no sé qué otras tonterías. El tipo está resultando complicado, muchas manías. ¿Supiste lo de los argentinos, no? Nos ha obligado a rescindir contratos, a pagar indemnizaciones. Espero que sus programas justifiquen estos engreimientos.

Mientras redactábamos los avisos, despachábamos dos corvinas, bebíamos cerveza helada y veíamos, de tanto en tanto, desfilar por las vigas del Raimondi esos grises ratoncitos que parecen puestos allí como prueba de antigüedad del local, Genaro-hijo me contó otro conflicto que había tenido con Pedro Camacho. La razón: los protagonistas de los cuatro radioteatros con que debutaba en Lima. En los cuatro, el galán era un cincuentón "que conservaba maravillosamente la juventud".

—Le hemos explicado que todos los surveys han demostrado que el público quiere galanes de entre treinta y treinta y cinco años, pero es una mula —se afligía Genaro-hijo, echando humo por la boca y la nariz—. ¿Y si he metido la pata y el boliviano es un fracaso descomunal?

Recordé que, en un momento de nuestra conversación de la víspera en su cubil de Radio Central, el artista había dogmatizado, con fuego, sobre los cincuenta años del hombre. La edad del apogeo cerebral y de la fuerza sensual, decía, de la experiencia digerida. La edad en que se era más deseado por las mujeres y más temido por los hombres. Y había insistido, sospechosamente, en que la vejez era algo "optativo". Deduje que el escriba boliviano tenía cincuenta años y que lo aterraba la vejez: un rayito de debilidad humana en ese espíritu marmóreo.

Cuando terminamos de redactar los avisos era tarde para dar un salto a Miraflores, de modo que telefoneé al tío Lucho para decirle que iría a abrazarlo a la noche. Supuse que encontraría una aglomeración de familiares festejándolo, pero no había nadie, aparte de la tía Olga y la tía Julia. Los parientes habían desfilado por la casa durante el día. Estaban tomando whiskies y me sirvieron una copa. La tía Julia me agradeció otra vez las rosas —las vi sobre el aparador de la sala y eran poquísimas— y se puso a bromear, como siempre, pidiéndome que confesara qué clase de "programa" me había salido la noche que la dejé plantada: ¿alguna "piba" de la Universidad, alguna huachafita de la Radio? Llevaba un vestido azul, zapatos blancos, maquillaje y peinado de peluquería; se reía con una risa fuerte y directa y tenía voz ronca y ojos insolentes. Descubrí, algo tardíamente, que era una mujer atractiva. El tío Lucho, en un arrebato de entusiasmo, dijo que cincuenta años se cumplían sólo una vez en la vida y que nos fuéramos al Grill Bolívar. Pensé que por segundo día consecutivo tendría que dejar de lado la redacción de mi cuento sobre el senador eunuco y pervertido (¿y si le ponía ese título?). Pero no lo lamenté, me sentí muy contento de verme embarcado en esa fiesta. La tía Olga, después de examinarme, dictaminó que mi facha no era la más adecuada para el Grill Bolívar e hizo que el tío Lucho me prestara una camisa limpia y una corbata llamativa que compensaran un poco lo viejo y arrugado del terno. La camisa me quedó grande, y yo sentía angustia por mi cuello bailando en el aire (lo que dio lugar a que la tía Julia comenzara a llamarme Popeye).

Nunca había ido al Grill Bolívar y me pareció el lugar más refinado y elegante del mundo, y la comida la más exquisita que había probado jamás. Una orquesta tocaba boleros, pasodobles, blues, y la estrella del show era una francesa, blanca como la leche, que recitaba acariciadoramente sus canciones mientras daba la impresión de masturbar el micro con las manos, y a la que el tío Lucho, de un buen humor que crecía con las copas, vitoreaba en una jerigonza que él llamaba francés: "¡Vravoooo! ¡Vravoooo mamuasel cherí!". El primero en lanzarse a bailar fui yo, que arrastré a la tía Olga a la pista, ante mi propia sorpresa, pues no sabía bailar (estaba entonces firmemente convencido de que una vocación literaria era incompatible con el baile y los deportes), pero, felizmente, había mucha gente, y, en la apretura y penumbra, nadie pudo advertirlo. La tía Julia, a su vez, hacía pasar un mal rato al tío Lucho obligándolo a bailar separado de ella y haciendo figuras. Ella bailaba bien y las miradas de muchos señores la seguían.

