¿Y cuánto tiempo viven las personas? Una eternidad, supongo, puesto que veo a la directora del Centro que se acerca.
Me pregunta:
—¿Qué hace usted aquí, señor?
Me levanto, le digo:
—Sólo miro, señora directora. Pasé aquí cinco años de mi niñez.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará aproximadamente cuarenta años. Cuarenta y cinco. La he reconocido. Usted era entonces la directora del Centro de reeducación.
Exclama:
—¡Qué impertinencia! Sepa, señor mío, que hace cuarenta años yo ni siquiera había nacido, pero reconozco a los sátiros de lejos. O se va o llamo a la policía.
Me voy, vuelvo al hotel, tomo unas copas con un desconocido. Le cuento el lance de la directora.
—Es evidente que no es la misma. La otra debe de haber muerto ya.
Mi nuevo amigo levanta la copa.
—Conclusión: o las directoras se parecen todas o viven muchos años. Mañana lo acompañaré al Centro. Lo podrá visitar a placer.
Al día siguiente el desconocido viene a buscarme al hotel. Me acompaña en coche hasta el Centro. Un momento antes de entrar, delante de la verja, me dice:
—Mire, esa mujer que vio ayer es la misma. Sólo que ahora ya no es directora, ni de aquí ni de ningún sitio. Me he informado. El Centro ése de usted es ahora un hospicio para ancianos.
Digo:
—Quisiera ver únicamente los dormitorios. Y el jardín.
El nogal sigue en el mismo sitio, aunque me parece muy desmedrado. No tardará en morir.
Digo a mi compañero:
—Pronto se morirá, mi árbol.
Dice él:
—No sea sentimental. Todo muere.
Entramos en el edificio. Atravesamos el pasillo, entramos en la habitación que era la mía y la de muchos otros niños cuarenta años atrás. Me paro en el umbral de la puerta, miro. Todo está como antes. Una docena de camas, paredes blancas, camas blancas, vacías. Las camas están siempre vacías a esa hora.
Subo corriendo un piso, abro la puerta de la habitación donde estuve encerrado varios días. La cama sigue allí, en el mismo sitio. A lo mejor es la misma cama.
Nos acompaña una muchacha, dice:
—Todo fue bombardeado, pero ha sido reconstruido. Como antes. Todo es como antes. El edificio es muy bonito, no se puede modificar.
Una tarde me acometen de nuevo los dolores. Vuelvo al hotel, tomo los medicamentos, hago el equipaje, pago la factura, llamo un taxi.
—A la estación.
El taxi se para delante de la estación, digo al chófer:
—Vaya a comprarme el billete para la ciudad de K. Estoy enfermo.
El chófer dice:
—No es competencia mía. Yo me he limitado a llevarle a la estación. Bájese, no quiero enfermos.
Me deja la maleta en la acera y abre la puerta de mi lado.
—Salga, salga del coche.
Cojo dinero extranjero de la cartera y se lo doy:
—Si tiene usted la bondad...
El chófer entra en el edificio de la estación y vuelve con el billete, me ayuda a bajar del coche, me coge del brazo, me lleva la maleta, me acompaña al andén número uno, espera a mi lado hasta que llega el tren. Cuando llega el tren, me ayuda a subir, me coloca la maleta al lado y me recomienda al revisor. Sale el tren. En los compartimientos apenas hay nadie. Está prohibido fumar.
Cierro los ojos, los dolores se atenúan. El tren se para casi cada diez minutos. Sé que hace cuarenta años que hice ese viaje.
Antes de llegar a la estación de mi ciudad el tren se había parado. La monja me había tirado del brazo, me había sacudido, yo no me había movido. Ella había saltado del tren, había corrido, se había echado al suelo, tumbada en el campo. Todos los viajeros habían corrido, se habían echado al suelo. Yo me había quedado solo en el compartimiento. Sobre nosotros pasaban aviones, ametrallaban el tren. Cuando se restableció el silencio, volvió la monja. Me dio un cachete, el tren volvió a ponerse en marcha.
Abro los ojos. Estamos a punto de llegar. Ya estoy viendo la nube de plata encima de la montaña, después aparecen las torres del castillo y los campanarios de muchas iglesias.
El 22 de abril, después de cuarenta años de ausencia, vuelvo a la ciudad de mi infancia.
La estación no ha cambiado. Sólo que ahora está más limpia e incluso tiene flores, flores de aquí cuyo nombre desconozco y que no he visto en ninguna parte.
También hay un autobús que ahora arranca, ocupado por los escasos viajeros del tren y por los obreros de la fábrica de enfrente.
No tomo el autobús. Me quedo delante de la estación, con la maleta en el suelo, y contemplo la hilera de castaños de la calle de la estación que conduce a la ciudad.
—¿Quiere que le lleve la maleta, señor?
Delante de mí hay un niño de unos diez años.
Dice:
—Se le ha escapado el autobús. No habrá otro hasta dentro de media hora.
Le digo:
—No importa. Iré a pie.
