—¿Claus?
—Sí. Klaus T., con K. Es evidente, pues, que tiene que tratarse forzosamente de su hermano. En cualquier caso puede ser un pariente que le puede proporcionar alguna noticia. Aquí tiene su dirección y su número de teléfono, por si quiere ponerse en contacto con él.
Tomo la dirección, digo:
—No sé. Primero querría ver la calle y la casa donde vive.
—Ya comprendo. Podemos acercarnos por allí alrededor de las cinco de la tarde. Lo acompañaré. No puede salir solo sin tener los papeles en regla.
Atravesamos la ciudad. Casi es de noche. En el coche, el hombre de los cabellos rizados me dice:
—Me he informado acerca de su homónimo. Es uno de los poetas más importantes de este país.
Le digo:
—La librera que me alquiló el apartamento no me dijo nada al respecto. Sin embargo, debía de saber su nombre.
—No necesariamente. Klaus T. escribe con seudónimo. Su nombre literario es Klaus Lucas. Tiene fama de misántropo. No se le ve nunca en público y no se sabe nada de su vida privada.
El coche se detiene en una calle estrecha entre dos hileras de casas de una sola planta rodeadas de jardines.
El hombre de los cabellos rizados dice:
—Es aquí. Número dieciocho. Aquí. Éste es uno de los barrios más bonitos de la ciudad. El más tranquilo y también el más caro.
No digo nada. Miro la casa. Está un poco retirada de la calle. Hay una escalera para subir desde el jardín a la puerta de entrada. En las cuatro ventanas que dan a la calle las persianas verdes siguen abiertas. Se enciende la luz en la cocina, las dos ventanas del salón se iluminan al momento con una luz azulada. De momento el despacho sigue a oscuras. La otra parte de la casa, la que da al patio de atrás, sigue invisible desde aquí. Hay tres habitaciones más en aquel lado. El dormitorio de los padres, el cuarto de los niños y una habitación para los amigos que la madre utilizaba más a menudo como cuarto de costura.
En el patio había una especie de cobertizo para la leña, para las bicicletas y juguetes que hacían mucho bulto. Me acuerdo también de los aros que hacíamos rodar con una varilla calle abajo. Apoyada en una de las paredes había una cometa inmensa. En el patio también había un columpio, con dos asientos colgados uno al lado del otro. Nuestra madre nos empujaba, volábamos hasta las ramas del nogal, que tal vez siga en el mismo sitio, detrás de la casa.
El hombre de la embajada me pregunta:
—¿Le recuerda algo todo esto?
Digo:
—No, nada. Yo entonces tenía sólo cuatro años.
—¿Quiere entrar enseguida?
—No. Esta noche llamaré por teléfono.
—Sí, es mejor. Ese hombre no recibe a la gente así como así. Tal vez le resulte imposible verle.
Volvemos a la embajada. Subo a mi habitación. Tengo el número preparado al lado del teléfono. Tomo un calmante, abro la ventana. Está nevando. Los copos, al caer sobre la hierba amarilla del jardín, sobre la tierra negra, hacen un ruido mojado. Me tumbo en la cama.
Camino por las calles de una ciudad desconocida. Nieva, cada vez está más oscuro. Las calles por las que paso están cada vez peor iluminadas. Nuestra casa de antes está en la última de las calles. Más lejos ya todo es campo. Una noche sin ninguna luz. Frente a la casa hay una taberna. Entro, pido una botella de vino. Soy el único cliente.
Las ventanas de la casa se iluminan todas a un tiempo. Veo sombras que se mueven a través de los visillos. Termino la botella, salgo de la taberna, cruzo la calle, llamo a la puerta del jardín. No responde nadie, el timbre no funciona. Abro la puerta de hierro forjado, no está cerrada con llave. Subo los cinco peldaños que conducen a la puerta de la galería. Vuelvo a llamar. Dos veces, tres veces. Una voz masculina, desde el otro lado de la puerta, pregunta:
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere? ¿Quién es?
Digo:
—Soy yo, Claus.
—¿Claus? ¿Qué Claus?
—¿No tiene usted un hijo que se llama Claus?
—Nuestro hijo está en casa. Con nosotros. Váyase.
El hombre se aleja de la puerta. Vuelvo a llamar, golpeo la puerta, grito:
—Padre, padre, déjeme entrar. Me he equivocado. Me llamo Lucas. Soy su hijo, Lucas.
Una voz de mujer dice:
—Déjalo entrar.
Se abre la puerta. Un viejo me dice:
—Pase usted.
Va delante de mí en dirección al salón, se sienta en un sillón. En el otro hay una mujer sentada, muy vieja.
Me dice:
—¿Así que usted pretende ser nuestro hijo Lucas? ¿Dónde ha estado hasta ahora?
—En el extranjero.
Mi padre dice:
—Exacto, en el extranjero. ¿Y se puede saber a qué vienes ahora?
—He venido a veros, padre. A los dos, y también a Klaus.
Mi madre dice:
—Klaus no se fue.
Mi padre dice:
—Hemos estado años buscándote.