La pieza siguiente saqué a la tía Julia y la previne que no sabía bailar, pero, como tocaban un lentísimo blues, desempeñé mi función con decoro. Bailamos un par de piezas y nos fuimos alejando insensiblemente de la mesa del tío Lucho y la tía Olga. En el instante en que, terminada la música, la tía Julia hacía un movimiento para apartarse de mí, la retuve y la besé en la mejilla, muy cerca de los labios. Me miró con asombro, como si presenciara un prodigio. Había cambio de orquesta y debimos regresar a la mesa. Allí, la tía Julia se puso a hacer bromas al tío Lucho sobre los cincuenta años, edad a partir de la cual los hombres se volvían viejos verdes. A ratos me lanzaba una rápida ojeada, como para verificar si yo estaba realmente ahí, y en sus ojos se podía leer clarísimo que todavía no le cabía en la cabeza que la hubiera besado. La tía Oiga estaba ya cansada y quería que nos fuéramos, pero yo insistí en bailar una pieza más. "El intelectual se corrompe", constató el tío Lucho y arrastró a la tía Olga a bailar la pieza del estribo. Yo saqué a la tía Julia y mientras bailábamos ella permanecía (por primera vez) muda. Cuando, entre la masa de parejas, el tío Lucho y la tía Olga quedaron distanciados, la estreché un poco contra mí y le junté la mejilla. La oí murmurar, confusa: "Oye, Marito…”, pero la interrumpí diciéndole al oído: "Te prohíbo que me vuelvas a llamar Marito". Ella separó un poco la cara para mirarme e intentó sonreír, y entonces, en una acción casi mecánica, me incliné y la besé en los labios. Fue un contacto muy rápido pero no lo esperaba y la sorpresa hizo que esta vez dejara un momento de bailar. Ahora su estupefacción era total: abría los ojos y estaba con la boca abierta. Cuando terminó la pieza, el tío Lucho pagó la cuenta y nos fuimos. En el trayecto a Miraflores —íbamos los dos en el asiento de atrás— cogí la mano de la tía Julia, la apreté con ternura y la mantuve entre las mías. No la retiró, pero se la notaba aún sorprendida y no abría la boca. Al bajar, en casa de los abuelos, me pregunté cuántos años mayor que yo sería.

IV

E
N LA NOCHE
chalaca, húmeda y oscura como boca de lobo, el sargento Lituma se subió las solapas del capote, se frotó las manos y se dispuso a cumplir con su deber. Era un hombre en la flor de la edad, la cincuentena, al que la Guardia Civil entera respetaba; había servido en las Comisarías más sacrificadas sin quejarse y su cuerpo conservaba algunas cicatrices de sus batallas contra el crimen. Las cárceles del Perú hervían de malhechores a los que había calzado las esposas. Había sido citado como ejemplo en órdenes del día, alabado en discursos oficiales, y, por dos veces, condecorado: pero esas glorias no habían alterado su modestia, tan grande como su valentía y su honradez. Hacía un año que servía en la Cuarta Comisaría del Callao y llevaba ya tres meses encargado de la más dura obligación que el destino puede deparar a un sargento en el puerto: la ronda nocturna.

Las remotas campanas de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la Legua dieron la medianoche, y, siempre puntual, el sargento Lituma —frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu— empezó a caminar. A su espalda, una fogata en las tinieblas, quedaba la vieja casona de madera de la Cuarta Comisaría. Imaginó: el teniente Jaime Concha estaría leyendo el Pato Donald, los guardias Mocos Camacho y Manzanita Arévalo estarían azucarándose un café recién colado y el único preso del día —un carterista sorprendido in fraganti en el ómnibus Chucuito-La Parada y traído a la Comisaría, con abundantes contusiones, por media docena de furibundos pasajeros— dormiría hecho un garabato en el suelo del ergástulo.