Dice:
—Su maleta es pesada.
Levanta la maleta y no la suelta. Me echo a reír:
—Sí, es pesada. No podrás llevarla muy lejos, lo sé. He hecho este trabajo antes que tú.
El niño deja la maleta en el suelo.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—Cuando tenía tu edad. Hace mucho tiempo.
—¿Dónde fue eso?
—Aquí, delante de esa misma estación.
Dice él:
—Yo la puedo llevar, la maleta.
Yo digo:
—De acuerdo, pero déjame que me adelante diez minutos. Quiero ir solo. Tú tómate el tiempo que necesites porque no llevo prisa. Te esperaré en el «jardín negro». Si existe todavía.
—Sí existe, señor.
El «jardín negro» es un pequeño parque situado al final del paseo de los castaños y en él no hay nada negro, salvo la verja de hierro forjado que lo circunda. Me siento en un banco, espero al niño. No tarda en llegar, deja la maleta en otro banco delante de mí, se sienta, está jadeante.
Enciendo un cigarrillo, pregunto:
—¿Por qué haces ese trabajo?
Dice:
—Quiero comprarme una bici. Una bici de cross. ¿Me da un cigarrillo?
—No, nada de cigarrillos para ti. Yo estoy en las puertas de la muerte por culpa de los cigarrillos. ¿Quieres morirte tu también por culpa de los cigarrillos?
Me dice:
—De algo hay que morir... De todos modos, todos los sabios dicen lo mismo...
—¿Qué dicen los sabios?
—Que la tierra está jodida. Que no hay nada que hacer. Que es demasiado tarde.
—¿Dónde has oído hablar de esas cosas?
—En todas partes. En la escuela y sobre todo por televisión.
Arrojo el cigarrillo.
—De todos modos no tendrás cigarrillo.
Me dice:
—Es usted una mala persona.
Digo:
—Sí, soy una mala persona. ¿Qué pasa? ¿Hay algún hotel en esta ciudad?
—¡Claro que sí! Hay varios. ¿No lo sabía? Pues parecía que conocía la ciudad...
Digo:
—Cuando yo vivía aquí no había hoteles. Ni uno solo.
Dice:
—Pues debe de hacer mucho tiempo de eso. En la plaza principal hay un hotel completamente nuevo. Se llama el Grand Hotel, porque es el más grande.
—Pues vayamos a ése.
El niño deja la maleta en el suelo delante del hotel.
—No puedo entrar, señor. La mujer de la recepción me conoce. Se lo diría a mi madre.
—¿Qué? ¿Que me has llevado la maleta?
—Sí. Mi madre no quiere que lleve maletas.
—¿Por qué?
—No lo sé. No quiere que haga este trabajo. Quiere que estudie únicamente.
Le pregunto:
—¿Y tus padres? ¿Qué hacen?
Dice:
—Yo no tengo padres. Sólo madre. No tengo padre. No lo he tenido nunca.
—¿Y tu madre? ¿A qué se dedica?
—Precisamente trabaja aquí, en el hotel. Friega las baldosas dos veces al día. Pero a ella le gustaría que yo fuera un sabio.
—¿Qué quieres decir con eso de ser un sabio?
—Bueno, ella no lo sabe porque no sabe qué hacen los sabios. Cree que podría ser profesor o médico, me parece.
Digo:
—Está bien. ¿Qué quieres cobrar por llevarme la maleta?
Dice:
—La voluntad, señor.
Le doy un par de monedas.
—¿Basta con esto?
—Sí, señor.
—No, señor. Con esto no basta. ¡No vas a llevar una maleta tan pesada como ésta desde la estación hasta aquí por tan poco dinero!
Me dice:
—Tomo lo que me dan, señor. No tengo derecho a exigir más. Y además, hay gente que no tiene dinero. A veces llevo maletas de balde. Me gusta este trabajo. Me gusta esperar en la estación. Me gusta ver llegar gente. Conozco de vista a toda la gente de aquí y me gusta ver llegar gente de fuera. Gente como usted. Viene de lejos, ¿verdad?
—Sí, de muy lejos. De otro país.
Le doy un billete y me meto en el hotel.
Escojo una habitación de la esquina, desde ella veo toda la plaza, la iglesia, el colmado, las tiendas, la librería.
Son las nueve de la noche, la plaza está vacía. En las casas están encendidas las luces. Bajan las persianas, cierran los postigos, corren las cortinas, la plaza queda cerrada.
Me sitúo delante de una de las ventanas de mi habitación, miro la plaza, las casas, hasta tarde, ya de noche.
De niño soñaba a menudo que vivía en una de las casas de la plaza principal, una cualquiera, pero especialmente la azul, donde había y sigue habiendo una librería.
Pero en esa ciudad tan sólo he vivido en la casita ruinosa de la abuela, lejos del centro, en las afueras, cerca de la frontera.