Mi madre prosigue:
—Después te olvidamos. No deberías haber vuelto. Nos fastidias a todos. Aquí llevamos una vida tranquila, no queremos que nos molesten.
Pregunto:
—¿Dónde está Klaus? Quiero verle.
Mi madre dice:
—Está en su habitación. Como siempre. Duerme. No se le puede despertar. Sólo tiene cuatro años, tiene que dormir.
Mi padre dice:
—No hay nada que demuestre que eres Lucas. Vete.
No los escucho, salgo del salón, abro la puerta del cuarto de los niños, enciendo la lámpara del techo. Sentado en la cama hay un niño pequeño que me mira y se echa a llorar. Acuden mis padres. Mi madre coge al pequeño en brazos, lo mece.
—No tengas miedo, pequeño.
Mi padre me agarra por el brazo, me lleva a través del salón, de la galería, abre la puerta y me empuja a la escalera.
—¡Lo has despertado, imbécil! ¡Anda y vete ya!
Caigo, me golpeo en la cabeza con un escalón, me sale sangre, me quedo tumbado en la nieve.
El frío me despierta. El viento y la nieve entran en la habitación, el parqué de delante de la ventana está mojado.
Cierro la ventana, voy a buscar un paño al cuarto de baño, seco el charco que se ha formado. Tiemblo, me castañetean los dientes. En el cuarto de baño hace calor, me siento en el borde de la bañera, tomo otro calmante, espero a que me desaparezcan los temblores.
Son las siete de la tarde. Me llevan comida. Pregunto al camarero si me pueden servir una botella de vino.
Me dice:
—Voy a ver.
Unos minutos más tarde me trae la botella.
Digo:
—Puede llevarse la bandeja.
Bebo. Me paseo por la habitación. De la ventana a la puerta, de la puerta a la ventana.
A las ocho me siento en la cama y marco el número de teléfono de mi hermano.
Son las ocho, suena el teléfono. Mi madre ya se ha acostado. Miro la televisión, una película policíaca, como todas las noches.
Escupo en una servilleta de papel la tarta que estoy comiendo. Me la terminaré después.
Descuelgo el teléfono. No digo mi nombre, sólo digo:
—Diga.
Desde el otro extremo del hilo llega una voz de hombre, dice:
—Soy Lucas T. Querría hablar con mi hermano Klaus T.
Me quedo callado. El sudor me resbala por la espalda. Por fin digo:
—Se trata de un error. Yo no tengo ningún hermano.
La voz dice:
—Sí. Un hermano gemelo. Lucas.
—Mi hermano hace mucho que murió.
—No, no he muerto. Estoy vivo, Klaus, y me gustaría volver a verte.
—¿Dónde está usted? ¿De dónde viene?
—He vivido mucho tiempo en el extranjero. Ahora estoy aquí, en la capital, en la embajada de D.
Aspiro profundamente y digo de corrido:
—No creo que usted sea mi hermano. No recibo nunca a nadie, no quiero que me molesten.
Insiste:
—Cinco minutos, Klaus. Sólo te pido cinco minutos. Dentro de dos días me voy del país y no volveré nunca más.
—Venga mañana. Pero no antes de las ocho de la noche.
Dice:
—Gracias. Estaré en nuestra casa, quiero decir en tu casa a las ocho y media.
Cuelga.
Me enjugo la frente. Vuelvo a ponerme frente al televisor. Ahora ya no entiendo nada de la película. Voy al cubo de la basura para tirar el resto de la tarta. Ya no tengo ganas de comer. «En nuestra casa». Sí, en otro tiempo ésta era nuestra casa, pero hace mucho de eso. Ahora es mi casa, lo que hay aquí es sólo mío.
Abro sigilosamente el dormitorio de mi madre. Duerme. Es tan pequeñita que se diría un niño. Le aparto los cabellos grises de la cara, le beso la frente, acaricio sus manos arrugadas puestas sobre la manta. Sonríe en sueños, me oprime la mano, murmura:
—Mi pequeño. Estás aquí.
Después añade el nombre de mi hermano.
—Lucas, mi pequeño Lucas.
Salgo de la habitación, cojo de la cocina una botella de alcohol fuerte, me voy a escribir al despacho, como todas las noches. Este despacho era de nuestro padre, no he cambiado nada, ni la vieja máquina de escribir, ni la incómoda silla de madera, ni la lámpara, ni el portalápices. Intento escribir, pero sólo puedo llorar pensando en «lo» que nos ha amargado la vida, nuestra vida.
Lucas vendrá mañana. Sé que es él. Desde el primer timbrazo del teléfono he sabido que era él. El teléfono no suena casi nunca. Si lo he instalado ha sido por mi madre, por si había una urgencia, para hacer los pedidos los días que no tengo ni fuerzas para ir al supermercado o para los días en que el estado de mi madre no me permite salir.
Lucas vendrá mañana. ¿Cómo me las arreglaré para que mi madre no se entere? ¿Para que no se despierte mientras Lucas esté aquí? ¿La llevaré a otro sitio? ¿Me iré? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Qué explicación le daré? No hemos salido nunca de aquí. Mi madre no quiere cambiar de casa. Piensa que es el único sitio donde puede encontrarnos Lucas cuando vuelva.