Inició su recorrido por la barriada de Puerto Nuevo, donde estaba de servicio el Chato Soldevilla, un tumbesino que cantaba tonderos con inspirada voz. Puerto Nuevo era el terror de los guardias y detectives del Callao porque en su laberinto de casuchas de tablones, latas, calaminas y adobes, sólo una ínfima parte de sus pobladores se ganaban el pan como portuarios o pescadores. La mayoría eran vagos, ladrones, borrachos, pichicateros, macrós y maricas (para no mencionar a las innumerables prostitutas) que con cualquier pretexto se agarraban a chavetazos y, a veces, tiros. Esa barriada sin agua ni desagüe, sin luz y sin pavimentar, se había teñido no pocas veces con sangre de agentes de la ley. Pero esa noche estaba excepcionalmente pacífica. Mientras, tropezando con piedras invisibles, la cara fruncida por el vaho de excrementos y materias descompuestas que subía a sus narices, recorría los meandros del barrio en busca del Chato, el sargento Lituma pensó: "El frío acostó temprano a los noctámbulos". Porque era mediados de agosto, el corazón del invierno, y una neblina espesa que todo lo borraba y deformaba, y una garúa tenaz que aguaba el aire, habían convertido esa noche en algo triste e inhóspito. ¿Dónde se había metido el Chato Soldevilla? Este tumbesino mariconazo, asustado del frío o de los hampones, era capaz de haber ido a buscar calorcito y trago a las cantinas de la avenida Huáscar. "No, no se atrevería, pensó el sargento Lituma. Sabe que yo hago la ronda y que si abandona su puesto, se amuela."

Encontró al Chato bajo un poste de luz, en la esquina que mira al Frigorífico Nacional. Se frotaba las manos con furia, su cara había desaparecido tras una chalina fantasmal que sólo le dejaba los ojos libres. Al verlo, dio un respingo y se llevó la mano a la cartuchera. Luego, reconociéndolo, chocó los tacos.

—Me asustó, mi sargento —dijo riéndose—. Así, de lejitos, saliendo de la oscuridad, me figuré un espíritu.

—Qué espíritu ni qué ocho cuartos —le dio la mano Lituma—. Creíste que era un hampón.

—Con este frío no hay hampones sueltos, qué esperanza —volvió a frotarse las manos el Chato—. Los únicos locos que en esta noche se les ocurre andar a la intemperie somos usted y yo. Y éstos.

Señaló el techo del Frigorífico y el sargento, esforzando los ojos, alcanzó a ver media docena de gallinazos apiñados y con el pico entre las alas, formando una línea recta en la cumbre de la calamina. "Qué hambre tendrán, pensó. Aunque se hielen, allí se quedan oliendo lo muerto." El Chato Soldevilla le firmó el parte a la rancia luz del farol, con un lapicito masticado que se le perdía en los dedos. No había novedad: ni accidentes, ni delitos, ni borracheras.

—Una noche tranquila, mi sargento —le dijo, mientras lo acompañaba unas cuadras, hacia la avenida Manco Cápac—. Espero que siga así, hasta que llegue mi relevo. Después, que se caiga el mundo, qué diablos.

Se rió, como si hubiera dicho algo muy chistoso, y el sargento Lituma pensó: "Hay que ver la mentalidad que se gastan ciertos guardias". Como si hubiera adivinado, el Chato Soldevilla añadió, serio:

—Porque yo no soy como usted, mi sargento. A mí esto no me gusta. Llevo el uniforme sólo por la comida.

—Si dependiera de mí, no lo llevarías —murmuró el sargento—. Yo sólo dejaría en el cuerpo a los que creen en la vaina.

—Se quedaría bastante vacía la Guardia Civil —repuso el Chato.

