La tienda debía quedar lista en cuatro días. Los trabajos duraron tres semanas. Al principio se había hablado nada más que de lavar las pinturas con lejía. Pero aquéllas, que antiguamente fueron de color de vino, estaban tan sucias y tan tristes que Gervasia se dejó arrastrar para hacerlo pintar todo en azul claro con filetes amarillos. De esta manera las reparaciones se eternizaron. Coupeau, que no trabajaba aún, llegaba desde por la mañana para ver si aquello iba adelante. Boche se quitaba la levita y el pantalón y venía por su parte también a vigilar a los demás. Ambos, de pie, enfrente de los obreros, con las manos en la espalda, fumando y escupiendo, se pasaban el día opinando sobre cada pincelada. Por un solo clavo que hubiera que arrancar hacían reflexiones interminables y divagaciones profundas. Los pintores, dos muchachos de buen humor, abandonaban a cada instante las escaleras, plantándose ellos también en medio de la tienda, mezclándose en la discusión y estando sin trabajar durante horas, mirando la tarea comenzada. El techo se encontró embadurnado bastante rápidamente. Era con la pintura con lo que no había manera de acabar; no se secaba nunca. Hacia las nueve, los pintores venían con sus tarros de color, los ponían en un rincón, echaban una ojeada y desaparecían para no volvérseles a ver el pelo. Se habían ido a desayunar, o bien habían tenido que acabar una chapuza al lado, calle Myrrha. Otras veces, Coupeau llevaba a todos a beber una copita. Boche, los pintores y los camaradas que encontraba; era otra tarde echada a perder. A Gervasia se le quemaba la sangre. Precipitadamente, en dos días, todo quedó terminado, las pintaras barnizadas, el papel pegado, y las basuras echadas al carro. Los obreros habían embetunado aquello como jugueteando, silbando en sus escaleras y cantando hasta dejar sordo al barrio.
La mudanza tuvo lugar en seguida. Gervasia, en los primeros días, sentía alegrías infantiles cuando atravesaba la calle, de vuelta de algún encargo. Detenía el paso, y se sonreía mirando a su casa. Desde lejos, en medio de la negra fila de las otras fachadas, su tienda le parecía clara, como una alegría nueva, con su rótulo azul claro donde se leía: «Planchadora de fino», en grandes letras amarillas. En la vitrina cerrada en el fondo con cortinas de muselina, tapizadas de papel azul para hacer resaltar la blancura de la tela, se veían de muestra camisas de hombre y cofias de mujer colgadas de los alambres, con las cintas anudadas. Su tienda le parecía preciosa, color de cielo. Dentro, continuaba el tono azul; el papel que imitaba un persa pompadour, representaba un emparrado donde se entrelazaban campanillas; el banco, una inmensa madera que ocupaba las dos terceras partes de la pieza, cubierto con una gruesa colcha orlada con una falda de cretona, con grandes ramos azulados que ocultaban la madera. Gervasia se sentaba en un taburete, respiraba con satisfacción, feliz en tanta limpieza, acariciando con sus ojos todo su tesoro. Pero su primera, mirada se dirigía siempre a su fogón, estufa de hierro fundido, donde se podrían calentar diez planchas a la vez, colocadas en torno de él, sobre placas inclinadas. Se ponía de rodillas y miraba con un miedo constante, no fuera a ser que su zafia aprendiza hiciese estallar la estufa por echar demasiado cok.
Detrás de la tienda, la habitación tenía mejores condiciones. Los Coupeau dormían en el primer cuarto, donde cocinaban y comían; una puerta, en el fondo, daba al patio de la casa. La cama de Nana se encontraba en la habitación de la derecha, un gran gabinete, que recibía durante el día la luz por una claraboya redonda, colocada cerca del techo. En cuanto a Esteban, compartía el cuarto de la izquierda con la ropa sucia, en la cual se amontonaban siempre grandes cantidades por el suelo. Sin embargo, había un inconveniente: los Coupeau no quisieron verlo en un principio; los muros rezumaban humedad, y desde las tres de la tarde no se veía nada.
