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Authors: María Dueñas

La Templanza (39 page)

BOOK: La Templanza
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—Luis Montalvo se estaba muriendo y lo sabía. Era consciente de que se acercaba el final.

32

      

—Pensaba venir en mi calesa tal como le dije, pero al ver el día tan magnífico con el que hemos amanecido, he cambiado de opinión.

Habló sin bajar del caballo, enfundada en un exquisito traje de montar negro que, a pesar del aire masculino, aportaba a su figura una dosis adicional de atractivo. Chaqueta corta con cintura marcada, camisa blanca de cuello alto emergiendo entre las solapas, falda amplia para facilitar el movimiento y un sombrero de copa con un pequeño velo sobre el pelo recogido. Alta, erguida, imponente en su estilo. A su lado, un mozo sujetaba por la brida otro espléndido ejemplar; supuso que sería para él.

Dejaron atrás Jerez, recorrieron caminos secundarios, trochas y veredas bajo el sol de la media mañana. La Templanza fue su destino, a ella llegaron atravesando cerros claros llenos de silencio y aire limpio. Plantadas en perfectas cuadrículas se asomaban cientos, miles de vides. Retorcidas en sí mismas, despojadas de hojas y frutos, clavadas a sus pies. Albariza, dijo ella que se llamaba la tierra blanca y porosa que las acogía.

—En otoño las viñas parecen muertas, con las cepas secas y el color mudado. Pero sólo están durmiendo, descansando. Agarrando esa fuerza que luego subirá desde las raíces. Nutriéndose para dar de nuevo vida.

Mantenían el paso mientras hablaban de caballo a caballo, con ella llevando la palabra la mayor parte del tiempo.

—No están dispuestas así al azar —prosiguió—. Las viñas necesitan la bendición de los vientos, la alternancia de los aires marinos del poniente y los secos del levante. Cuidarlas es un arte complicado.

Habían alcanzado a trote lento lo que ella llamó la casa de viña, inmensamente desastrada también. Desmontaron y dejaron descansar a los animales.

—¿Ve? Las nuestras, o las suyas, mejor dicho, llevan años sin que nadie se ocupe de ellas, y mire.

Cierto. Restos de hojas secas aferradas a los pámpanos, sarmientos consumidos.

Desgranaba las palabras sin mirarle, oteando el horizonte con una mano puesta sobre los ojos a modo de visera. Él volvió a contemplar su cuello estilizado y el arranque de su pelo de color de una melaza oscura. Tras la cabalgada se le habían escapado algunos mechones que ahora brillaban bajo la luz del cercano mediodía.

—De niños nos encantaba venir durante la vendimia. A menudo incluso convencíamos a los mayores para que nos dejaran quedarnos a dormir. Por la noche salíamos al almijar donde dejaban la uva ya recogida para que se soleara; con los jornaleros, a oírles charlar y cantar.

Habría sido cortés por parte del minero mostrar más interés por lo que ella narraba. Y, de hecho, saber de viñas y uvas, de todo eso que ocurría por encima de la tierra y que le era tan ignoto, le resultaba atractivo. Pero no se le olvidaba que Sol Claydon le había sacado de Jerez con otros propósitos. Y como presentía que no le iban a agradar, prefería saber de ellos cuanto antes.

—La vendimia suele ser a primeros de septiembre —continuó—, cuando las temperaturas empiezan a bajar. Pero es la propia vid la que marca los tiempos: su altura, su ondulación e incluso su fragancia harán saber el momento en el que la uva ha alcanzado la madurez. A veces se espera también hasta que la luna esté en cuarto menguante, porque se piensa que el fruto estará entonces más blando y dulce. O si llueve antes, se retrasa la recogida hasta que los racimos vuelvan a llenarse de pruina, ese polvo blanco que los envuelve, porque con él se acelera después la fermentación. Si no se acierta con el momento, el vino resultará a la larga de peor calidad. Si la vendimia se hace antes de tiempo, los caldos saldrán flojos; si se atina bien, serán gruesos y fuertes, plenos.

Se mantenía de pie, airosa en su traje de montar, absorbiendo luz y campo. En su voz había pizcas de nostalgia, pero también un conocimiento patente de lo que les rodeaba. Y un deseo subterráneo por demorar en lo posible su verdadera intención.

—Fuera del trajín intenso de la vendimia, incluso en los momentos más tranquilos como el otoño, antes había siempre movimiento por aquí. El apeador, el guarda, los trabajadores… Mis amistades en Londres suelen reír cuando les cuento que las viñas se cultivan casi con más esmero que las rosaledas inglesas.

Se acercó a la puerta de la casa, pero no la tocó siquiera.

—My goodness, cómo está esto… —murmuró—. ¿Podría intentar abrir?

Lo hizo como en la bodega: mediante el impulso de su propio cuerpo. Dentro se respiraba desolación. Las estancias vacías, la cantarera sin cántaros, la fresquera sin nada que refrescar. Pero esta vez ella no se entretuvo en desenvainar recuerdos, tan sólo se fijó en un par de sillas de anea, viejas y exhaustas.

