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Authors: María Dueñas

La Templanza (11 page)

BOOK: La Templanza
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—Lo entiendo, lo entiendo, don Mauro.

Volvió a acariciarle la mejilla.

—No es preciso que me sigas llamando don Mauro. Ni de usted.

Ella apretó los labios una vez más, y con un movimiento de la barbilla vino a decir sí. Él comenzó entonces a bajar la escalera. Ya sin cautela, ansioso por respirar el aire fresco de la madrugada.

A punto de llegar a la calle, la oyó llamarle. Se detuvo, se giró. Fausta comenzó a descender en su busca, trotando casi, a oscuras. Qué cuernos querrás ahora, mujer.

—Duerme tranquilo, mi estimado Mauro, y ten por seguro que voy a conseguirte las llaves del archivo —le dijo con la respiración entrecortada.

Le agarró entonces una de sus manos machacadas por las minas y la vida, se la llevó abierta hasta el corazón. Pero él no notó pálpitos ni latidos, tan sólo un pecho blando, desprovisto de cualquier recuerdo de la turgencia que quizá tuvo algún día. Después ella puso sus propias manos encima y apretó levemente.

Se alzó entonces de puntillas, se le acercó al oído.

—Ve pensando en qué harás, a cambio, tú por mí.

9

      

—Muy buen día nos dé Dios, consuegro. Espero no haberte despertado con mi reclamo.

—En absoluto, querida condesa. Suelo ser bastante madrugador.

Apenas había logrado un par de horas de sueño. Tardó en dormirse tras el regreso y al alba ya estaba despierto, con los brazos desnudos cruzados sobre la almohada, la cabeza apoyada en ellos y los ojos fijos en ningún sitio mientras en su cerebro se amontonaban recuerdos y sensaciones. Perros que ladraban en la alborada, chocolate derramado por el suelo, Nico siempre imprevisible, el rostro sin gracia de Fausta Calleja, el contorno de una isla antillana, un niño sin nacer.

No fue por tanto Santos Huesos quien lo sacó del sueño cuando entró antes de las ocho.

—La señora mamá política de la niña Mariana manda aviso de que quiere verle, patrón. En su casa de Capuchinas a la mayor prontitud.

Llegó hacia las nueve, cuando las criadas andaban prestas a vaciar los orinales y en el aire sonaba el repique de campanas de las iglesias vecinas.

Alta y flaca hasta el borde de lo cadavérico, con su espeso cabello blanco peinado con un inmenso esmero, Úrsula Hernández de Soto y Villalobos lo recibió en su gabinete vestida de encaje negro, con un camafeo al cuello, perlas de pera en los lóbulos y un monóculo colgado de una cadena de oro sobre el pecho seco como un tasajo.

—¿Ya desayunaste, querido? Yo acabo nomás de tomarme mi atole, pero ahorita mismo pido que nos suban más.

Rechazó el ofrecimiento aludiendo a un suculento desayuno que en realidad no probó. Apenas había bebido un poco de café, tenía el estómago cerrado como un puño.

—La edad me hace dormir cada vez menos —continuó la condesa—, y eso es bueno para muchas cosas. A esta hora en que las jovencitas andan todavía en brazos de Morfeo, yo ya asistí a misa, liquidé unas cuantas facturas y te hice venir. Y supongo que te estarás preguntando para qué.

—Ciertamente; sobre todo considerando que apenas hace unas horas que nos despedimos.

Siempre la trató con exquisita cortesía y una actitud complaciente, pero jamás consintió sentirse inferior en su presencia. Nunca se había amedrentado ante el carácter y el abolengo de la viuda del ilustre Bruno de la Garza y Roel, heredera por derecho propio del título nobiliario que el rey Carlos III concediera un siglo atrás a su abuelo a cambio de unos cuantos miles de pesos fuertes. Un título, como todos los otorgados durante el virreinato, que fue abolido de un plumazo por las leyes de la nueva República mexicana tras la independencia y que ella, aun consciente de su nula vigencia, se resistía con uñas y dientes a dejar de usar.

—Así que aquí me tienes —añadió acomodándose en una butaca—, dispuesto a escucharte.

Como si quisiera prepararse para añadir una dosis de solemnidad a sus palabras, antes de comenzar a hablar, la anciana carraspeó y comprobó con sus dedos como sarmientos que el camafeo estaba colocado en el sitio correcto. A su espalda, un gran tapiz de Flandes reproducía una abigarrada escena bélica con multitud de armas entrelazadas, soldados barbudos llenos de arrojo y unos cuantos moros degollados. Sobre el resto de las paredes, retratos al óleo de sus ancestros: imponentes militares condecorados y regias damas de abolengo caduco.

—Sabes que te aprecio, Mauro —dijo al cabo—. A pesar de nuestras distancias, tú bien sabes que te aprecio. Y te respeto, además, porque perteneces a la estirpe de aquellos grandiosos mineros de la Nueva España que arrancaron el desarrollo de la economía de esta nación en tiempos de la colonia. Sus inmensos caudales sirvieron para impulsar la industria y el comercio, dieron de comer a miles de familias y levantaron palacios y pueblos, asilos, hospitales y multitud de obras de caridad.