La nueva tienda produjo en el barrio una gran emoción. Acusaban a los Coupeau de ir demasiado rápido y de darse tono. En efecto, habían gastado los quinientos francos de Goujet en la instalación, sin guardar ni siquiera para sostenerse una quincena como habían calculado anteriormente. La mañana en que Gervasia abrió sus puertas por primera vez, tenía por todo capital seis francos en su bolsillo. Pero esto no le daba apuro, los parroquianos iban llegando, y sus asuntos se presentaban bastante bien. Ocho días más tarde, el sábado, antes de acostarse, se quedó dos horas haciendo cuentas sobre un pedazo de papel; despertó a Coupeau con el rostro resplandeciente, para decirle que había grandes cantidades a ganar, si eran razonables.
—¡Muy bonito! —exclamaba la señora Lorilleux en toda la calle de la Goutte-d'Or—. ¡El idiota de mi hermano lo ve todo color de rosa!… No le faltaba más a la Banban que hacerse la carrera… Bien le está, ¿no es cierto?
Los Lorilleux habían declarado la guerra a Gervasia. En primer lugar, mientras se hacían las reparaciones de la tienda, les faltó poco para morirse de rabia; con sólo ver a los pintores, desde lejos, cambiaban de acera y subían a su casa renegando. Una tienda pintada de azul para aquella doña nadie…, a menos que fuera para sacar el jugo a la gente honrada… Así fue que desde el segundo día, como la aprendiza hubiese vaciado un cubo de almidón en el preciso momento en que la señora Lorilleux salía de casa, empezó a dar voces, acusando a su cuñada de azuzar a sus obreras contra ella. Las relaciones quedaron rotas, no cruzándose entre ellos más que miradas terribles, cuando se encontraban.
—¡Bonita vida! —repetía la señora Lorilleux—. ¡Ya se sabe de dónde procede el dinero de su barraca! Lo ha ganado con el herrero… ¡Buenos estaban también esos! ¿No se había cortado el padre la cabeza con un cuchillo para quitar trabajo a la guillotina? ¡Cuánta porquería!
Le acusaba descaradamente a Gervasia de acostarse con Goujet. Mentía, pretendiendo haberle sorprendido una noche juntos, en un banco del bulevar exterior. La idea de estas relaciones, los placeres que debía gustar su cuñada, la excitaban más, en su honestidad de mujer fea. Día tras día el grito de su corazón le subía a los labios:
—Pero, ¿qué tiene de extraordinario esta lisiada para hacerse amar? ¿Por qué no gusto yo?
Originaba chismes interminables con la vecindad. Contaba toda la historia. ¡Vamos, el día del casamiento hubiera engañado a cualquiera! ¡Oh!, pero ella tenía la nariz muy larga y olía ya en qué iba a acabar aquello. Después, la Banban se había presentado tan dulce, tan hipócrita, que ella y su marido, por consideración a Coupeau, consintieron en ser padrinos de Nana, aunque les había costado un ojo de la cara un bautizo como aquél. Pero ahora vean ustedes; la Banban podría encontrarse con el agua al cuello y tener necesidad de ayuda, que no sería ella quien se la prestara. No le gustaban las insolentes, las pícaras ni las desvergonzadas. En cuanto a Nana, siempre sería bien recibida si subiera a visitar a sus padrinos. ¡Qué culpa tenía la pequeña! No tenía nada que ver con las malas acciones de la madre. En cuanto a Coupeau, no necesitaba consejos; en su lugar, otro cualquiera habría propinado a su mujer unas duchas y unos azotes; en fin, allá él, únicamente le pedían que exigiese el debido respeto a la familia. ¡Ira de Dios! Si su marido llega a encontrar a la señora Lorilleux en flagrante delito, las cosas no hubieran quedado tan tranquilas, le habría hundido las tijeras en el mismísimo vientre.