Se acercó a ellas, agarró una con intención de llevarla consigo.

—Deje, va a mancharse.

Mauro Larrea alzó las dos y las sacó a la luz. Las desempolvó con el pañuelo y las colocó delante de la fachada, mirando a la inmensidad de las viñas desnudas. Dos humildes sillas bajas con la anea deshilachada en las que algún día se sentarían los jornaleros bajo las estrellas tras sus largas horas de trabajo, o el guarda y su mujer para enhebrar sus pláticas, o los niños de la casa en esas noches mágicas con olor a uva recién vendimiada que Soledad Montalvo guardaba en la memoria. Sillas que fueron testigos de existencias simples, del suceder irremediable de las horas y las estaciones en su más suprema sencillez. Ahora, incongruentes, las ocuparon ellos, con sus ropas caras, sus vidas complicadas y sus portes de señores ajenos a la tierra y sus faenas.

Ella alzó el rostro al cielo con los ojos cerrados.

—En Londres me tendrían por una lunática si me vieran sentada en Saint James’s o en Hyde Park absorbiendo el sol así.

Se oyó el zureo de una tórtola, la veleta oxidada chirrió en el tejado y ellos estiraron unos instantes más la ficticia sensación de paz. Pero Mauro Larrea sabía que, bajo aquella calma aparente, bajo aquella templanza que daba nombre a la viña y tras la que ella fingía parapetarse, algo se estaba agitando. La mujer desconcertante que apenas unos días antes se había infiltrado en su vida no le había llevado hasta aquel paraje aislado para hablarle de las vendimias de su niñez, ni le había pedido que sacara las sillas para que contemplaran juntos la belleza serena del paisaje.

—¿Cuándo va a decirme qué quiere de mí?

No cambió de postura ni abrió los ojos. Siguió tan sólo dejando que los rayos de la mañana de otoño le acariciaran la piel.

—¿Ha tomado usted alguna vez una gran decisión incorrecta en su vida, Mauro?

—Mucho me temo que sí.

—¿Algo que haya arrastrado a otros en cierta manera, que los haya expuesto?

—Me temo que también.

—¿Y hasta dónde sería capaz de llegar para enderezar su error?

—De momento, crucé un océano y llegué hasta Jerez.

—Entonces confío en que me entienda.

Despegó el rostro del sol, giró su torso esbelto hacia él.

—Necesito que se haga pasar por mi primo Luis.

En cualquier otro momento, la respuesta inmediata de Mauro Larrea habría sido un desplante o una agria risotada. Pero allí, en medio de aquel silencio de tierra seca y vides desnudas, de inmediato supo que la petición que acababa de oír no era una extravagante frivolidad, sino algo concienzudamente sopesado. Por eso se tragó su desconcierto y la dejó continuar.

—Hace un tiempo —avanzó Soledad— hice algo indebido sin que lo llegaran a saber las personas afectadas. Digamos que realicé ciertas transacciones comerciales improcedentes.

Había vuelto de nuevo los ojos al horizonte, escapando de la mirada intrigada de él.

—No creo que sea necesario detallarle los pormenores, tan sólo quiero que sepa que obré intentando proteger a mis hijas y, en cierto modo, a mí misma.

Pareció reordenar sus pensamientos, se apartó de la cara un mechón suelo.

—Era consciente del riesgo que estaba corriendo, pero confiaba en que, si alguna remota vez llegaba el momento que ahora por desgracia está a punto de llegar, Luis me ayudaría. Con lo que yo no contaba era con que, para entonces, él ya no estuviera entre los vivos.

Transacciones comerciales improcedentes, había dicho. Y le pedía su colaboración. Otra vez una mujer desconocida intentando convencerle para actuar a espaldas de su marido. La Habana, Carola Gorostiza, el jardín de la mansión de su amiga Casilda Barrón en El Cerro, una altiva presencia vestida de amarillo intenso montada en su quitrín mientras el mar se mecía frente a la bahía antillana llena de balandros, bergantines y goletas. Después de aquella nefasta experiencia, la respuesta sólo podía ser una.

—Lamentándolo mucho, estimada Soledad, creo que no soy la persona adecuada.

La réplica llegó rauda como un fogonazo. La traía preparada, obviamente.

—Antes de negarse, considere por favor que en reciprocidad yo también estoy en disposición de ayudarle. Poseo numerosos contactos en el mercado del vino por toda Europa, puedo encontrarle un comprador mucho más solvente que los que sea capaz de proporcionarle Zarco el gordo. Y sin la desorbitada comisión que usted le ofreció.

Él hizo una mueca irónica. Así que ella ya estaba al tanto de sus movimientos.

—Veo que las noticias vuelan.

—A la velocidad de las golondrinas.

—En cualquier caso, insisto en que me resulta imposible acceder a lo que me pide. La vida me lleva muchos años enseñando que lo más conveniente es que cada uno liquide sus propios asuntos, sin intromisiones.