Adónde querrás llegar, bruja, con semejante perorata, pensó él para sus adentros. Pero la dejó explayarse en sus añejas evocaciones.

—Eres listo como lo fueron tus predecesores, aunque, a diferencia de ellos, no seas demasiado dado a las obras pías ni se te vea por las iglesias más que lo justitito.

—Yo no tengo fe más que en mí mismo, mi querida Úrsula, y hasta estoy empezando a perderla. Si la tuviera en Dios, nunca habría entrado en este negocio.

—Y, al igual que ellos, eres tenaz y ambicioso también —continuó haciendo oídos sordos a su herejía—. Nunca me cupo la menor duda, desde el día en que te conocí. Por eso entiendo perfectamente tu decisión de irte. Y la aplaudo. Pero para mí que anoche no nos contaste toda la verdad.

Recibió el envite simulando no inmutarse. Con las piernas cruzadas dentro de un excelente traje de paño de Manchester, a la altura de su tono. Pero los intestinos se le contrajeron como atados por un nudo. Se había enterado. Su consuegra se había enterado de su hecatombe. De alguna manera, en algún sitio, alguien levantó un tapón. Tal vez algún criado indiscreto oyó algo, tal vez algún contacto de Andrade se fue de la lengua. La chingada madre que los parió.

—Yo sé que tú no te vas de México por las tensiones intestinas de este loco país, ni porque la minería de la plata esté de capa caída. Hasta la fecha, muy buenos réditos te dio, y los pozos no se secan en dos días; eso lo sé hasta yo. Tú te vas por una razón muy distinta.

Mariana sería objeto de miradas insolentes cada vez que pisara la calle, Nico nunca sentaría la cabeza y se convertiría en un patético hazmerreír cuando se anularan sus capitulaciones matrimoniales; el derrumbe de la familia iba a convertirse en un suculento tema de conversación en todas las buenas casas y en todos los corrillos y en todos los cafés. Hasta los fieros soldados del tapiz de Flandes parecían haber dejado momentáneamente su contienda contra los infieles para volver la vista hacia él, con las espadas en alto y los ojos cargados de chanza. Así que te hundiste, gachupín, parecían decirle.

De alguna víscera remota sacó un poso de aplomo.

—Desconozco a qué razón te refieres, mi estimada consuegra.

—Tu propia hija me puso sobre la pista.

Frunció las cejas en un gesto que entremezclaba la incredulidad con la interrogación. Imposible. De ninguna de las maneras. Imposible que Mariana le hubiera confesado a su suegra aquello que él a toda costa pretendía ocultar. Jamás lo traicionaría de esa manera. Y tampoco era ninguna incauta como para que algo tan serio se le hubiera escapado de la boca en un descuido.

—Anoche, cuando volvíamos en mi carruaje, y de eso fue testigo tu apoderado, ella dijo algo que me dio que pensar. Me recordó que, a pesar de los largos años que llevas avecindado a este lado del océano, tú sigues siendo puritito ciudadano español.

Cierto. A pesar de su prolongada residencia en México, nunca había solicitado un cambio de nacionalidad. Por ninguna razón en concreto: ni alardeaba de su origen, ni ocultaba su condición. Tuviera pasaporte de un país u otro, todo el mundo sabía que era español de nacimiento, y no le importaba reconocerlo aun siendo consciente de que nada lo ataba ya a la patria lejana que le vio nacer.

—¿Y tú de verdad crees que eso tiene algo que ver con mis intenciones?

En su tono de voz había un punto incontrolado de agresividad, pero la anciana no se alteró.

—Mucho. Tú sabes igual que yo que Juárez suspendió el pago de la deuda exterior, y eso afecta a España. A Francia e Inglaterra también, pero sobre todo a España.

—Pero esa deuda a mí en nada me incumbe, como supondrás.

—No, la mera deuda en nada te concierne, tienes razón. Pero sí quizá lo hagan las consecuencias de su impago. En respuesta a la decisión de Juárez, tengo oído decir que no sería descabellado que España tomara medidas: que hubiera algún tipo de represalia, incluso que la madre patria llegara a plantearse invadir su antiguo virreinato otra vez. Que pretendiera reconquistarlo.

La interrumpió contundente:

—Úrsula, por todos los santos, pero ¿cómo se te ocurre semejante barbaridad?

—Y, como consecuencia —prosiguió la condesa imparable alzando la mano con un gesto que le exigía paciencia y atención—, ello tal vez llevaría a estos demonios de liberales que tenemos por Gobierno a reaccionar de manera agresiva contra ustedes, los súbditos españoles que residen acá. Ya se hizo otras veces: hasta tres órdenes de expulsión hubo contra los gachupines, que los pusieron a todos fueritita de las fronteras en cuatro días. Yo misma vi cómo se desmembraban familias enteras, cómo se hundían patrimonios…

—Aquello fue hace más de treinta años, antes de que España aceptara de una vez por todas la independencia. Mucho antes de que yo llegara a México, desde luego.

