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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

La sombra sobre Innsmouth (7 page)

BOOK: La sombra sobre Innsmouth
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—A la mañana siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Pero los monstruos habían dejado sus huellas… Obed tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a nuestras ceremonias para orar con nosotros, y ciertas casas albergarían a determinados huéspedes… bestias marinas que querían mezclar su sangre con la nuestra, como habían hecho entre los canacos, y no sería él quien lo impidiera. Obed estaba muy comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que nos traerían pescado y tesoros, y que había que darles lo que querían.

»Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien. Todos tuvimos que prestar el Juramento de Dagon. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían recompensas especiales —oro y demás—. Era inútil rebelarse porque en el fondo del océano había millones de ellos. No tenían interés en aniquilar al género humano, pero si no obedecíamos, nos enseñarían de qué eran capaces. Nosotros no teníamos conjuros contra ellos, como los de las islas de los Mares del Sur, porque los canacos no revelaron jamás sus secretos.

»Había que ofrecerles bastantes sacrificios, proporcionales baratijas y albergarlos en el pueblo cuando se les antojara. Entonces nos dejarían en paz. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí con historias… En otras palabras: prohibido espiar. Los que formaban el grupo de los fieles —o sea, los de la Orden de Dagon— y sus hijos, no morirían jamás, sino que regresarían a la Madre Hydra y al Padre Dagon, de donde todos hemos salido… ¡Iä! ¡Iä! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah-nagl fhtagn!…».

El viejo Zadok estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas alucinaciones se veía arrastrado por culpa de la bebida y de su aversión al mundo desolado que le rodeaba! Prorrumpió en lamentaciones, y las lágrimas le surcaron sus mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la barba.

—¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡Mene, mene tekel, upharsin! Las personas desaparecían, se mataban entre sí… Cuando fueron contándolo por Arkham, Ipswich y por ahí, dijeron que todos estábamos locos, lo mismo que piensa usted ahora de mí. Pero ¡Dios mío, la de cosas que he visto! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado formado por ellos demuestre que he contado deliberadamente lo que sé… El Tercer Juramento no lo quise prestar… Antes muerto que prestarlo.

»Cuando la Guerra Civil, la cosa se puso aun peor, porque los niños que habían nacido en el cuarenta y seis empezaron a hacerse mayores, por lo menos algunos de ellos. Yo estaba asustado. No se me había vuelto a ocurrir ponerme a espiar después de aquella noche, y no he vuelto a ver de cerca a ninguna de esas criaturas… ninguna que fuera de pura sangre, quiero decir. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres. Después de la guerra, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio marítimo se paralizó, la arena invadió la dársena del puerto, y se abandonó el ferrocarril. Pero esas cosas seguían nadando en la mar y en el río y pululando por el arrecife. Y cada vez se iban tapiando más ventanas en los pisos superiores de las casas, y cada vez se oían más ruidos en edificios que se suponían deshabitados…

»La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo ha oído usted también, a juzgar por las preguntas que me hace. Dicen que si se ven ciertas cosas por aquí, y se habla también de joyas extrañas que aparecen aún de cuando en cuando, no siempre fundidas del todo… Total: nada. Y en el fondo, no creen lo que dicen. Piensan que los objetos de oro provienen de un botín que escondieron los piratas y están convencidos de que las gentes de Innsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad. Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los pies; y si se quedan, no les dejan demasiadas ganas de curiosear, sobre todo por la noche… Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les ponía delante alguien de aquí, los caballos en particular; más adelante, con el automóvil, desapareció ese problema.

»En el cuarenta y seis, el capitán Obed se casó en segundas nupcias, pero a su segunda mujer nadie la ha visto jamás… Decían que él no quería dar ese paso, pero que lo obligaron. Y esta nueva esposa le dio tres hijos; dos de ellos desaparecieron a temprana edad, pero el tercero, una niña, salió tan normal como usted o como yo, y la mandaron a estudiar a Europa. Finalmente, Obed consiguió casar a esta hija con un pobre desgraciado de Arkham que no sospechaba el pastel. Ahora sería distinto. Nadie quiere tener ya relaciones con gente de Innsmouth. Barnabas Marsh, que lleva hoy la refinería, es nieto de Obed y de su primera mujer, o sea, es hijo de Onesiphorus, el mayor de Obed, pero su madre es otra de las que nadie vio en la calle.

»Justamente, Barnabas está ahora a punto de sufrir el cambio, No puede ya cerrar los ojos y ha perdido la forma humana. Se dice que todavía lleva ropas, pero pronto tendrá que regresar a las aguas. Quizá ya lo haya intentado. Suelen acostumbrarse poco a poco, antes de marcharse definitivamente. No se le ha visto en público desde hace lo menos diez años. ¡No sé que podrá sentir su pobre mujer! Ella es de Ipswich, y los de allí estuvieron a punto de linchar a Barnabas, hace cincuenta años, cuando supieron que la cortejaba. Obed murió en el setenta y ocho, y toda la generación siguiente ha desaparecido ya. Los hijos de la primera esposa murieron, los demás… sabe Dios…».

El ruido de la creciente marea iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo que el humor lacrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al arrecife, y a pesar de lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La voz de Zadok se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el ánimo hablando más fuerte.

—¿Por qué no dice nada, eh usted? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste, donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos que se arrastran y aúllan y ladran y brincan en sus celdas tenebrosas y en las buhardillas de cada esquina? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche los aullidos que salen de las iglesias y del local de la Orden de Dagon, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío que se levanta de ese arrecife de Satanás, cada noche de Walpurgis y cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero usted piensa que estoy completamente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señor!, ¡todavía no le he contado lo peor!

