La tía Julia y el escribidor (7 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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—No seas mala, no te burles, pobrecito —temblaba de risa la tía Olga.

—Si estuviera segura que se va a quedar siempre así, me casaría con él, por su plata —decía inescrupulosamente la tía Julia—. ¿Pero y si yo lo curo? ¿Te imaginas a ese vejestorio tratando de recuperar el tiempo perdido conmigo?

Pensé en la felicidad que habría causado a Pascual la aventura del senador arequipeño, el entusiasmo con que le hubiera consagrado un boletín entero. El tío Lucho le advertía a la tía Julia que si se mostraba tan exigente no encontraría un marido peruano. Ella se quejaba de que, aquí también, como en Bolivia, los buenos mozos fueran pobres y los ricos feos, y de que cuando aparecía un buen mozo rico siempre estuviera casado. De pronto, se encaró conmigo y me preguntó si no había asomado toda esa semana por miedo a que me arrastrara otra vez al cine. Le dije que no, inventé exámenes, le propuse que fuéramos esa noche.

—Regio, a la del Leuro —decidió, dictatorialmente—. Es una película en la que se llora a mares.

En el colectivo, de regreso a Radio Panamericana, le estuve dando vueltas a la idea de intentar otra vez un cuento con la historia de Adolfo Salcedo; algo ligero y risueño, a la manera de Somerset Maugham, o de un erotismo malicioso, como en Maupassant. En la Radio, la secretaria de Genaro-hijo, Nelly, estaba riéndose sola en su escritorio. ¿Cuál era el chiste?

—Ha habido un lío en Radio Central entre Pedro Camacho y Genaro-papá —me contó—. El boliviano no quiere ningún actor argentino en los radioteatros o dice que se va. Consiguió que Luciano Pando y Josefina Sánchez lo apoyen y se ha salido con su gusto. Van a cancelarles los contratos, ¿qué bueno, no?

Había una feroz rivalidad entre los locutores, animadores y actores nativos y los argentinos —llegaban al Perú por oleadas, muchos de ellos expulsados por razones políticas— y me imaginé que el escriba boliviano había hecho esa operación para ganarse la simpatía de sus compañeros de trabajo aborígenes. Pero no, pronto descubrí que era incapaz de esa clase de cálculos. Su odio a los argentinos en general, y a los actores y actrices argentinos en particular, parecía desinteresado. Fui a verlo después del boletín de las siete, para decirle que tenía un rato libre y podía ayudarlo con los datos que necesitaba. Me hizo pasar a su cubil y con un gesto munificente me ofreció el único asiento posible, fuera de su silla: una esquina de la mesa que le servía de escritorio. Seguía con su saco y su corbatita de lazo, rodeado de papeles mecanografiados, que apilé cuidadosamente junto a la Remington. El plano de Lima, clavado con tachuelas, cubría parte de la pared. Tenía más colorines, unas extrañas figuras con lápiz rojo y unas iniciales distintas en cada barrio. Le pregunté qué eran esas marcas y letras.

Asintió, con una de esas sonrisitas mecánicas, en las que había siempre una íntima satisfacción y una especie de benevolencia. Acomodándose en la silla, peroró:

—Yo trabajo sobre la vida, mis obras se aferran a la realidad como la cepa a la vid. Para eso lo necesito. Quiero saber si ese mundo es o no es así.

Estaba señalándome el plano y yo acerqué la cabeza para tratar de descifrar lo que quería decirme. Las iniciales eran herméticas, no aludían a ninguna institución ni persona reconocible. Lo único claro era que había aislado en círculos rojos los barrios disímiles de Miraflores y San Isidro, de la Victoria y del Callao. Le dije que no entendía nada, que me explicara.

—Es muy fácil —me repuso, con impaciencia y voz de cura—. Lo más importante es la verdad, que siempre es arte y en cambio la mentira no, o sólo rara vez. Debo saber si Lima es como lo he marcado en el plano. Por ejemplo, ¿corresponden a San Isidro las dos Aes? ¿Es un barrio de Alto Abolengo, de Aristocracia Afortunada?

