Jamás Gervasia se había mostrado tan complaciente: era dulce como un cordero y buena como el pan. Prescindiendo de la señora Lorilleux, a la que en venganza llamaba Cola de Vaca, no odiaba a nadie, disculpaba a todo el mundo. En el ligero abandono de su conversación, cuando había almorzado bien y tomado su café, cedía a la necesidad de una indulgencia general. Su palabra era: «debemos perdonarnos unos a otros si no queremos vivir como salvajes». Cuando se le hablaba de su bondad se reía. «¡No faltaba más que hubiera sido mala!». Se defendía diciendo que no tenía ningún mérito el ser buena. Acaso su sueño, ¿no se había realizado? ¿Le quedaba alguna cosa más que ambicionar en la existencia? Recordaba su ideal de otro tiempo; cuando se encontraba tirada en la calle: trabajar, comer pan, tener un hueco para sí, educar a sus hijos, no ser maltratada, morir en su cama. Ahora su ideal se había sobrepasado; lo tenía todo, y aun más. En cuanto a morir en su cama, agregaba en tono de broma: «cuento con ello, pero lo más tarde posible, desde luego».
Sobre todo con Coupeau. Gervasia se mostraba siempre cariñosa. Ni una palabra más alta que otra, ni una queja detrás de su marido. El plomero había terminado por volver al trabajo; y como su taller estaba entonces al otro extremo de París, ella le daba todas las mañanas céntimos para su desayuno, la copita y el tabaco; sólo que él, dos días por semana, se paraba en el camino para beberse los cuarenta céntimos con un amigo, y volvía a casa a desayunar contando cualquier invento; hasta llegó a hacerlo en un lugar próximo a su casa, en «Capucin», en la barrera de la Chapelle, y convidó a Mes-Bottes y a otros tres a un estupendo banquete de caracoles, asado, y vino embotellado; pero como sus cuarenta céntimos no eran suficientes, envió por el mozo la cuenta a su mujer, advirtiéndole que le dijera que estaba detenido en la comisaría. Ella se echó a reír y alzó los hombros, «¿qué había de malo en que su hombre se distrajera un poco?». Era conveniente dejar a los hombres la rienda suelta si se quería vivir en paz en su casa; de palabra en palabra, podían llegar pronto a los golpes. ¡Dios mío! había que ser comprensiva. Coupeau padecía todavía de su pierna, además, se encontraba arrastrado y forzado a hacer lo que los otros, so pena de pasar por un salvaje. Por lo demás, aquello no tenía consecuencias; si volvía un tanto alegre, se echaba en la cama, y dos horas después todo había concluido.
Entretanto se echaron encima los fuertes calores. Una tarde de junio, un sábado en que el trabajo apremiaba, Gervasia había cargado de cok el hornillo, alrededor del cual se calentaban diez planchas. En aquella hora el sol caía a plomo sobre la fachada, la acera despedía el reflejo del sol, cuya luz daba de rechazo en el techo de la tienda; y este haz de luz azulada por el papel de los estantes y del escaparate daba por encima de la mesa un tono enceguecedor, como polvo de sol, tamizado a través de fino lienzo. Hacía una temperatura capaz de hacer estallar. La puerta de la calle la había dejado abierta, pero ni un soplo de viento penetraba; las piezas que se secaban colgadas de los alambres despedían vaho y se ponían tiesas como palos, en menos de tres cuartos de hora. Hacía un instante que bajo esta pesadez de horno reinaba un profundo silencio, en medio del cual sólo se oía el golpeteo de las planchas, ahogado por la gruesa colcha.
—¡Ah! —dijo Gervasia—. ¡Si no nos derretimos hoy!… ¡Se quitaría una hasta la camisa!