Zadok gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación.

—¡Malditos seáis! ¡No me miréis así, que lo único que he dicho es que Obed Marsh está en el infierno, y que se lo tiene merecido! ¡Je, je…! ¡He dicho en el infierno! No podéis hacerme nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie…

»Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir. Siéntese ahí y escúcheme, muchacho, porque esto es un secreto: Ya le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo, uno se entera de las cosas!

»Quiere saber lo verdaderamente espantoso, ¿eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es lo que han hecho esos peces infernales, sino ¡lo que van a hacer! Llevan años subiendo al pueblo cosas que se traen de los abismos del agua. Las casas que hay al norte del río, entre Water Street y Main Street, están repletas de demonios de esos y de cosas que se han traído, y cuando estén preparados… digo que cuando estén preparados… ¿ha oído hablar alguna vez del shoggoth?

»¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que son… que los vi una noche, cuando…, ¡eh-ahhh-ah! ¡e’yahhh!…».

El viejo lanzó de pronto un alarido que casi me hizo perder el sentido. Miraba hacia esa mar de fétidos olores con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Su garra huesuda se clavó dolorosamente en mi hombro, y no me soltó cuando me volví a mirar hacia el punto donde miraba él.

No había nada. Sólo la marea creciente y una serie de olas que rompían aisladas, lejos de la línea larga y espumosa de las rompientes. Pero entonces Zadok comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin recobró la voz, una voz temblona y susurrante.

—¡Váyase de aquí! ¡Váyase; nos han visto…! ¡Váyase, por lo que más quiera! No se quede ahí… Lo saben ya… Corra, de prisa. Márchese de este pueblo.

Otra ola pesada rompió contra las ruinas del embarcadero abandonado, y el loco susurro del viejo se convirtió en un alarido inhumano que helaba la sangre:

—¡E-yaahhh…! ¡Yhaaaaaaa…!

Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mi hombro y se lanzó como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de la ruinosa fachada del almacén.

Eché un vistazo al mar, pero seguí sin ver nada. Cuando llegué a Water Street y miré a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de Zadok Allen.

— IV —

E
s difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho de la tienda de comestibles me había preparado de antemano, y no obstante, la realidad me había dejado aturdido y confuso. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Zadok me habían producido una alarma que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía envuelto por una sombra intangible.

Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se me estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y el autobús para Arkham salía de la Plaza a las ocho, así que traté de orientar mis pensamientos hacia lo práctico y caminé a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde había consignado mi maleta, delante del cual tomaría mi autobús.

La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas cierto encanto místico y sereno. No obstante, me sentía receloso. Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme lejos del maloliente pueblo de Innsmouth, y ojalá hubiese otro vehículo que no fuera el del siniestro Sargent. Sin embargo, no quería correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena contemplar; además, tenía tiempo de sobra.

Estudié el plano del dependiente de la tienda y me metí por Marsh Street, que no conocía, para salir a Town Square. Cerca de la esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la Plaza, vi que casi todos los haraganes se habían congregado alrededor de la puerta de Gilman House. Parecía como si aquella infinidad de ojos saltones e inmóviles estuvieran fijos en mí, mientras pedía mi maleta en el vestíbulo. Interiormente hacía votos por que no me tocara de compañero de viaje ninguno de aquellos tipos desagradables.

Un poco antes de la ocho, apareció petardeando el autobús con tres viajeros. Un individuo de aspecto equívoco, desde la acera, dijo unas palabras incomprensibles al conductor. Sargent bajó el saco del correo y un rollo de periódicos, y entró en el hotel. Mientras, los viajeros —los mismos hombres a quienes había visto llegar a Newburyport aquella mañana— se encaminaron a la acera con su paso bamboleante y cambiaron con un ocioso algunas desmayadas palabras guturales, en una lengua que de ningún modo era inglés. Subí al coche vacío y ocupé el mismo asiento que al venir, pero no hice más que sentarme, cuando reapareció Sargent y empezó a hablarme con un repugnante acento gutural.

Al parecer estaba yo de mala suerte. El motor no iba bien; había podido llegar a Innsmouth, pero era imposible continuar el viaje hasta Arkham. No, era imposible repararlo esta misma noche; tampoco había otro medio de transporte. Sargent lo sentía mucho, pero yo tenía que parar en el Gilman. Probablemente el conserje me haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Casi anonadado por este contratiempo imprevisto, y realmente atemorizado ante la idea de pasar allí la noche, dejé el autobús y volví a entrar en el vestíbulo del hotel donde el conserje del turno de noche —un tipo hosco y de raro aspecto—— me dijo que en el penúltimo piso tenía una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba un dólar la noche.

A pesar de lo que me habían contado en Newburyport sobre este hotel, firmé en el registro, pagué mi dólar, dejé que el conserje recogiera mi maleta, y subí tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a mi habitación. Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos edificios abandonados, y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de tejados decrépitos que se extendía hacia poniente, hasta las marismas que rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo.

Como aún era de día, bajé a la Plaza a ver si podía cenar, y una vez más observé que los ociosos me miraban de manera especial. La tienda de comestibles estaba cerrada, así que no tuve más remedio que entrar en el restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una moza de nariz aplastada y unas manos increíblemente bastas y desmañadas. Como no había mesas, tuve que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuve bastante con un tazón de sopa de verduras y regresé en seguida a la fría habitación del Gilman. Al entrar tomé el periódico de la tarde y una revista llena de cagadas de mosca que había en un estante desvencijado, junto al pupitre del conserje.

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