Así habían sido las cosas, en efecto. Una sangrienta guerra de independencia y largos años de obcecación necesitó la Corona española para reconocer a la nueva nación mexicana: los transcurridos entre el grito de Dolores del padre Hidalgo hasta el Tratado de Paz y Amistad de 1836. A partir de entonces, sin embargo, se estableció una política de reconciliación entre la vieja metrópoli y la joven República a fin de superar aquella eterna desconfianza mutua que desde el principio de la colonia se dio entre criollos y peninsulares. Para los criollos, los españoles fueron durante siglos un hatajo de fanfarrones avariciosos, orgullosos y opresores, que venían a robarles sus riquezas y sus tierras. Para los españoles, los criollos eran inferiores por el simple hecho de haber nacido en América, tendían a la pereza y a la inconstancia, a una desmedida prodigalidad y al gusto exagerado por el ocio y el deleite. Y, sin embargo, como hermanos que a la postre eran, a lo largo de los tiempos convivieron puerta con puerta, se enamoraron entre ellos, celebraron infinitos casamientos, parieron miles de hijos comunes, se lloraron en sus muertes y filtraron sin remedio en la existencia de unos y otros rasgos contagiados de identidad.

—Todo puede volver, Mauro —insistió ella con aspereza—. Todo. Ítem más, ojalá fuera así. Ojalá regresara el viejo orden y volviéramos a ser un virreinato.

Por fin se le destensaron los músculos que tenía agarrotados; la carcajada que soltó a continuación expulsó el puro alivio que sentía.

—Úrsula, eres una inmensa nostálgica.

Cada vez que la anciana desempolvaba sus memorias de los pretéritos tiempos de la colonia, todos a su alrededor se echaban a temblar. Por su manera obstinada de ver las cosas y su reiterada cerrazón. Y porque podía pasarse horas hurgando en un mundo que para los mexicanos hacía ya cincuenta años que había dejado de existir. Pero en ese momento a él no le habría importado que hubiera seguido entonando loas a los sueños imperiales hasta hartarse. Él estaba a salvo, y eso era lo fundamental. Limpio. Ileso. Ella nada sabía de su debacle. Ni siquiera la intuía, falsamente convencida de que su afán por irse obedecía a un supuesto salto hacia delante para escapar de una hipotética medida política que probablemente nunca llegaría a tornarse realidad.

—Te equivocas, consuegro.

Agarró entonces con una mano huesuda su tabaquera de oro y pedrería, él le acercó un fósforo.

—Yo no soy ninguna melancólica —prosiguió tras expulsar el humo por una comisura de la boca—, aunque admito que soy una señora de otro tiempo y que no me gusta en absoluto este que nos está tocando vivir. Por lo demás, soy una persona del todo práctica, sobre todo en asuntos de dineros. Ya sabes que, desde que murió mi marido hace treinta y dos años, de las haciendas pulqueras de la familia en Tlalpan y Xochimilco me encargo yo.

Claro que lo sabía. De no haber sido consciente de que las finanzas de la condesa andaban bien saneadas y de no haber conocido de antemano el robusto estado de sus fincas de maguey en el campo y de sus pulquerías en la capital, él no habría aceptado de tan buen grado el casamiento de Mariana con su hijo Alonso. Y ella lo sabía también. Ambos ganaron con aquel matrimonio, de eso tenían plena conciencia los dos.

—Por eso —continuó— he tomado la decisión de pedirte un favor.

—Todo lo que esté en mi mano, como siempre…

—Quiero que te lleves un pellizco de mis capitales contigo a Cuba. Que los inviertas allá.

La brusquedad de su tono fue patente.

—De ninguna de las maneras.

Ella fingió no oírle.

—Que donde pongas tu dinero, pongas también el mío —insistió contundente—. Confío en ti.

En aquel preciso momento, justo cuando él iba a enfatizar categóricamente su negativa, llegó Mariana: con su vientre pronunciado envuelto en un túnico de gasa y el cabello a medio recoger, con un cierto desaliño doméstico que realzaba su gracia natural. Con cara de sueño.

—Acabo de despertarme; me dijeron que andaban platicando desde temprano. Buenos días a los dos, bendición.

—Nomás le di las nuevas —la interrumpió su suegra.

Depositó un beso etéreo en la mejilla de su padre.

—Una idea formidable, ¿verdad? Nuestras familias unidas en una empresa común.

Después se dejó caer con languidez sobre un diván de terciopelo granate mientras él la miraba desconcertado.

—En Cuba vas a ser un privilegiado —prosiguió la condesa—. La isla continúa siendo parte de la Corona y a ti, como natural español, se te van a abrir multitud de puertas.

—No es una buena idea llevarme tu dinero, Úrsula —volvió a rechazar contundente—. Te agradezco tu confianza, pero es demasiada responsabilidad. Quizá cuando tenga algo más consolidado.

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