Se había puesto en cuclillas ante un barreño, para almidonar la ropa, en enaguas blancas, con la chambra remangada y los brazos al aire, el cuello desnudo, sonrosada y sudorosa con los mechoncitos rubios de sus cabellos despeinados y adheridos a la piel. Cuidadosamente remojaba, en el agua lechosa, gorros, pecheras de camisa de hombre, enaguas enteras y adornos de pantalones de mujer. En seguida retorcía cada pieza y las colocaba en el fondo de una cesta cuadrada, después de haber metido en un cubo la mano y haberla sacudido sobre las camisas y los pantalones que no estaban almidonados.
—Este canasto es para usted, señora Putois —dijo Gervasia—. Hay que aligerar el trabajo. Esto se va a secar en seguida y habrá que volver a empezar dentro de una hora.
La señora Putois, mujer de cuarenta y cinco años, flaca, pequeña; planchaba sin sudar una gota, envuelta en una vieja bata color marrón. Ni siquiera se había quitado la cofia, una cofia negra con cintas verdes tirando a amarillo. Permanencia tiesa, ante la mesa, demasiado alta para ella, con los codos levantados, moviendo la plancha con extraños gestos de marioneta. De repente exclamó:
—¡Oh, no, señorita Clemencia! Póngase su chambra. Ya sabe usted que no me gustan las indecencias. Una vez así, puede usted seguir enseñando lo que quiera. Ya hay tres hombres parados en frente.
Clemencia la trató de vieja ridícula, para sus adentros. Se asfixiaba y bien podía ponerse a sus anchas: todo el mundo tenía piel de yesca. Y además, ¿se le veía algo? Y levantaba sus brazos; su turgente seno de muchacha fuerte le hacía saltar la camisa, y sus hombros hacían crujir las cortas mangas. Clemencia no quería llegar a los treinta años sin aprovecharse de la vida; al día siguiente de una juerguecita, no veía ya ni donde pisaba, y daba cabezadas sobre la tarea, como si estuviera agotada. A pesar de ello, Gervasia no la despedía, porque no había otra oficiala capaz de planchar una camisa con el buen gusto que ella lo hacía. Estaba especializada en camisas de hombre.
—Esto es mío —acabó por declarar, dándose golpes en el pecho—, y ni muerde ni hace pupa a nadie.
—Clemencia, póngase su chambra —dijo Gervasia—. La señora Putois tiene razón, no es conveniente. Podrían tomar mi casa por lo que no es.
Clemencia se volvió a arreglar, refunfuñando: «¡Qué hipocresía! ¡Cómo si los que pasaban no hubieran visto nunca el pecho a una mujer!». Descargó su cólera sobre la aprendiza, aquella bizca de Agustina, que planchaba a su lado ropa lisa, medias y pañuelos; la empujó con el codo y la hizo tambalear. Pero Agustina, arisca, de una perversidad cazurra, por ser juguete de todos, como venganza le escupió por detrás en el vestido, sin que la vieran.
Gervasia acababa de empezar a planchar una cofia de la señora Boche y quería esmerarse. Había preparado almidón cocido para ponerla como nueva. Planchaba suavemente en el fondo de la cofia, con el polonés, que era un hierrecito redondo por los dos extremos, cuando entró una mujer huesuda, con la cara llena de manchas rojas y con las faldas empapadas de agua. Era una lavandera que tenía a su cargo tres obreras en el lavadero del barrio.
—Llega usted demasiado temprano, señora Bijard —dijo Gervasia—. Le había dicho que esta noche… Tan temprano me molesta bastante.
Pero como la lavandera se lamentaba por temor de no hacer la colada aquel mismo día, quiso entregarle la ropa sucia en seguida. Fueron a buscar los paquetes a la pieza de la izquierda donde dormía Esteban, y volvieron con brazadas enormes, que apilaron en el suelo, en el fondo de la tienda. El apartado duró más de media hora. Gervasia formaba montones a su alrededor, poniendo juntas las camisas de hombre, las de mujer, los pañuelos, los calcetines y los repasadores. Cuando alguna pieza de un nuevo cliente pasaba por sus manos, la marcaba con una cruz de hilo rojo para distinguirla. En aquel aire cálido, un olor nauseabundo subía de toda esta ropa sucia removida.
