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Authors: María Dueñas

La Templanza (7 page)

BOOK: La Templanza
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—Tengo interés en hacerte una consulta.

Dejaron que los demás tertulianos abandonaran el café y se dispersaran con rumbos distintos; sólo entonces salieron. A él le esperaba Laureano en su berlina, pero a Asencio no parecía aguardarle carruaje alguno. De inmediato supo por qué.

—El matasanos de Van Kampen, ese médico alemán del demonio cuyas monsergas mi mujer me obliga a obedecer, se ha empeñado en que tengo que moverme. Así que ella misma se ha encargado de dar órdenes a mi cochero de que no me espere en ningún sitio.

—Yo puedo llevarte a donde quieras…

Rechazó la propuesta con un aspaviento al aire.

—Olvídalo, ya me pescó la otra noche llegando a casa en el landó de Teófilo Vallejo y no te imaginas la que me armó. Quién me mandaría a mí matrimoniarme con una güera episcopaliana de New Hampshire… —protestó con cierta sorna—. Pero sí te agradecería infinito, amigo mío, que me acompañaras caminando, si no tienes prisa. Vivo en la calle de la Canoa, no nos demorará mucho.

Despachó a Laureano tras darle la nueva dirección; su coche arrancó vacío y él se dispuso a escuchar a aquel hombre que siempre le había generado sensaciones contrapuestas.

Las calles, como todos los días, estaban atestadas de transeúntes con mil tonos de piel que se cruzaban en un bullicioso ir y venir. Mujeres indígenas con enormes ramos de flores entre los brazos y sus criaturas cargadas en rebozos; hombres de color bruñido que llevaban a la cabeza fuentes de barro llenas de dulces o manteca amontonada; limosneros, gente honrada, soldadesca y charlatanes que deambulaban sin reposo de la mañana a la noche en una rueda sin fin.

Entre todos ellos se abría paso Asencio con el empuje de un galeón, apartando a bastonazos a pedigüeños y léperos andrajosos que, entre lamentos y gimoteos, les pedían una limosna por la purísima sangre de Cristo Nuestro Señor.

—Se ha puesto en contacto conmigo un grupo de inversores británicos. Tenían todo organizado para arrancar una prometedora campaña minera en los Apalaches. Pero la guerra, lógicamente, les paró los pies. Están pensando en trasladar sus intereses a México y me piden información.

Una broma. Una asquerosa broma del destino. Eso fue lo primero que Mauro Larrea pensó al escuchar la noticia. Él se había hundido en la miseria por culpa de aquella contienda que ni le iba ni le venía, y Asencio, precisamente en ese momento, le decía que los viejos hermanos ingleses de los gringos que ahora andaban matándose entre sí pretendían instalarse en los dominios que él dejaba libres a causa de su caída.

Ignorante de la zozobra que mordía al minero como una sabandija agarrada a sus tripas, Asencio, todo a la vez, continuaba hablando, caminando como un paquidermo y quitándose de encima sin la menor misericordia y a golpes de bastón a unos cuantos ciegos con las cuencas vacías y a docenas de tullidos que enseñaban con obscena ostentosidad sus taras y muñones.

—Yo les insistí en que no es un buen momento para invertir ni una guinea en México —añadió rebufando—. Y eso a pesar de que los Gobiernos llevan ya años dándoles todas las bendiciones a fin de atraer capitales extranjeros.

—Ya lo intentaron sus compatriotas de la Compañía de Aventureros en Real del Monte y Pachuca. Y fracasaron —aclaró en un esfuerzo por sonar natural a pesar de la angustia que lo fustigaba—. No lograron hacerse con las formas de trabajar de los mexicanos, se negaron a dar partido…

—Lo saben, lo saben —atajó Asencio—. Pero parece que ahora están más preparados. Y tienen la maquinaria lista para ser embarcada desde Southampton. Y a mí me viene de perlas que la traigan hasta acá porque así uso yo el mismo buque para mandar mis mercancías hasta Inglaterra. Lo único que necesitan es un buen caladero, si me permites la expresión; disculpa mi ignorancia en este negocio de ustedes. Una buena mina que no haya sido explotada en los últimos tiempos, dicen, pero que tenga garantía de potencial.

Se contuvo para no soltar una carcajada malsana, cargada de amargura. Las Tres Lunas. El perfil de Las Tres Lunas, su gran sueño, era exactamente lo que aquellos ingleses andaban buscando sin saberlo. Puta madre que los parió.

—Les prometí hacer algunas averiguaciones —prosiguió el gigantón—. Y pensé en preguntarte. Sin entrar en conflicto con tus intereses, claro está.

