—¿Ha venido tu enamorado? —preguntaba algunas veces a Gervasia para hacerla rabiar—. No se le ve en ningún sitio, será preciso que vaya a buscarle.
Ni que decir tiene que el enamorado era Goujet. Desde luego, éste evitaba, visitar a Gervasia muy a menudo por temor de estorbar y dar lugar a habladurías. De todas maneras siempre buscaba algún pretexto para llevar la ropa y pasar veinte veces por la acera. Había un rincón, allá en el fondo de la tienda, donde le gustaba permanecer horas enteras, sentado, sin moverse, fumando su corta pipa. Por la noche, después de cenar, se arriesgaba a instalarse allí una vez cada diez días; no era muy hablador, lo único que hacía era permanecer con la boca cerrada, los ojos sobre Gervasia, sacando solamente su pipa de la boca para reír con cuanto ella decía. Los sábados que había que velar, parecía olvidarse de todo, más divertido que si hubiera ido a un espectáculo. A veces las obreras planchaban hasta las tres de la madrugada. Una lámpara pendía del techo colgada de un alambre y proyectaba una viva claridad, que daba a las ropas blandas blancuras de nieve. La aprendiza cerraba las maderas de la tienda, pero como las noches de julio eran abrasadoras, se dejaba abierta la puerta de la calle. A medida que la hora avanzaba las obreras se aligeraban de ropa para estar más a gusto. Tenían fino el cutis, dorado a la luz de la lámpara. Gervasia, sobre todo, que se había puesto gruesa, tenía los hombros redondos, relucientes como seda, con un pliegue de niña en el cuello que Goujet, de tanto mirarlo, podría dibujarlo de memoria. Invadido por el ambiente, por el terrible calor del hornillo, por el olor que despedían las telas humeando bajo las planchas; poco a poco le hacían caer en un ligero aturdimiento: el pensamiento entorpecido, los ojos ocupados por estas mujeres que se apresuraban, balanceando sus brazos desnudos y pasándose la noche en claro para endomingar al barrio. Alrededor de la tienda, las casas vecinas se adormecían en el gran silencio de la noche. Daban las doce, después la una, luego las dos. Los coches y los transeúntes se habían retirado. En la desierta y negra noche la puerta de la tienda dejaba ver un rayo de luz, semejante a un jirón de tela amarilla extendido en el suelo. A veces sonaban a lo lejos unos pasos, un hombre se acercaba al atravesar por el rayo de luz, alargaba la cabeza, sorprendido de los planchazos que oía, llevándose la visión de las obreras despechugadas en una atmósfera rojiza.
Goujet, viendo a Gervasia preocupada por Esteban y queriendo librarle de los puntapiés de Coupeau, se lo había llevado para que moviese el fuelle en su fábrica de pasadores. El oficio de clavero, si no tenía nada seductor en sí mismo a causa de la suciedad de la fragua y del aburrimiento de golpear siempre sobre los mismos pedazos de hierro, era un oficio lucrativo, en el que se ganaban diez y doce francos por día. El muchacho, que contaba entonces doce años, podía aprenderlo en seguida, si le agradaba. De este modo Esteban llegó a constituir una cadena entre la planchadora y el herrero. Este recogía al niño, y daba noticias de su buena conducta. Todo el mundo decía riendo a Gervasia que Goujet estaba enamorado de ella. Que de sobra lo sabía. Ella se ruborizaba como una colegiala, flor pudorosa que le hacía subir a las mejillas tonos vivos como los de las manzanas. ¡Pobre muchacho! No molestaba nunca, nunca le había hablado de eso; ni un gesto sucio, ni una palabra con doble intención. No abundaban muchos hombres como éste. Sin ella quererlo, experimentaba una gran alegría en ser amada así, como una virgen. Cuando tenía alguna pena o disgusto, pensaba en el herrero, y aquello la consolaba. Cuando se hallaban al lado el uno del otro, aunque estuvieran solos, no se sentían violentos, mirábanse sonriendo, cara a cara, sin decir lo que pensaban.