Sin embargo, los Boche, jueces severos de las querellas de la casa, no daban la razón a los Lorilleux. Sin duda, los Lorilleux eran gente corriente, tranquila, que trabajaba todo el santo día y que pagaban sus alquileres con puntualidad, pero, francamente, la envidia los cegaba. A esto había que añadir que eran muy apegados al dinero. Que llegaban a esconder la botella del vino cuando se subía, para no verse obligados a ofrecer un vaso: eran gente sucia. Un día, Gervasia acababa de invitar a los Boche a tomar una grosella con agua de seltz, y se la bebían en la portería, cuando acertó a pasar la señora Lorilleux, muy estirada y haciendo como que escupía en la puerta de los porteros. A partir de aquel día, todos los sábados, la señora Boche al barrer las escaleras y los pasillos, dejaba la basura ante el mismo umbral de los Lorilleux.
—¡Atiza! —exclamaba la señora Lorilleux—. ¡La Banban los infla a esos glotones! ¡Ah! ¡Todos son unos!… Pero que no me tienten, porque iré a quejarme al propietario. Ayer, sin más, vi a ese cazurro de Boche restregándose contra las faldas de la señora Gaudron. ¡Atreverse con una mujer de esa edad, con una docena de hijos!… ¡Marranería pura!… Una porquería más, y aviso a la señora Boche para que arme un escándalo a su hombre… ¡Pues no se reiría poco la gente!
Mamá Coupeau visitaba a las dos familias, que llegaban a hacerla prolongar sus visitas invitándola a comer, y escuchaba con complacencia una tarde a cada una.
La señora Lerat no había vuelto a casa de los Coupeau porque habían tenido una agarrada con motivo de un zuavo que había cortado la nariz a su querida, con una navaja de afeitar; defendía al zuavo diciendo que el navajazo era prueba de cariño, sin alegar razón alguna. Y había exasperado en mayor grado las iras de la señora Lorilleux, afirmándole que la Banban, en sus conversaciones, delante de quince o veinte personas, la llamaba Cola de Vaca sin el menor reparo. ¡Santo Dios! Era cierto: los Boche, los vecinos, todos la llamaban ahora Cola de Vaca.
En medio de tanto barullo, Gervasia, tranquila, sonriente, en el umbral de su tienda, saludaba a sus amigos con una inclinación de cabeza. Le agradaba asomarse de vez en cuando, entre dos planchadas, para sonreír a la calle, con la satisfacción de quien se sabe poseedora de un trozo de acera. La calle de la Goutte-d'Or le pertenecía; y las calles contiguas y el barrio entero. Cuando sacaba la cabeza en chambra blanca, los brazos al aire, y los cabellos rubios alborotados por el calor del trabajo, lanzaba miradas a derecha y a izquierda y a los dos extremos, para abarcar de un solo golpe a los transeúntes, al cielo y a la tierra; a la izquierda, la calle de la Goutte-d'Or se prolongaba apacible, desierta, como un rincón de pueblo, donde las mujeres hablaban quedo en sus puertas; a la derecha, a pocos pasos, la calle Poissonniers, presentaba una barahúnda de carruajes, un continuo ruido de pasos de los transeúntes que refluía y hacía de este rincón una encrucijada de sabor popular. A Gervasia le gustaba la calle, los tumbos de los carros en los baches del empedrado, los empujones de la gente a lo largo de las estrechas aceras, interrumpidas por grandes piedras desniveladas; los tres metros de arroyo delante de su puerta, tomaban una importancia enorme. Era un ancho río, que quería mantener muy limpio, un río extraño y con vida, cuyas aguas coloreaba caprichosamente con los tonos más delicados, en medio del negro lodo, la tintorería de la casa.