Efectivamente, nos ha encontrado.
Si es él.
Es él.
No necesito pruebas para saberlo. Lo sé. Lo sabía. Siempre supe que no había muerto, que volvería.
Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué tan tarde? ¿Por qué después de cincuenta años de ausencia?
Tengo que defenderme. Tengo que defender a mi madre. No quiero que Lucas destruya nuestra tranquilidad, nuestras costumbres, nuestra felicidad. No quiero trastornos en nuestra vida. Ni mi madre ni yo podríamos soportar que Lucas volviera a remover el pasado, a resucitar recuerdos, empezara a preguntar cosas a mi madre.
Tengo que apartar a Lucas a un lado cueste lo que cueste, impedirle que ponga de nuevo al descubierto la espantosa herida.
Es invierno. Tengo que ahorrar carbón. Caliento un poco la habitación de mi madre con ayuda de un radiador eléctrico que enciendo una hora antes de que se acueste, que apago cuando se ha dormido y que vuelvo a encender una hora antes de que se levante.
En cuanto a mí, me basta con el calor de la cocina y la calefacción de carbón del salón. Me levanto temprano para encender primero el fuego en la cocina y, cuando se han formado brasas, llevar unas pocas a la estufa del salón. Añado unas briquetas de carbón y, media hora después, también allí se está caliente.
Cuando es ya de noche y mi madre está dormida, abro la puerta del despacho y entra en él inmediatamente el calor del salón. Es una habitación pequeña y se calienta pronto. Me pongo el pijama y la bata antes de escribir. Así, cuando termino, sólo tengo que ir a mi cuarto y acostarme.
Esta noche me es imposible dejar de dar vueltas por el apartamento. Paso por la cocina y me paro varias veces en ella. Después voy a la habitación de los niños. Miro el jardín. Las ramas desnudas del nogal rozan la ventana. Una nieve tenue se deposita en las ramas, en la tierra, formando capas finas, cubiertas de hielo.
Me paseo de una a otra habitación. Ya he abierto la puerta del despacho, donde recibiré a mi hermano. Así que entrecerraré la puerta, me importa poco que haga frío, no quiero que mi madre nos oiga ni que la despierte nuestra conversación.
¿Qué le diría si ocurriera?
Le diría:
—Vuelve a la cama, mamá, no es más que un periodista.
Y al otro, a mi hermano, le diría:
—Es Antonia, mi suegra, la madre de mi mujer. Vive con nosotros desde hace unos años, desde que se quedó viuda. No está muy bien de la cabeza. Se hace líos, lo embrolla todo. A veces se imagina que es mi madre porque fue ella quien me crió.
Hay que impedir que se vean, de lo contrario se reconocerán. Mi madre reconocerá a Lucas. Y si Lucas no reconoce a nuestra madre, ella dirá al reconocerlo:
—¡Lucas, hijo mío!
No quiero oír eso de «¡Lucas, hijo mío!». No puedo. Sería demasiado fácil.
Hoy, mientras mi madre hacía la siesta, he adelantado una hora todos los relojes de la casa. Por suerte, en esta época del año se hace pronto de noche. A las cinco de la tarde ya es de noche.
Preparo la cena de mi madre una hora antes que de costumbre. Puré de zanahorias con unas patatas, carne picada y asada y un flan para postre.
Pongo la mesa de la cocina, voy a buscar a mi madre a su habitación. Entra en la cocina, dice:
—Todavía no tengo hambre.
Yo digo:
—Nunca tienes hambre, mamá. Hay que comer.
Ella dice:
—Comeré más tarde.
Yo digo:
—Más tarde todo estará frío.
Ella dice:
—Entonces me lo calientas. O no como.
Yo digo:
—Te preparo una tisana y así se te abre el apetito.
En la tisana le pongo un somnífero de los que toma habitualmente. Al lado de la tisana le dejo otro.
Diez minutos más tarde mi madre se duerme delante del televisor. La cojo en brazos, la llevo a su habitación, la desnudo, la acuesto.
Vuelvo al salón. Bajo el volumen del televisor, apago luces. Vuelvo a situar las agujas del despertador de la cocina y del reloj del salón en la hora correcta.
Antes de que llegue mi hermano todavía me queda tiempo para comer. Como en la cocina un poco de puré de zanahorias, un poco de carne asada y picada. Mi madre mastica mal pese a la dentadura postiza que le mandé hacer no hace mucho. Tampoco hace muy bien la digestión.
Cuando termino de comer lavo los platos, meto las sobras en la nevera, ha sobrado para la comida de mañana.
Me voy al salón. Dejo dos vasos y una botella de aguardiente en la mesilla colocada al lado de mi sillón. Bebo, espero. A las ocho en punto voy a ver a mi madre. Duerme profundamente. Empieza la película policíaca, trato de seguirla. Alrededor de las ocho y veinte renuncio a la película, mes coloco delante de la ventana de la cocina. Está a oscuras, es imposible que me vean desde el exterior.