—¡Qué peste! —dijo Clemencia tapándose la nariz.
—¡Caramba!, si estuviera limpia no nos la darían —contestó tranquilamente Gervasia—. Cada casa huele a lo que es… Decíamos catorce camisas de mujer, ¿no es esto, señora Bijard?… Quince, diez y seis, diez y siete…
Continuó contando en alta voz; acostumbrada a la suciedad, no le causaba mayor molestia; metía sus brazos desnudos y sonrosados en medio de las camisas amarillas de sudor, en los trapos tiesos por la grasa de haber limpiado la vajilla, en los calcetines agujereados y podridos por el sudor. Con todo este penetrante olor, que subía a su cara inclinada sobre los montones de ropa, sentíase acometida de flojedad; se sentó en el borde de un taburete, encorvándose, y extendía las manos de derecha a izquierda lentamente, como si le agradase aquella fetidez humana, sonriendo vagamente y con los ojos húmedos. Parecía que sus primeros abandonos viniesen de esto, de la asfixia producida por la ropa vieja que envenenaba el aire a su alrededor.
Precisamente en el momento en que sacudía un pañal, que de sucio que estaba era imposible reconocerlo, entró Coupeau.
—¡Grandísimo pícaro! —tartamudeó—. ¡Qué solazo!… Parece que penetra en los sesos.
El plomero se sujetó a la mesa para no caerse al suelo. Era la primera vez que pescaba una borrachera semejante. Hasta entonces no había pasado de alegrarse un poco. Pero en esta ocasión venía con un chichón en el ojo, causado por alguna «amistosa» bofetada extraviada en cualquier altercado. Sus cabellos rizados, en los que ya peinaba canas, debían haber limpiado el polvo a algún rincón de cualquier tugurio, pues una tela de araña colgaba de uno de sus mechones sobre la nuca. Estaba tan bromista como siempre, con las facciones un tanto alteradas y envejecidas, y con la mandíbula inferior más saliente que de costumbre; pero siempre buen muchacho —como decía él mismo—, y con el cutis todavía bastante suave para dar envidia a una duquesa.
—Te voy a explicar —dijo, dirigiéndose a Gervasia—. Ha sido Pied-de-Céleri, ya le conoces tú, el que tiene una pata de palo… Como regresa a su país ha querido invitarnos… ¡Oh! Estábamos serenos, y si no hubiera sido por el sol…, en la calle la gente se pone enferma… ¡Caramba! Parece que el mundo hace eses…
Como Clemencia se riera de que hubiese visto la calle dando vueltas, él también, por su parte, se vio acometido de una gran alegría, que por poco lo ahoga. Gritaba: —¡Ah! ¡los santos borrachos!… ¡Qué graciosos son!…; pero la culpa no es de ellos, sino del sol.
Toda la tienda se reía, hasta la señora Putois, que no podía ver a los borrachos. La bizca Agustina se reía como una gallina, con la bocaza abierta casi ahogándose. Gervasia, entretanto, sospechaba que Coupeau no venía derecho, sino que había pasado un buen rato en casa de los Lorilleux, donde recibía malos consejos. Cuando le hubo jurado que no, echóse a reír a su vez, llena de indulgencia, sin reprocharle siquiera que hubiera perdido otro día de jornal.
—¡Cuántas tonterías, Dios mío! —dijo por lo bajo—. ¿Cómo se podrán decir bobadas semejantes?