Y lo más irónico de todo, lo más terrible a la vez, siguió pensando, era que Las Tres Lunas, sometida a las normas habituales de los sitios mineros, no era siquiera de su propiedad. De haber sido así, tal vez incluso habría podido vendérsela a los ingleses, o arrendársela y sacarle alguna tajada. O se habría postulado ante Asencio como socio en esa hipotética futura empresa. Pero no tenía ningún título de propiedad sobre la mina porque se lo impedían las viejas ordenanzas de tiempos del virreinato que aún se mantenían vigentes. Un permiso de amparo: un expediente que lo autorizaba a tomar posesión y laborarla, eso era todo lo que obraba en su poder. Algo que podría declararse nulo con todas las de la ley si no se empezaba en breve, dejando así el camino abierto para quien pudiera llegar detrás.

Asencio volvió a agarrarle del brazo, esta vez para proponerle una parada en una esquina, frente a una vieja chimolera instalada tras un brasero que rezumaba mugre. Sobre él calentaba las tortillas que antes había amasado con unas manos de larguísimas uñas negras. Ni aposta, entre los mil vendedores de comida que surcaban las calles, podría haberse decidido por un puesto más innoble.

—Ese pánfilo de Van Kampen también le dijo a mi mujer que tengo que comer menos y entre los dos me están matando de hambre. —Rebuscó entonces en el bolsillo del chaleco en busca de unos pesos—. Más me valdría haberme casado con una buena doña mexicana de las que te esperan siempre con la mesa bien repleta. ¿Te hace un taquito de puerco, compadre? ¿Una gorda de manteca?

Prosiguieron el camino mientras Asencio, todo a una, engullía la comida recién comprada, hablaba sin tregua y despachaba pordioseros con una agilidad admirable. Y, de paso, se condecoraba la pechera con los restos pringosos que le caían de la boca.

—Supongo que a ti también te estará afectando negativamente esta guerra —tanteó entonces Mauro Larrea—. Con los puertos de los confederados del Sur bloqueados por la Unión.

—En absoluto, mi querido amigo —replicó masticando a dos carrillos—. A causa del bloqueo, los sudistas están empezando a comerciar desde el puerto de Matamoros, donde tengo algunos intereses. Y como el Norte ya no le compra algodón al Sur, que era el principal comercio entre ellos, yo también he empezado a suministrárselo a los yanquis; poseo por ahí unas cuantas haciendas que adquirí a precio de saldo antes de que estallara el conflicto.

Dio entonces cuenta del último bocado de su tercer taco y, sin mayor miramiento, se limpió la boca con la manga de la levita. Soltó luego un sonoro eructo. Perdón, dijo. Por decir.

—Entonces, volviendo a nuestro asunto, ¿qué me aconsejas que les diga a los súbditos de su Graciosa Majestad? Esperan una respuesta en breve, andan impacientados. Ya seguiré yo haciendo mis averiguaciones por ahí, a ver qué me cuenta Ovidio Calleja, el del archivo de la Junta de Minería, que me debe unas cuantas. A ese pendejo tampoco se le escapa ni una, y más si hay algún beneficio de por medio para él. Pero me gustaría saber tu opinión, porque la plata, en confianza, sigue siendo un buen negocio, ¿cierto?

—No creas —improvisó compulsivo—. Los problemas crecen sin freno, y a menudo los gastos no compensan los rendimientos. El azogue y la pólvora, que se precisan por toneladas, cambian de precio según el día. El bandidaje se ha convertido en una pesadilla y hay que pagar escoltas militares para las conductas del metal; cada vez queda menos mena de buena ley, los trabajadores se están volviendo combativos como demonios…

No mentía. Pero sí exageraba. Todos aquellos problemas existían como lo habían hecho siempre desde que entró en aquel mundo, no se trataba de ninguna novedad. Y él mismo les había plantado cara a lo largo de los años.

—De hecho —añadió elaborando una mentira sobre la marcha—, yo mismo estoy pensando en diversificar mis negocios fuera del país.

—Para dirigirlos ¿hacia dónde? —preguntó Asencio con curiosidad descarada. Además de su conocimiento acerca de los asuntos del norte, de su verbo impetuoso y de la extravagante disparidad de sus negocios, el gigantón tenía también fama de cazar las oportunidades ajenas con enorme rapidez.

Jamás había sido Mauro Larrea un hombre embustero, siempre había ido de frente. Pero, ante el acoso, no tuvo más remedio que soltar una sarta de mentiras elaboradas precipitadamente a partir de lo escuchado en conversaciones sueltas por acá y por allá.

—No lo tengo del todo claro, estoy estudiando varias ofertas. Me gustaría tal vez abrirme hacia el sur, invertir en fincas de añil en Guatemala. Tengo también un antiguo socio que me ha propuesto algo relacionado con el cacao de Caracas. Hay, además…

La manaza de Asencio le cayó entonces sobre el brazo como un plomo, obligándole a detenerse en medio de la calle.

—Si este que te habla tuviera tu liquidez, Mauro, ¿tú sabes lo que haría?

Y sin esperar respuesta le acercó al oído su aliento aún cargado de cebolla, chile y puerco y, entre olores y letras, le lanzó una descarga que le hizo pensar.

6

      

Andrade lo aguardaba con su cráneo brillante y los anteojos sobre el puente de la nariz, frente a una pila de documentos.

—Pinche oportunista —farfulló el minero tras aislarse del exterior con un portazo.