—Más vale solos que mal acompañados —se rió el sargento.

El Chato también se rió. Caminaban a oscuras, por el descampado que rodea a la Factoría Guadalupe, donde los mataperros se volaban siempre a pedradas los focos de los postes. Se oía el rumor del mar a lo lejos, y, de cuando en cuando, el motor de algún taxi que cruzaba la avenida Argentina.

—A usted le gustaría que todos fuéramos héroes —dijo de pronto el Chato—. Que nos sacáramos el alma para defender a estas basuras. —Señaló hacia el Callao, hacia Lima, hacia el mundo—. ¿Acaso nos lo agradecen? ¿No ha oído lo que nos gritan en la calle? ¿Acaso alguien nos respeta? La gente nos desprecia, mi sargento.

—Aquí nos despedimos —dijo Lituma, al borde de la avenida Manco Cápac—. No te salgas de tu área. Y no te hagas mala sangre. No ves la hora de dejar el cuerpo, pero el día que te den de baja vas a sufrir como un perro. Así le pasó a Pechito Antezana. Venía a la Comisaría a mirarnos y se le llenaban los ojos de lágrimas. "He perdido a mi familia", decía.

Oyó que, a su espalda, el Chato gruñía: "Una familia sin mujeres, qué clase de familia es".

Tal vez el Chato tenía razón, pensaba el sargento Lituma, mientras avanzaba por la desierta avenida, en medio de la noche. Era verdad, la gente no quería a los policías, se acordaba de ellos cuando tenía miedo de algo. ¿Y eso qué? Él no se sacaba la mugre para que la gente lo respetara o lo quisiera. "A mí la gente me importa un pito", pensó. ¿Y entonces por qué no tomaba la Guardia Civil como los compañeros, sin matarse, tratando de pasarla lo mejor posible, aprovechando para descansar o para ganarse unos soles sucios si la superioridad no estaba cerca? ¿Por qué, Lituma? Pensó: " Porque a ti te gusta. Porque, como a otros les gusta el fútbol o las carreras, a ti te gusta tu trabajo". Se le ocurrió que la próxima vez que algún loco del fútbol le preguntara “¿Eres hincha del Sport Boys o del Chalaco, Lituma?", le respondería: "Soy hincha de la Guardia Civil". Se reía, en la neblina, en la garúa, en la noche, contento de su ocurrencia, y en eso oyó el ruido. Dio un respingo, se llevó la mano a la cartuchera, se paró. Lo había tomado tan de sorpresa que casi se había asustado. "Sólo casi, pensó, porque tú no has sentido miedo ni sentirás, tú no sabes cómo se come eso, Lituma." Tenía a su izquierda el descampado y a la derecha la mole del primero de los depósitos del Terminal Marítimo. De allí había venido: muy fuerte, un estruendo de cajones y latas que se derrumban arrastrando en su caída a otros cajones y latas. Pero ahora todo estaba tranquilo de nuevo y sólo oía el chasquido lejano del mar y el silbido del viento al golpear las calaminas y al enroscarse en las alambradas del puerto. "Un gato que perseguía a una rata y que se trajo abajo un cajón y ése a otro y fue el huayco", pensó. Pensó en el pobre gato, despanzurrado junto con la rata, bajo una montaña de fardos y barriles. Ya estaba en el área del Choclo Román. Pero claro que el Choclo no estaba por aquí; Lituma sabía muy bien que estaba en el otro extremo de su área, en el Happy Land, o en el Blue Star, o en cualquiera de los barcitos y prostíbulos de marineros que se codeaban al fondo de la avenida, en esa callecita que los chalacos lengualargas llamaban la calle del chancro. Ahí estaría, en uno de esos astillados mostradores, gorreando una cervecita. Y, mientras caminaba hacia esos antros, Lituma pensó en la cara de susto que pondría Román si él se le aparecía por detrás, de repente: “Así que tomando bebidas espirituosas durante el servicio. Te amolaste, Choclo".

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