Ella volvió a ponerse la mano como visera y oteó de nuevo los cerros calizos; en busca de tiempo para su próxima acometida. Él concentró la vista en la tierra blanca y la removió con el pie, sin querer pensar. Después se acarició la cicatriz. Sobre sus cabezas sonó la veleta oxidada cambiando de rumbo.

—No se me pasa por alto, Mauro, que usted también arrastra una historia oscura.

Ahogó un amago de risa bronca y amarga.

—¿Para eso me invitó anoche a cenar, para calibrarme?

—En parte. También he investigado por ahí.

—¿Y qué averiguó?

—Poca cosa, si le soy sincera. Pero lo suficiente como para plantearme algunas dudas.

—¿Acerca de qué?

—De usted y sus razones. Qué hace, por ejemplo, un próspero minero de la plata mexicana tan lejos de sus intereses, arreglando con sus propias manos las tejas de un caserón desolado en este confín del mundo.

En la garganta se le cuajó ahora otra carcajada áspera.

—¿Mandó a alguien a vigilarme de cerca?

—Naturalmente —reconoció arreglándose los bajos de la falda para que se llenaran lo menos posible de polvo. O quizá simulaba que lo hacía—. Por eso me consta que está dispuesto a vivir hecho un salvaje, sin muebles y entre goteras, hasta que logre vender a la desesperada unas propiedades por las cuales nunca llegó a pagar un simple real.

Maldito notario, dónde y por qué te fuiste de la lengua, Senén Blanco, farfulló sin palabras. O maldito escribiente del notario, pensó recordando a Angulo, el untuoso empleado que lo llevó al caserón de la Tornería por primera vez. Se esforzó, no obstante, para que su voz sonara serena.

—Disculpe mi franqueza, señora Claydon, pero creo que mis cuestiones personales no son de su incumbencia.

A fin de restablecer la distancia, había vuelto a llamarla por el nombre de casada. Cuando ella despegó los ojos del horizonte y se volvió de nuevo, en su gesto percibió una firme lucidez.

—Aún estoy asimilando que ya no nos queda ni una mala piedra, ni una simple bota, ni un triste sarmiento de lo que fue nuestro gran patrimonio familiar. Permítame al menos el legítimo derecho de la curiosidad: que haya indagado para saber quién es en realidad el hombre que se ha quedado con todo lo que un día tuvimos y creímos ilusamente que seríamos capaces de retener. En cualquier caso, le ruego que no se tome mis pesquisas como una invasión gratuita en sus asuntos privados. También le sigo de cerca egoístamente porque le necesito.

—¿Por qué a mí? No me conoce, tendrá otros amigos, supongo. Alguien más cercano, más de fiar.

—Podría decirle que me mueve una razón sentimental: ahora tiene usted en sus manos el legado de los Montalvo, y eso establece necesariamente un vínculo entre nosotros y le convierte de alguna manera en el heredero de Luis. ¿Le convence?

—Preferiría una explicación más creíble, si no es mucho pedir.

Se levantó una ráfaga de aire. La tierra calcárea se removió alzando polvo blanco y los mechones sueltos del pelo de la esposa del wine merchant inglés se volvieron a despegar. La segunda razón, la auténtica, se la dio sin mirarle, con las pupilas concentradas en las viñas, o en el cielo inmenso, o en el vacío.

—¿Y si le digo que lo hago porque estoy desesperada y usted ha aparecido como caído del cielo en el momento más oportuno? ¿Porque me consta que usted se desvanecerá en cuanto cambien las tornas y así, cuando los vientos vuelvan a soplarme en contra, difícilmente podrán seguirle el rastro?

Un indiano huidizo, una sombra fugaz, pensó con un azote de amargura. En eso te ha convertido el pinche destino, compadre. En una mera percha en la que poder colgar el nombre de un muerto o presta para que se aferre cualquier mujer hermosa dispuesta a ocultar a un marido sus deslealtades.

Ajena a esas reflexiones y dispuesta al menos a hacerse oír, ella continuó relatando sus planes.

—Se trataría tan sólo de hacerse pasar momentáneamente por mi primo ante un abogado londinense que no habla español.

—Eso no es una simple pantomima, y usted lo sabe igual que yo. Eso, aquí en España, en su Inglaterra o en las Américas, es un fraude con todas las de la ley.

—Tan sólo tendría que mostrarse cortés, quizá invitarle a una copita de amontillado, dejarle que verifique que usted es quien asegura ser y responder afirmativamente cuando pregunte.

—Cuando pregunte ¿qué?

—Si a lo largo de los últimos meses realizó una serie de transacciones con Edward Claydon. Unos traspasos de acciones y propiedades.

—¿Y de verdad los realizó su primo?

—La realidad es que lo hice todo yo. Falsifiqué los documentos, las cuentas y las firmas de los dos: la de Luis y la de mi marido. Después, una parte de esas acciones y propiedades las transferí a mis propias hijas. Otras, en cambio, siguen a nombre de mi difunto primo.

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