Era una ternura juiciosa que no les inducía a pensar en cosas deshonestas, porque valía más guardar su tranquilidad cuando, conservándola, se podía ser feliz.
Por aquel entonces Nana, hacia el fin del verano, revolucionó la casa. Contaba seis años y se anunciaba como una viciosa consumada. Su madre la llevaba todas las mañanas, para que no incomodara durante el día, a un pequeño colegio de la calle Polonceau, dirigido por la señora Josse. Allí se entretenía en prender por detrás los vestidos de sus compañeras, llenaba de ceniza la tabaquera de la maestra e inventaba además cosas tan sucias que no se podían explicar. Dos veces la señora Josse la puso en la calle, pero la volvió a admitir para no perder los seis francos mensuales. En cuanto salía de clase, Nana se vengaba de su encierro haciendo una vida de infierno en el zaguán y en el patio, donde las planchadoras, aturdidas con sus ruidos, la mandaban ir a jugar. Allí, se encontraba con Paulina, la hija de los Boches, y con el hijo de la antigua patrona de Gervasia, Víctor, un gran simplón de diez años, a quien le gustaba en extremo corretear en compañía de todas las chicuelas. La señora Fauconnier, que no se había indispuesto con los Coupeau, era la que enviaba allí a su hijo. Por lo demás, en la casa había gran abundancia de chiquillos, un verdadero enjambre, que bajaban y subían las cuatro escaleras a todas las horas del día, cayendo sobre el empedrado como gorriones vocingleros y ladrones. Solamente la señora Gaudron soltaba nueve, morenos y rubios, mal peinados, con las narices sucias, con los calzones hasta la garganta, las medias caídas sobre los zapatos, las chaquetillas rotas, enseñando su piel blanca bajo la suciedad. Otra mujer, repartidora de pan, que vivía en el quinto piso, tenía siete chiquillos; de todas las habitaciones salían a montones. Entre aquel ruido de ratoncillos de rosados hocicos lavados únicamente cuando llovía, los había de todos los tamaños y de todas las figuras: grandulones, delgaduchos, gruesos, barrigones ya como hombres, pequeñitos escapados de la cuna que casi no se podían tener en pie, andando a cuatro patas cuando querían correr. Nana reinaba sobre aquel montón de sapos. Ella era la señorita mandona con chicos mucho mayores que ella, dignándose solamente ceder un poco de su poderío a Paulina y a Víctor, dos confidentes íntimos que apoyaban siempre lo que ella quería. Esta despabilada chicuela hablaba constantemente de jugar a las mamás, desnudaba a los más pequeños para volverlos a vestir, quería registrar a los otros por todas partes, les daba vueltas y ejercía un fantástico despotismo de persona mayor y ya dada al vicio. Bajo su dirección se hacían los juegos más extravagantes. La pandilla chapoteaba en las aguas de color de la tintorería, saliendo de allí con las piernas teñidas de azul o rojo hasta las rodillas; después se introducían en la cerrajería donde robaban clavos y limaduras de hierro, y volvían a marchar para echarse sobre las virutas del carpintero, montones enormes que los divertían y en los cuales se revolcaban mostrando el trasero. El patio les pertenecía y retumbaba bajo el ruido de las zapatillas cuando corrían a la desbandada, con atronadores gritos, que aumentaban cada vez que la pandilla levantaba el vuelo. Había días que ni el patio les bastaba; entonces bajaban a los sótanos, volvían a subir, trepaban por las escaleras, enfilaban un corredor, volvían a bajar, tomaban otra escalera y luego otro corredor, y todo sin cansarse, durante horas enteras, gritando siempre y haciendo conmover a la casa gigantesca con un galope de animales dañinos salidos del fondo de todos los rincones.
—Son de la piel del diablo esos granujas —decía la señora Boche—. Verdaderamente es preciso que las gentes tengan poco en qué ocuparse para hacer tantos críos… ¡Y aun se quejan de que les falte el pan!