Hizo énfasis en las Aes iniciales, con una entonación que quería decir "Sólo los ciegos no ven la luz del sol". Había clasificado los barrios de Lima según su importancia social. Pero lo curioso era el tipo de calificativos, la naturaleza de la nomenclatura. En algunos casos había acertado, en otros la arbitrariedad era absoluta. Por ejemplo, admití que las iniciales MPA (Mesocracia Profesionales Amas de casa) convenía a Jesús María, pero le advertí que resultaba bastante injusto estampar en la Victoria y el Porvenir la atroz divisa VMMH (Vagos Maricones Maleantes Hetairas) y sumamente discutible reducir el Callao a MPZ (Marineros Pescadores Zambos) o el Cercado y el Agustino a FOLI (Fámulas Operarios Labradores Indios).

—No se trata de una clasificación científica sino artística —me informó, haciendo pases mágicos con sus manitas pigmeas—. No me interesa toda la gente que compone cada barrio, sino la más llamativa, la que da a cada sitio su perfume y su color. Si un personaje es ginecólogo debe vivir donde le corresponde y lo mismo si es sargento de la policía.

Me sometió a un interrogatorio prolijo y divertido (para mí, pues él mantenía su seriedad funeral) sobre la topografía humana de la ciudad y advertí que las cosas que le interesaban más se referían a los extremos: millonarios y mendigos, blancos y negros, santos y criminales, Según mis respuestas, añadía, cambiaba o suprimía iniciales en el plano con un gesto veloz y sin vacilar un segundo, lo que me hizo pensar que había inventado y usaba ese sistema de catalogación hacía tiempo. ¿Por qué había marcado sólo Miraflores, San Isidro, la Victoria y el Callao?

—Porque, indudablemente, serán los escenarios principales —dijo, paseando sus ojos saltones con suficiencia napoleónica sobre los cuatro distritos—. Soy hombre que odia las medias tintas, el agua turbia, el café flojo. Me gustan el sí o el no, los hombres masculinos y las mujeres femeninas, la noche o el día. En mis obras siempre hay aristócratas o plebe, prostitutas o madonas. La mesocracia no me inspira y tampoco a mi público.

—Se parece usted a los escritores románticos —se me ocurrió decirle, en mala hora.

—En todo caso, ellos se parecen a mí —saltó en su silla, con la voz resentida—. Nunca he plagiado a nadie. Se me puede reprochar todo, menos esa infamia. En cambio, a mí me han robado de la manera más inicua.

Quise explicarle que lo del parecido a los románticos no había sido dicho con ánimo de ofenderlo, que era una broma, pero no me oía porque, de pronto, se había enfurecido extraordinariamente, y, gesticulando como si se hallara ante un auditorio expectante, despotricaba con su magnífica voz:

—Toda Argentina está inundada de obras mías, envilecidas por plumíferos rioplatenses. ¿Se ha topado usted en la vida con argentinos? Cuando vea uno, cámbiese de vereda, porque la argentinidad, como el sarampión, es contagiosa.

Había palidecido y le vibraba la nariz. Apretó los dientes e hizo una mueca de asco. Me sentí confuso ante esa nueva expresión de su personalidad y balbuceé algo vago y general, era lamentable que en América Latina no hubiera una ley de derechos de autor, que no se protegiera la propiedad intelectual. Había vuelto a meter la pata.

—No se trata de eso, a mí no me importa ser plagiado —replicó, más furioso aún—. Los artistas no trabajamos por la gloria, sino por amor al hombre. Qué más quisiera yo que mi obra se difundiera por el mundo, aunque sea bajo otras rúbricas. Lo que no se les puede perdonar a los cacógrafos del Plata es que alteren mis libretos, que los encanallen. ¿Sabe usted lo que les hacen? Además de cambiarles los títulos y los nombres a los personajes, por supuesto. Los condimentan siempre con esas esencias argentinas...

—La arrogancia —lo interrumpí, seguro de dar esta vez en el clavo—, la cursilería,

Negó con la cabeza, despectivamente, y pronunció, con una solemnidad trágica y una voz lenta y cavernosa que retumbó en el cubil, las únicas dos palabrotas que le oí decir nunca:

—La cojudez y la mariconería.

Sentí deseos de jalarle la lengua, de saber por qué su odio a los argentinos era más vehemente que el de las gentes normales, pero, al verlo tan descompuesto, no me atreví. Hizo un gesto de amargura y se pasó una mano ante los ojos, como para borrar ciertos fantasmas. Luego, con expresión dolida, cerró las ventanas de su cubil, cuadró el rodillo de la Remington y le colocó su funda, se acomodó la corbatita de lazo, sacó de su escritorio un grueso libro que se puso bajo el sobaco y me indicó con un gesto que saliéramos. Apagó la luz y, de afuera, echó llave a su Cueva. Le pregunté qué libro era ése. Le pasó afectuosamente la mano por el lomo, en una caricia idéntica a la que podría haber hecho a un gato.

—Un viejo compañero de aventuras —Murmuró, con emoción, alcanzándomelo—. Un amigo fiel y un buen ayudante de trabajo

El libro, publicado en tiempos prehistóricos por Espasa Calpe —sus gruesas tapas tenían todas las manchas y rasguños del mundo y sus hojas estaban amarillentas— era de un autor desconocido y de prontuario pomposo (Adalberto Castejón de la Reguera, Licenciado por la Universidad de Murcia en Letras Clásicas, Gramática y Retórica), y el título era extenso: "Diez Mil Citas Literarias de los Cien Mejores Escritores del Mundo”. Tenía un subtítulo: “Lo que dijeron Cervantes, Shakespeare, Moliere, etc., sobre Dios, la Vida, la Muerte, el Amor, el Sufrimiento, etc…”

Estábamos ya en la calle Belén. Al dale la mano se me ocurrió mirar el reloj. Sentí pánico: eran las diez de la noche. Tenía la sensación de haber estado media hora con el artista y en realidad el análisis sociológicochísmográfico de la ciudad y la abominación de los argentinos habían demorado tres. Corrí a Panamericana, convencido de que Pascual habría dedicado los quince minutos del boletín de las nueve a algún pirómano de Turquía o a algún infanticidio en el Porvenir. Pero las cosas no debían de haber ido tan mal, pues me encontré a los Genaros en el ascensor y no parecían furiosos. Me contaron que esa tarde habían firmado contrato con Lucho Gatica para que viniera una semana a Lima, como exclusividad de Panamericana. En mi altillo, revisé los boletines y eran pasables. Sin apurarme, fui a tomar el colectivo a Miraflores en la Plaza San Martín.

Llegué a la casa de los abuelos a las once de la noche; ya estaban durmiendo. Me dejaban siempre la comida en el horno, pero esta vez, además del plato de apanado con arroz y huevo frito —mi invariable menú— había un mensaje escrito con letra temblona: "Llamó tu tío Lucho. Que dejaste plantada a Julita, que tenían que ir al cine. Que eres un salvaje, que la llames para disculparte: el Abuelo".

Pensé que olvidarse de los boletines y de una cita con una dama por el escriba boliviano era demasiado. Me acosté incómodo y malhumorado por mi involuntaria malacrianza. Estuve dando vueltas antes de pescar el sueño, tratando de convencerme que era culpa de ella, por imponerme esas idas al cine, a esas horribles truculencias, y. buscando alguna excusa para cuando la llamara al día siguiente. No se me ocurrió ninguna plausible y no me atreví a decirle la verdad. Hice más bien un gesto heroico. Después del boletín de las ocho, fui a una florería del centro y le envié un ramo de rosas que me costó cien soles con una tarjeta en la que, después de mucho dudar, escribí lo que me pareció un prodigio de laconismo y elegancia: "Rendidas excusas”.

En la tarde hice algunos bocetos, entre boletín y boletín, de un cuento erótico-picaresco sobre la tragedia del senador arequipeño. Me proponía trabajar fuerte en él esa noche, pero Javier vino a buscarme después de El Panamericano y me llevó a una sesión de espiritismo, en los Barrios Altos. El médium era un escribano, a quien había conocido en las oficinas del Banco de Reserva. Me había hablado mucho de él, pues siempre le contaba sus percances con las almas, que acudían a comunicarse con él no sólo cuando las convocaba en sesiones oficiales, sino espontáneamente, en las circunstancias más inesperadas. Solían gastarle bromas, como hacer sonar el teléfono al amanecer: al descolgar el aparato escuchaba al otro lado de la línea la inconfundible risa de su bisabuela, muerta hacía medio siglo y domiciliada desde entonces (se lo había dicho ella misma) en el Purgatorio. Se le aparecían en los ómnibus, en los colectivos, caminando por la calle. Le hablaban al oído y él tenía que permanecer mudo e impasible (“desairarlas" parece que decía) a fin de que la gente no lo creyera loco. Yo, fascinado, le había pedido a Javier que organizara alguna sesión con el escribano-médium. Éste había aceptado, pero venía dando largas varias semanas, con pretextos climatológicos. Era indispensable esperar ciertas fases de la luna, el cambio de mareas y aun factores más especializados pues, al parecer, las ánimas eran sensibles a la humedad, las constelaciones, los vientos. Por fin había llegado el día.