Luego se interesaba por las tiendas, un importante almacén, con su escaparate de frutas secas, resguardadas por pequeñas alambradas, lencería y gorrería para obreros, balanceándose al menor soplo de viento, calzones y blusas azules, con las piernas colgando y las mangas extendidas. Desde la casa de la frutera y de la tripicallera veía los ángulos del mostrador, donde unos gatos soberbios y tranquilos ronroneaban. Su vecina, la señora Vigouroux, la carbonera, devolvíale su saludo; una mujer pequeñita, gruesa, morena, con ojos chispeantes, que bromeaba con los hombres, apoyada en la fachada de la tienda, decorada con troncos de leña pintados sobre un fondo color borra de vino, que daban la impresión de un complicado dibujo de chalet rústico. Las señoras Cudorge, madre e hija, otras vecinas que tenían tienda de paraguas, no se dejaban ver nunca; su escaparate era sombrío, su puerta, adornada con dos sombrillas de cinc pintadas con una espesa capa de vivo bermellón, permanecía cerrada. Antes de retirarse, Gervasia echaba siempre una ojeada enfrente de ella, a una gran pared blanca, sin una sola ventana; únicamente tenía una gran puerta cochera, a través de la cual se veían las llamaradas de una herrería, en un patio atestado de carretas y carretones con las varas en alto. En la pared, el siguiente letrero: «Herrería», en grandes letras, encuadradas en un abanico formado de herraduras. Los martillos sonaban sobre el yunque durante todo el día, las chispas iluminaban el sombrío patio. En la parte baja de la pared, en el fondo de un agujero, no más grande que un armario, entre una vendedora de hierro viejo y otra de patatas fritas, hallábase un relojero, todo un señor, con levita y aspecto aseado, que continuamente examinaba relojes con instrumentos diminutos, ante una mesa en la que dormían cosas delicadas debajo de vasos de vidrio, mientras que a su espalda los péndulos de dos o tres docenas de relojes de cucú, pequeñitos, oscilaban a la vez entre la miseria negra de la calle y el cadencioso golpear de la herrería.
El barrio encontraba a Gervasia muy simpática. Indudablemente, se hablaba a su costa, pero unánimemente se decía que tenía hermosos ojos, una boca como un piñón y dientes muy blancos. Era, en fin de cuentas, una linda rubia, y habría podido ponerse entre las más bonitas a no ser por la desgracia de la cojera. Tenía 28 años y había engordado un poco. Sus rasgos finos se acentuaban y sus gestos adquirían una dulce placidez.
Mientras calentaba la plancha, se sentaba en el borde de una silla, abstraída, con una sonrisa vaga y el semblante inundado de alegría. Se estaba haciendo golosa; todos lo decían, pero aquello no era un defecto, sino al contrario; cuando se gana, hay que regalarse con bocados exquisitos: tonta sería de limitarse a comer mondas de patatas. Con mayor motivo que trabajaba mucho, desviviéndose por sus parroquianos, pasándose ella misma las noches en claro, con la puerta cerrada, cuando el trabajo era urgente. Como decían los vecinos, estaba de suerte, todo prosperaba. Planchaba para los inquilinos de la casa, para el señor Madinier, la señorita Remanjou, los Boche, y hasta llegó a quitar a su antigua maestra, la señora Fauconnier, algunas clientas de París, que habitaban en las calles del arrabal Poissonniers. A partir de la segunda quincena, tuvo que tomar dos obreras, la señora Putois y una buena moza llamada Clemencia, aquella muchacha que habitaba en el sexto piso; con esto ya eran tres personas en su casa, incluyendo a la aprendiza Agustina, aquella bizca, más fea que el culo de un pobre. Otras, en su lugar, habrían perdido la cabeza con tan buena suerte. Bien se podía disculpar que los lunes se diese buena vida, después de haberse matado durante toda la semana. Por lo demás, aquello le era necesario. Las camisas hubieran tenido que plancharse solas de no darse la satisfacción de tomar cosas por las que se moría.