Boche decía que los muchachos crecen en la miseria como los hongos en el estercolero. La portera se pasaba el día entero gritando, y les amenazaba con la escoba. Tuvo que terminar por cerrar la puerta de los sótanos porque supo por Paulina, a la que largó un par de cachetes, que a Nana se le había ocurrido jugar a los médicos, allá abajo en la obscuridad; aquella viciosa ponía lavativas a las otras, valiéndose de un palo.
Una tarde hubo una escena desagradable. Aquello tenía que suceder. Ocurriósele a Nana un juego bien divertido; había robado del cuchitril del portero un zueco a la señora Boche. Atóle un bramante y se puso a arrastrarlo como si fuera un coche. Víctor tuvo la ocurrencia de llenarlo con mondas de patata. El cortejo se organizó. Nana marchaba la primera, tirando del zueco; Paulina y Víctor, uno a la derecha y otro a la izquierda. Después, seguía toda la caterva, los mayores primero, y luego los pequeños, dándose empujones; un pequeñín con enagüillas, no más alto que un zapato, llevando una chichonera, cerraba la marcha. La comitiva cantaba algo triste, con sus: «¡Oh!» y sus «¡Ah!». Nana había dicho que iban a jugar a un entierro; las mondas de patatas eran el difunto. Cuando hubieron dado la vuelta al patio se empezó de nuevo, pues encontraban aquello muy divertido.
—Pero, ¿qué estáis haciendo? —dijo la señora Boche, que salió de la garita para ver, siempre desconfiada y en acecho.
Y dándose cuenta gritó:
—¡Pero si es mi zueco! ¡Ah, grandísimos tunantes!
Distribuyó algunos cachetes, abofeteó a Nana en ambas mejillas y dio un puntapié a Paulina, aquella sosa que dejaba que cogieran el zueco de su madre. En aquel mismo momento Gervasia llenaba un cubo en la fuente; y cuando vio a Nana sangrando por la nariz, ahogándose en sollozos, por poco no se agarra el moño de la portera. ¿Es que se podía pegar a un niño como si fuera un buey? Se necesitaba no tener corazón, ser la última de las últimas. Como era natural, la señora Boche replicó. Cuando se tiene un hijo semejante, se le encierra con llave. Por último el mismo Boche apareció en el umbral de la puerta para decir a su mujer que se metiera dentro y no diera tantas explicaciones a esa suciedad. Aquello fue un escándalo mayúsculo.
La verdad es que desde hacía un mes no iban muy bien las cosas entre los Boche y los Coupeau. Gervasia, espléndida por naturaleza, les regalaba a cada momento botellas de vino, tazas de caldo, naranjas, y trozos de pastel. Una tarde les llevó a la portería una ensalada, verdura y remolacha, sabiendo que la portera se moría por ella; pero al día siguiente se quedó de una pieza al oír contar a la señorita Remanjou que la señora Boche había tirado la ensalada delante de todo el mundo, con ademán desdeñoso y diciendo que, a Dios gracias, no tenía necesidad de alimentarse con platos de segunda mesa. Desde aquel momento Gervasia cortó de raíz todos los obsequios: nada de vino, nada de tazas de caldo, nada de naranjas, nada de pedazos de pastel, nada de nada. ¡Había que ver la cara de los Boche! Les parecía que aquello era un robo que los Coupeau les hacían. Gervasia comprendía su falta; pues si ella no hubiera cometido la tontería de atiborrarles no estarían mal acostumbrados y serían amables. A causa de esto la portera decía de ella pestes. Al finalizar el alquiler de octubre le contó toda clase de chismes al señor Marescot, porque la planchadora, que se gastaba el dinero en golosinas, se había retrasado un día en pagar el alquiler; y hasta el señor Marescot, no muy galante por cierto, entró en la tienda, sin quitarse el sombrero, pidiendo su dinero, que sin decir nada le fue entregado. Como era natural, los Boche se acercaron a los Lorilleux. Ahora era con ellos con quien echaban traguitos en la portería entre las ternuras de la reconciliación. Nunca se habrían enfadado a no ser por esta Banban que era capaz de indisponer a las montañas. ¡Ah!, ahora sí que la conocían bien los Boche y comprendían cuánto debían sufrir los Lorilleux. Cuando Gervasia pasaba por la puerta se echaban a reír.
Sin embargo, Gervasia subió un día a casa de los Lorilleux. Se trataba de mamá Coupeau, que tenía ya sesenta y siete años. Se había quedado completamente ciega y sus piernas tampoco la obedecían. Por fuerza acababa de renunciar a su último medio de ganarse la vida y corría el riesgo de morirse de hambre si no se la socorría. Gervasia estimaba bochornoso que una mujer de esta edad, con tres hijos, fuese así abandonada por todos. Como Coupeau se negase a hablar a los Lorilleux, diciendo a Gervasia que podía hacerlo ella, ésta subió llena de indignación.
Una vez arriba entró sin llamar, como una tromba. Nada había cambiado desde la noche en que los Lorilleux, por primera vez, le dispensaron una acogida tan poco afectuosa. El mismo pedazo de lana desteñida separaba la habitación del taller. Un alojamiento a modo de cañón de escopeta, que parecía construido para una anguila. En el fondo, Lorilleux, inclinado sobre su mesa, unía uno a uno los eslabones de un pedazo de columna, mientras que la señora Lorilleux estiraba un hilo de oro en la hiladora, de pie delante del horno. La pequeña fragua, en pleno día, tomaba un reflejo color de rosa.
—Soy yo, ¿qué pasa? —dijo Gervasia—. ¿Os asombra porque estamos a matar? Yo no vengo aquí ni por vosotros ni por mí, como podéis figuraros… Es por mamá Coupeau. Vengo a ver si la vamos a dejar esperar un pedazo de pan de la caridad ajena.
—¡Vaya un principio! —murmuró la señora Lorilleux—. ¡Buen tupé se necesita!
Volvió la espalda, reanudando su tarea de estirar su hilo de oro y afectando ignorar la presencia de su cuñada. Pero Lorilleux había levantado su semblante macilento gritando:
—¿Qué dice usted?
Como habían oído perfectamente continuó:
—Siguen las habladurías, ¿no es eso? ¡Está bueno, mamá Coupeau llorando miserias en todos los sitios!… Pues antes de ayer ha comido aquí, y por nuestra parte hacemos cuanto podemos. Nosotros no tenemos el Perú: ahora que si va a chismear con los demás, puede quedarse con ellos, porque no queremos espías.
Continuó con el trozo de cadena, volvió la espalda a su vez, y añadió a regañadientes:
—Cuando todos den cinco francos por mes, nosotros daremos otro tanto.
Gervasia se había calmado, serenándose al contemplar las caras de los Lorilleux. Jamás había puesto los pies en aquella casa sin experimentar disgusto. Los ojos en tierra, sobre los rombos del pavimento donde caían las partículas de oro. Ella se expresaba ahora con un aire razonable. Mamá Coupeau tenía tres hijos: si cada uno daba cinco francos aquello no sería en total más que quince francos, lo que no era suficiente, no se podía vivir así. Cuando menos, había que triplicar la cantidad. Lorilleux ponía el grito en el cielo. ¿De dónde querían que sacase él quince francos al mes? La gente era muy graciosa, le creían rico, porque tenía oro en su casa. Después cargaba contra mamá Coupeau; no quería pasarse sin su café por la mañana, bebía sus copitas y tenía exigencias de capitalista. ¡Pardiez! A todo el mundo le gustaban comodidades; pero cuando no se había sabido ahorrar se hacía lo que los compañeros de fatigas, apretarse bien el vientre. ¿Es así o no? Por lo demás, mamá Coupeau no era tan vieja como para que no pudiese trabajar; bien claro veía cuando se trataba de pinchar un buen bocado en el fondo del plato: en fin, era una vieja marrullera que no quería más que mimos. Aunque tuviese los medios suficientes le seguiría pareciendo mal mantener a nadie en la vagancia.