Nos costó un triunfo dar con la casa del escribano-médium, un departamentito sórdido, apretado en el fondo de una quinta del jirón Cangallo. El personaje, en la realidad, era mucho menos interesante que en los cuentos de Javier. Sesentón, solterón, calvito, oloroso a linimento, tenía una mirada bovina y una conversación tan empecinadamente banal que nadie hubiera sospechado su promiscuidad con los espíritus. Nos recibió en una salita desvencijada y grasienta; nos convidó unas galletas de agua con trocitos de queso fresco y una parca mulita de pisco. Hasta que dieron las doce nos estuvo contando, con un aire convencional, sus experiencias del más allá. Habían comenzado al enviudar, veinte años atrás. La muerte de su mujer lo había sumido en una tristeza inconsolable, hasta que un día un amigo lo salvó, mostrándole el camino del espiritismo. Era lo más importante que le había pasado en la vida:

—No sólo porque uno tiene la oportunidad de seguir viendo y oyendo a los seres queridos —nos decía, con el tono que se comenta una fiesta de bautizo—, sino porque distrae mucho, las horas se van sin darse cuenta.

Escuchándolo, se tenía la impresión de que hablar con los muertos era algo comparable, en esencia, a ver una película o un partido de fútbol (y, sin duda, menos divertido). Su versión de la otra vida era terriblemente cotidiana, desmoralizadora. No había diferencia alguna de "cualidad" entre allá y aquí, a juzgar por las cosas que le contaban: los espíritus se enfermaban, se enamoraban, se casaban, se reproducían, viajaban y la única diferencia era que nunca se morían. Yo le lanzaba miradas homicidas a Javier, cuando dieron las doce. El escribano nos hizo sentar alrededor de la mesa (no redonda sino cuadrangular), apagó la luz, nos ordenó unir las manos. Hubo unos segundos de silencio y yo, nervioso con la espera, tuve la ilusión de que la cosa iba a ponerse interesante. Pero comenzaron a presentarse los espíritus y el escribano, con la misma voz doméstica, empezó a preguntarles las cosas más aburridas del mundo: "¿Y cómo estás, pues, Zoilita? Encantado de oírte; aquí me tienes, pues, con estos amigos, muy buenas personas, interesados en conectarse con el mundo tuyo, Zoilita. ¿Cómo, qué cosa? ¿Que los salude? Cómo no, Zoilita, de tu parte. Dice que los salude con todo cariño y que si pueden recen por ella de vez en cuando para que salga más pronto del Purgatorio". Después de Zoilita se presentaron una serie de parientes y amigos con los que el escribano mantuvo diálogos semejantes. Todos estaban en el Purgatorio, todos nos enviaron saludos, todos pedían rezos. Javier se empeñó en llamar a alguien que estuviera en el Infierno, para que nos sacara de dudas, pero el médium, sin vacilar un segundo, nos explicó que era imposible: los de
allí
sólo podían ser
citados
los tres primeros días de mes impar y apenas se les oía la voz. Javier pidió entonces al ama que había criado a su madre y a él y a sus hermanos. Doña Gumercinda compareció, mandó saludos, dijo que recordaba a Javier con mucho cariño y que ya estaba haciendo sus ataditos para salir del Purgatorio e ir al encuentro del Señor. Yo pedí al escribano que llamara a mi hermano Juan, y, sorprendentemente (porque nunca había tenido hermanos), vino y me hizo decir, por la benigna voz del médium, que no debía preocuparme por él pues estaba con Dios y que siempre rezaba por mí. Tranquilizado con esta noticia, me despreocupé de la sesión y me dediqué a escribir mentalmente mi cuento sobre el senador. Se me ocurrió un título enigmático: "La cara incompleta". Decidí, mientras Javier, incansable, exigía al escribano que convocara algún ángel, o, al menos, algún personaje histórico como Manco Cápac, que el senador terminaría resolviendo su problema mediante una fantasía freudiana: pondría a su esposa, en el momento del amor, un parche de pirata en el ojo.

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