En seguida expresó con acento maternal:
—Anda a acostarte. Como ves, estamos ocupadas; nos estorbas… Van treinta y dos pañuelos, señora Bijard, y, dos más, treinta y cuatro…
Pero Coupeau no tenía sueño. Se quedó allí contorneándose con movimientos de péndulo de reloj, riendo con aire bobo y testarudo. Gervasia, que quería quitarse de encima a la señora Bijard, llamó a Clemencia y le hizo contar la ropa, mientras ella la anotaba. A cada pieza, esta gran libertina, soltaba una palabrota, una obscenidad; enseñaba las miserias de los parroquianos, las aventuras de las alcobas, tenía bromas de taller, a propósito de cualquier agujero, y sobre todas las manchas que pasaban por su mano. Agustina hacía como si no entendiese, aguzando los oídos de muchachilla viciosa. La señora Putois se mordía los labios, encontrando esta tarea estúpida: hablar tales cosas delante de Coupeau. Un hombre no tiene por qué ver la ropa; es una de las operaciones que se evitan en todas las casas decentes. En cuanto a Gervasia, entregada a su quehacer, parecía no oír. Sin dejar de anotar, seguía las piezas con una mirada atenta para reconocerlas al pasar; y no se equivocaba nunca; acertaba el nombre de los dueños de cada una por el olor o por el color. Aquellas servilletas pertenecían a los Goujet; saltaba a la vista, se veía que no habían limpiado con ellas el culo de las sartenes. Aquella funda de almohada procedía ciertamente de los Boche, a causa de las manchas de crema que provenían, sin duda, de la pomada que usaba la señora y con la que embadurnaba toda su ropa. No había necesidad de ponerse en la nariz los chalecos de franela del señor Madinier para saber que eran suyos; empapaba la lana de sudor, por lo grueso que era. Y no ignoraba otras particularidades, secretos de limpieza de cada uno; los de todas las vecinas, que atravesaban la calle con falda de seda: el número de medias, pañuelos, camisas, que ensuciaban por semana, el modo como las personas rompían ciertas piezas, siempre por el mismo sitio. Estaba enterada de todo. Las camisas de la señorita Remanjou, por ejemplo, eran objeto de comentarios interminables. Se gastaban por la parte de arriba: la solterona debía tener los huesos de la espalda puntiagudos; y nunca estaban sucias, aunque las hubiese tenido puestas quince días, lo que probaba que a esa edad se está exactamente igual que un pedazo de leño, del que costaría trabajo extraer ningún jugo. En la tienda, cada vez que se hacía el recuento de ropa, se arrancaba la piel a todo el barrio de la Goutte-d'Or.
—¡Esto sí que es una golosina! —exclamó Clemencia deshaciendo un nuevo envoltorio.
Gervasia, acometida bruscamente por una gran repugnancia, retrocedió.
—El paquete de la señora Gaudron —dijo—. No quiero lavar más su ropa. Estoy buscando un pretexto… No es que yo ponga más dificultades que otra, pues yo he tocado ropa bien sucia en mi vida, pero con ésta no puedo: acabaría por ponerme enferma… ¿Qué hará esa mujer para ponerla de semejante manera?
Rogó a Clemencia que se diera prisa, pero la obrera continuaba sus observaciones, metía sus dedos en los agujeros, haciendo alusiones a las piezas que agitaba como banderas de la porquería triunfante. Entretanto, los montones habían llegado hasta cerca de Gervasia, la cual, sentada en el borde de un taburete, desaparecía entre las camisas y las enaguas: tenía ante ella las sábanas, pantalones, manteles, un revoltillo de suciedad; y en medio de aquella charca siempre en aumento, seguía con sus brazos y su cuello desnudo, con sus mechoncitos de cabellos rubios pegados a las sienes, más sonrosada y más lánguida. Recobraba su ademán repesado, su sonrisa de patrona atenta y cuidadosa, olvidándose de la ropa de la señora Gaudron, revolviendo con una mano en el montón para comprobar si había errores. La bizca Agustina, a quien encantaba echar paletadas de cok en el fogón, acababa de atestarlo de tal modo que las planchas estaban al rojo. El sol, con sus rayos oblicuos dando sobre la fachada, había puesto la tienda en llamas. Coupeau, a quien el extremado calor mareaba más, se sintió poseído de una repentina ternura, y adelantándose hacia Gervasia, con los brazos abiertos y muy conmovido, dijo: