Mi madre toma unos medicamentos para dormir, se acuesta muy temprano.
Por la noche voy a verla dormida en la cama. Duerme boca arriba, a un lado de la cama grande, el rostro vuelto hacia la ventana, dejando libre el espacio que ocupaba su marido.
Yo duermo muy poco. Miro las estrellas y, así como en casa de Antonia todas las noches pensaba en mi familia y en nuestra casa, aquí pienso en Sarah y en su familia, en sus abuelos que viven en la ciudad de K.
Cuando me despierto, vuelvo a encontrar las ramas del nogal delante de mi ventana. Voy a la cocina, doy un beso a mi madre. Ella me sonríe. Hay café y té preparados. La chica nos trae pan blando. Yo le digo que ya no hace falta que vuelva, que yo haré la compra.
Mi madre dice:
—No, Véronique. Tú continúa viniendo. Klaus todavía es muy pequeño para hacer la compra.
Véronique se ríe:
—No tan pequeño. Lo que pasa es que no encontrará en las tiendas lo que hace falta. Yo trabajo en la cocina del hospital, allí es donde encuentro lo que traigo, ¿comprendes, Klaus? En el orfanato os daban buena comida. No puedes imaginar las cosas que hay que hacer para encontrar comida en la ciudad. Perderías muchísimo tiempo haciendo cola en las tiendas.
Mi madre y Véronique se divierten enormemente juntas. Ríen y se besan. Véronique le cuenta sus aventuras amorosas. Cosas estúpidas:
—Entonces va y me dice, y entonces yo le digo, entonces él intenta abrazarme.
Véronique ayuda a mamá a teñirse el pelo. Utilizan un producto que se llama henna, que sirve para que los cabellos recobren el color que tuvieron en otro tiempo. Véronique también le cuida la cara. Le hace mascarillas, la maquilla con cepillitos, tubos y lápices.
Mi madre dice:
—Quiero tener buen aspecto cuando vuelva Lucas. No quiero que me encuentre descuidada, vieja y fea. ¿Comprendes, Klaus?
Digo:
—Sí, comprendo, mamá. Pero también estarías bien con los cabellos grises y sin maquillaje.
Mi madre me da un bofetón.
—Ve a tu habitación, Klaus, o vete de paseo. Me pones nerviosa.
Y dirigiéndose a Véronique añade:
—¿Por qué no tendré una hija como tú?
Salgo. Doy vueltas alrededor de la casa donde viven Antonia y Sarah, también me paseo por el cementerio, donde busco la tumba de mi padre. Sólo estuve una vez con Antonia y el cementerio es grande.
Vuelvo, intento ayudar a mi madre en los trabajos de jardinería, pero ella me dice:
—Ve a jugar. Coge el patinete o el triciclo.
Miro a mi madre:
—¿No comprendes que son juguetes para niños de cuatro años?
Dice ella:
—Están también los columpios.
—No tengo ganas de columpiarme.
Voy a la cocina, cojo un cuchillo y corto las cuerdas, las cuatro cuerdas del columpio.
Mi madre dice:
—Por lo menos habrías podido dejar un asiento. A Lucas le habría gustado columpiarse. Eres un niño difícil, Klaus. Y malo, además.
Subo al cuarto de los niños. Tumbado en mi cama, escribo poemas.
A veces, por la noche, mi madre nos llama:
—¡Lucas, Klaus, venid a comer!
Entro en la cocina. Ella me mira y mete en el aparador el tercer plato destinado a Lucas, o arroja el plato en el fregadero, que se rompe, naturalmente, o sirve a Lucas como si estuviera presente.
Ocurre también a veces que, en plena noche, mi madre aparece en el cuarto de los niños. Esponja la almohada de Lucas, le habla:
—Duerme bien. Que tengas hermosos sueños. Hasta mañana.
Después sale, aunque a veces se queda un rato de rodillas junto a la cama y se duerme con la cabeza puesta en la almohada de Lucas.
Yo permanezco inmóvil en la cama, respirando suavemente y, cuando me despierto a la mañana siguiente, mi madre ya no está. Toco la almohada de la otra cama y todavía la encuentro húmeda de las lágrimas de mi madre.
Haga lo que haga, para mi madre nunca lo hago bien. Si me salta un guisante fuera del plato, dice:
—Nunca aprenderás a comer como es debido. Fíjate en Lucas, él no ensucia nunca el mantel.
Si paso un día quitando hierbas del jardín y entro cubierto de barro, me dice:
—Te has puesto como un cerdo. Lucas no se habría ensuciado de esa manera.
Cuando mi madre recibe el dinero, la pequeña cantidad de dinero que le da el Estado, va a la ciudad y vuelve cargada de juguetes caros, que esconde debajo de la cama de Lucas. Me lo advierte:
—No toques nada. Esos juguetes deben estar nuevos cuando vuelva Lucas.
Ahora ya se qué medicamento toma mi madre.
La enfermera me lo ha explicado todo.
De esa manera, cuando no quiere tomarlo o se olvida, se lo meto en el café, en el té, en la sopa.
En septiembre vuelvo a la escuela. Es la escuela a la que iba antes de la guerra. En ella debería encontrar a Sarah. No la encuentro.
Al terminar las clases voy a llamar a la puerta de Antonia. No me responde nadie. Abro la puerta con la llave. No hay nadie. Voy a la habitación de Sarah. Abro los cajones, los armarios, no hay ningún cuaderno, ningún vestido.
Salgo de la casa y tiro la llave del apartamento delante de un tranvía que pasa, vuelvo a casa de mi madre.
Al final de septiembre encuentro a Antonia en el cementerio. Por fin he localizado la tumba. Llevo un ramillete de claveles blancos, las flores favoritas de mi padre. Hay otro ramo sobre la tumba. Dejo el mío junto al otro.
Antonia, que no sé de dónde ha salido, me pregunta:
—¿Has ido a nuestra casa?
—Sí. La habitación de Sarah está vacía. ¿Dónde está?
Antonia dice:
—En casa de mis padres. Tiene que olvidarte. Siempre estaba pensando en ti, estaba empeñada en querer reunirse contigo. En casa de tu madre, donde fuese.
Digo:
—A mí me ocurre lo mismo. Sólo pienso en ella. No puedo vivir sin ella, quiero estar con ella, no importa dónde ni cómo.
Antonia me abraza:
—Sois hermanos, no lo olvides, Klaus. No podéis amaros de la manera que os amáis. No habría debido llevarte a casa.
Digo:
—¿Qué importa que seamos hermanos? No lo sabría nadie. Llevamos nombres diferentes.
—No insistas, Klaus, no insistas. Olvídate de Sarah.
No digo nada. Antonia añade:
—Espero un niño. Me he vuelto a casar.
Digo:
—Quieres a otro hombre, llevas otra vida. ¿Por qué sigues viniendo al cementerio?
—No sé, quizá lo hago por ti. Fuiste mi hijo durante siete años.
Digo:
—No, nunca. Sólo tengo una madre, la mujer con la que vivo actualmente, la que tú volviste loca. Por culpa tuya perdí a mi padre, a mi hermano, y ahora también quieres quitarme a mi hermanita.
Antonia dice:
—Créeme, Klaus, lo siento muchísimo. No quería que sucediera. No podía imaginar las consecuencias. Quería de veras a tu padre.
Digo:
—Entonces tendrías que comprender mi amor por Sarah.
—Es un amor imposible.
—También lo era el tuyo. Lo que habrías debido hacer era marcharte y olvidar a mi padre antes de que ocurriera «aquello». No quiero volver a encontrarte aquí, Antonia. No quiero volver a encontrarte delante de la tumba de mi padre.
Antonia dice:
—Está bien, no volveré. Pero a ti no te olvidaré nunca, Klaus.
Mi madre cuenta con poco dinero. Recibe una pequeña cantidad del Estado en concepto de invalidez. Yo soy una carga más para ella. Así que pueda, tengo que encontrar trabajo. Véronique me proporciona el trabajo de distribuir periódicos.
Me levanto a las cuatro de la madrugada, voy a la imprenta, recojo el fajo de periódicos, recorro las calles que tengo asignadas, dejo los periódicos delante de las puertas, los meto en los buzones, los cuelo debajo de las puertas de hierro de las tiendas.
Cuando vuelvo, mi madre no se ha levantado todavía. No se levanta hasta las nueve. Preparo café y té y me voy a la escuela, donde me quedo a comer al mediodía. No vuelvo a casa hasta las cinco de la tarde.
Poco a poco la enfermera va espaciando sus visitas. Me dice que mi madre ya está curada, que sólo debe tomar sedantes y somníferos.
Tampoco Véronique viene tan a menudo. Sólo para explicar a mi madre que su matrimonio ha sido una decepción.
A los catorce años dejo la escuela. Hago un aprendizaje de tipógrafo gracias al periódico que he distribuido durante tres años. Trabajo de las diez de la noche a las seis de la mañana.
Gaspar, mi jefe, comparte la cena conmigo. A mi madre no se le ocurre prepararme la cena, como tampoco se le ocurre encargar carbón para el invierno. No piensa en nada, salvo en Lucas.
A los diecisiete años soy tipógrafo. Gano bastante dinero si lo comparo con el que reportan otros oficios. Puedo permitirme llevar a mi madre una vez al mes a un salón de belleza, donde le hacen una coloración, una permanente y le practican un «tratamiento de mantenimiento» para la cara y las manos. No quiere que, cuando vuelva Lucas, la encuentre vieja y fea.
Mi madre me reprocha continuamente que haya abandonado la escuela.
—Lucas habría continuado los estudios. Habría sido médico. Un gran médico.
Cuando nuestra ruinosa casa deja que se cuele el agua por el tejado, mi madre dice:
—Lucas habría sido arquitecto, un gran arquitecto.
Al mostrarle mis primeros poemas, mi madre los lee y dice:
—Lucas habría sido escritor, un gran escritor.
Ya no vuelvo a mostrar a nadie mis poemas, los escondo.
El ruido de las máquinas me ayuda a escribir. Presta ritmo a mis frases, despierta imágenes en mi cabeza. Cuando termino de componer las páginas del periódico, por la noche ya tarde, compongo e imprimo mis propios textos, que firmo con seudónimo, «Klaus Lucas», en recuerdo de mi hermano muerto o desaparecido.
Lo que imprimimos en el periódico está en total contradicción con la realidad. Todos los días imprimimos cien veces la frase «Somos libres», pero en todas las calles vemos soldados de un ejército extranjero, todo el mundo sabe que hay muchísimos presos políticos, que están prohibidos los viajes al extranjero y que ni siquiera en el interior del país podemos trasladarnos a la ciudad que se nos antoje. Lo sé porque cierta vez intenté reunirme con Sarah en la ciudad de K. Llegué hasta la ciudad próxima, donde me detuvieron y, después de una noche de interrogatorio, me devolvieron a la capital.
Cien veces al día imprimimos «Vivimos en medio de la abundancia y el bienestar» y yo pienso que esto debe de ser verdad para los demás, que mi madre y yo somos desgraciados y vivimos miserablemente a causa de «aquello», pero Gaspar me dice que no somos una excepción, que también él, su madre y sus tres hijos viven más miserablemente que nunca.
Por otra parte, cuando salgo del trabajo por la mañana temprano y me cruzo con los que, en cambio, van a trabajar, no veo que sean felices y, menos aún, que naden en la abundancia. Cuando pregunto a Gaspar por qué imprimimos tantas mentiras, me responde:
—Sobre todo no hagas preguntas. Cumple con tu trabajo y no te ocupes de nada más.
Una mañana Sarah me espera delante de la imprenta. Paso junto a ella sin reconocerla. Hasta que no oigo mi nombre no me vuelvo:
—¡Klaus!
Nos miramos. Estoy cansado, voy sucio, mal afeitado. Sarah está guapa, fresca, tiene un aire elegante. Ahora tiene dieciocho años. La primera en hablar es ella.
—¿No me das un beso, Klaus?
Digo:
—Perdona, pero es que no voy muy limpio.
Me da un beso en la mejilla. Pregunto:
—¿Cómo has sabido que trabajaba aquí?
—Se lo he preguntado a tu madre.
—¿A mi madre? ¿Has ido a mi casa?
—Sí, ayer. Así que llegué. Tú ya te habías marchado.
Me saco el pañuelo, me seco la cara cubierta de sudor.
—¿Le has dicho quién eras?
—Le he dicho que era una amiga tuya de la infancia. Me ha preguntado: «¿Del orfanato?». Yo le he dicho: «No, de la escuela.»
—¿Y Antonia? ¿Sabe que has venido?
—No, no lo sabe. Le he dicho que iba a inscribirme en la universidad.
—¿A las seis de la mañana?
Sarah se echa a reír.
—Todavía está durmiendo. Y es verdad que voy a la universidad. Un poco más tarde. Podemos tomar un café en cualquier sitio.
Digo:
—Tengo sueño. Estoy cansado. Y tengo que preparar el desayuno a mi madre.
Me dice:
—No pareces contento de verme, Klaus.
—¡Qué cosas dices, Sarah! ¿Cómo están tus abuelos?
—Bien, pero muy viejos. Mi madre quería que ellos también vinieran aquí, pero el abuelo no quiere irse de su pueblo. Si quisieras, podríamos salir de cuando en cuando.
—¿A qué facultad vas a inscribirte?
—Me gustaría estudiar medicina. Ahora que he vuelto, podríamos vernos todos los días, Klaus.
—Debes de tener un hermano o una hermana. La última vez que vi a Antonia estaba embarazada.
—Sí, tengo dos hermanas y un hermanito. Pero a mí me gustaría hablar de nosotros, Klaus.
Le pregunto:
—¿A qué se dedica tu padrastro para poder mantener a tanta gente?
—Está en la dirección del Partido. ¿Lo haces aposta eso de hablar todo el rato de otra cosa?
—Sí, lo hago aposta. No tiene sentido hablar de nosotros. No hay nada que decir.
Sarah dice en voz baja:
—¿No te acuerdas de lo mucho que nos queríamos? No te he olvidado, Klaus.
—Tampoco yo. Pero es inútil que volvamos a vernos. ¿Todavía no lo entiendes?
—Sí, acabo de comprenderlo.
Hace una señal a un taxi que pasa y se va.
Yo sigo andando hasta la parada del autobús, espero diez minutos y lo tomo como todas las mañanas, un autobús apestoso y atestado de gente.
Cuando llego a casa encuentro a mi madre levantada, contrariamente a su costumbre. Toma el café en la cocina. Me sonríe.
—Es guapa tu amiguita Sarah. ¿Cómo se llama? ¿Sarah qué más? ¿Cómo se llama de apellido?
Digo:
—No lo sé, mamá. No es mi amiguita. Hacía años que no la veía. Va a visitar a sus antiguos compañeros de clase, nada más.
Mi madre dice:
—¿Nada más? Pues es una lástima. Ya sería hora de que te buscaras alguna amiga. Aunque eres un zopenco de cuidado y dudo que puedas gustar a ninguna chica. Y menos aún a una chica de buena familia como ésta. Y encima, dedicándote como te dedicas a un trabajo manual. Con Lucas no sería lo mismo. Sí, Sarah es exactamente la chica que le iría a Lucas que ni pintada.