En casa de la abuela trabajaba desde la mañana hasta la noche igual que ella. Me daba comida y alojamiento, pero nunca me dio dinero. Sin embargo yo lo necesitaba para comprar jabón, pasta dentífrica, ropa y zapatos. Por esto, cuando se hacía de noche, iba a la ciudad y tocaba la armónica en las tabernas. También vendía leña que recogía en el bosque, setas, castañas. Vendía huevos que robaba a la abuela, y pescado, que pronto aprendí a pescar. Hacía todo tipo de trabajos para quien fuese. Llevaba recados, cartas y paquetes, la gente me tenía confianza porque creía que era sordomudo.
Al principio no hablaba, ni siquiera a la abuela, pero no tardé en tener necesidad de decir los números, por la cosa del regateo.
Por la noche solía vagar por la plaza principal. Miraba el escaparate de la librería-papelería, las hojas de papel blanco, los cuadernos de los escolares, las gomas, los lápices. Todo era demasiado caro para mí.
Para ganar un poco más de dinero, iba a la estación siempre que podía y esperaba la llegada de los pasajeros. Llevaba maletas.
Así pude comprarme hojas de papel, un lápiz, una goma y un gran cuaderno en el que anoté mis primeras mentiras.
Unos meses después de la muerte de la abuela vino gente a casa y entró sin llamar. Eran tres, uno de ellos con el uniforme de guardia de frontera. Los otros dos iban de paisano. Uno no decía nada, sólo escribía. Era joven, casi tanto como yo. El otro tenía los cabellos blancos. Era el que me hacía las preguntas.
—¿Desde cuándo vive usted aquí?
Digo:
—No sé. Desde que bombardearon el hospital.
—¿Qué hospital?
—No sé. El Centro.
El de uniforme interviene:
—Cuando me hice cargo del puesto, él ya estaba aquí.
El de paisano pregunta:
—¿Cuándo fue eso?
—Hace tres años. Pero él ya estaba aquí de antes.
—¿Cómo lo sabe?
—Se nota. Trabajaba en la casa como alguien que ha estado siempre en ella.
El hombre del cabello blanco se vuelve hacia mí:
—¿Era usted pariente de la señora V., cuyo nombre de soltera era María Z.?
Digo:
—Era mi abuela.
Me pregunta:
—¿Tiene algún papel que atestigüe el parentesco?
Digo:
—No, no tengo ningún papel. Los únicos papeles que tengo son los que me he comprado en la librería.
Dice él:
—De acuerdo. ¡Tome nota!
El muchacho de paisano toma nota:
—La señora María V., nacida María Z., ha muerto sin dejar herederos, por lo que todos sus bienes, su casa y sus tierras pasan a ser propiedad del Estado y se adjudican al municipio de la ciudad de K., que hará de ellos el uso que estime oportuno.
Los hombres se ponen de pie, yo les pregunto:
—¿Y yo qué tengo que hacer?
Se miran. El de uniforme dice:
—Tiene que irse.
—¿Por qué?
—Porque ya no le corresponde estar aquí.
Yo pregunto:
—¿Y cuándo debo marcharme?
—No sé.
Mira al hombre de paisano, que lleva un traje gris y dice:
—No tardaremos en comunicárselo. ¿Cuántos años tiene usted?
—Pronto cumpliré los quince. No puedo irme antes de que maduren los tomates.
Dice él:
—¡Claro, los tomates! ¿No tiene usted más que quince años? Entonces no habrá ningún problema.
Pregunto:
—¿Y a dónde tendré que ir?
Se calla un momento, mira al hombre de uniforme, el hombre de uniforme lo mira, el de paisano baja los ojos.
—No se preocupe. Nos ocuparemos de usted. Sobre todo, no se preocupe.
Salen los tres hombres. Los sigo caminando por la hierba para no hacer ruido.
El guardia de fronteras dice:
—¿No podéis dejarlo? Es buen chico y trabaja de firme.
El de paisano dice:
—No se trata de eso. Es la ley. Las tierras de la señora V. son del municipio. Hace casi dos años que el chico vive aquí sin derecho alguno.
—¿Y a quién perjudica?
—A nadie. Pero, óigame una cosa. ¿Por qué sale usted en defensa de ese don nadie?
—Hace tres años que veo que se ocupa del huerto y de los animales. No es ningún don nadie, en todo caso no lo es más que usted.
—¿Cómo se atreve a tratarme de don nadie?
—No, yo no he dicho tal cosa. Lo único que he dicho es que no lo es más que usted. De lo demás me lavo las manos. De usted y de él. Dentro de tres semanas me desmovilizan y entonces sólo voy a ocuparme de mi huerto. Usted, señor, tendrá un alma en la conciencia si deja a ese niño en la calle. Buenas noches y que duerma usted bien.
El de paisano dice:
—No lo dejaremos en la calle. Nos haremos cargo del chico.
Se van. Al cabo de unos días vuelven. El mismo hombre del cabello blanco, el joven y una mujer que los acompaña. Una mujer de edad y con gafas que se parece a la directora del Centro.