El apoderado apenas levantó la vista de las cuentas que repasaba.

—Confío en que no te refieras a mí.

—Hablo de Mariano Asencio.

—¿El gigante?

—El gigante filibustero.

—Nada nuevo bajo el sol.

—Está en tratos con unos ingleses. Una compañía de aventureros listos para plantar sus voluntades allá donde les aconsejen. Traen medios solventes y dinero fresco, y no van a perder el tiempo arriesgándose con minas vírgenes. Van a fiarse de lo que él les diga, y ese demonio va a remover cielo y tierra para ofrecerles algo apetitoso y llevarse después su buena tajada.

—No te quepa duda.

—Ya me anunció que el primer sitio en el que meterá su gran nariz será el archivo de la Junta de Minería, donde va a encontrar proyectos a mansalva.

—Menores, casi todos, para las ambiciones de esa gente. Excepto…

—Excepto el nuestro.

—Lo cual significa…

—Que en cuanto Asencio vea que no arrancamos con Las Tres Lunas, les abrirá camino a través del rastro que dejemos.

—Y que donde sepan que tú has olfateado posibilidades de bonanza, ellos se plantarán en tres días.

El silencio se hizo tenso como una catapulta lista para disparar. Fue Andrade quien lo rompió.

—Lo peor será que actuarán con todas las de la ley, porque hemos sobrepasado los plazos —adelantó con voz negra.

—Largamente.

—Y eso implica que Las Tres Lunas puede declararse…

Dos palabras siniestras retumbaron al unísono.

—Desierta y desamparada.

En la jerga del negocio minero, tales adjetivos dispuestos en ese preciso orden sólo anticipan algo funesto: que si a partir de la fecha estipulada se faltaba al cumplimiento, si no arrancaban las labores o si éstas se suspendían prolongadamente sin causa que lo justificara, cualquiera podría solicitar un nuevo amparo, privar al anterior emprendedor del dominio del yacimiento y tomar posesión de él.

—Como cuando había que pedir permiso al rey de España para poner malacate en las propiedades de la Corona, maldita sea —masculló.

Mauro Larrea cerró los ojos unos instantes y se presionó los párpados con las yemas de los dedos. Entre las momentáneas tinieblas, a su retina volvieron los once pliegos de papel timbrado que depositó con su rúbrica en las dependencias del archivo de la Junta de Minería. Cumplidor con la normativa, en ellos solicitaba amparo oficial para laborar la mina abandonada y exponía concienzudamente sus aspiraciones. La extensión que pretendía explorar y su orientación, la profundidad, los diversos tiros por los que adentrarse.

Como si Andrade le leyera el pensamiento, sus labios pronunciaron quedamente:

—Dios nos agarre confesados…

Unos extranjeros se habían quedado con su maquinaria arrastrándolo a la ruina más absoluta. Y si no lo remediaban a tiempo, otros estaban a punto de arrebatarle también sus ideas y conocimientos, el único agarre que le quedaba por si algún día las tornas volvían a cambiar.

Los dos hombres se miraron y asintieron mudos: en ambas mentes flotaba la misma decisión. Había que sacar el expediente de los archivos como fuera, para que nunca llegara ni a Asencio ni a los ingleses. Y a fin de no levantar curiosidad ni suspicacias, toda cautela era poca.

La conversación continuó por la noche, cuando Andrade regresó tras haber hecho unas cuantas averiguaciones. Sobre ellas le puso al tanto, frente a la mesa de billar en la que Mauro Larrea llevaba otro par de horas batiéndose de nuevo consigo mismo: la única manera de mantener a los demonios amordazados mientras iba tomando decisiones.

—Calleja lleva fuera varias semanas, en su visita anual a las diputaciones.

No necesitó aclarar que Ovidio Calleja era el superintendente del archivo de la Junta de Minería: un viejo conocido del ramo con el que años atrás no les había faltado más de un desencuentro. Por unas lindes entre pozos, en una ocasión. Por unas remesas de azogue en otra, y alguna más hubo. En ninguna de ellas logró Calleja salir airoso y casi siempre se acabaron llevando Larrea y Andrade la parte del león. Así las cosas, ambos sabían que, a pesar de los años transcurridos, el resquemor aún le escocía a su otrora contrincante. Nada generoso podrían por ello esperar de él. Si acaso, lo contrario.

Alejado hacía tiempo de los campamentos mineros tras la irregular suerte de sus inversiones, Calleja había logrado finalmente aquel puesto burocrático que no le reportaba abiertamente grandes beneficios, pero sí le confería algunas prebendas adicionales gracias a su moral no del todo escrupulosa.

—Quizá esa ausencia juegue a nuestro favor —fue la reflexión del apoderado—. Si estuviera acá, en cuanto supiera que tenemos interés en retirar el proyecto, se interesaría por él. Y se demoraría en devolvérnoslo con cualquier excusa, y aprovecharía para que un escribano le hiciera una copia o él mismo anotaría los detalles y se los guardaría para sí.

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