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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

La sombra sobre Innsmouth (8 page)

BOOK: La sombra sobre Innsmouth
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Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendí la única luz, una bombilla mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura que había comenzado. Me pareció conveniente mantener la imaginación ocupada en cosas saludables. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel pueblo sombrío, al menos mientras estuviese dentro de sus límites. La descabellada patraña que le había oído al viejo bebedor no me auguraba sueños muy agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos.

Tampoco debía pensar en lo que el inspector de Hacienda había contado al empleado de la estación de Newburyport sobre Gilman House, y sobre las voces de sus huéspedes nocturnos… Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que había vislumbrado bajo una tiara en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me hubiera resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si mi habitación no hubiese sido un lugar tremendamente lúgubre. Además del hedor a pescado que era general en todo el pueblo, reinaba allí dentro una atmósfera de humedad estancada, lo que me sugería inevitablemente emanaciones de putrefacción y de muerte.

Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de mi habitación carecía de cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo habían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allí y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que había tenido la puerta. Nada más que para tranquilizar esta tensión de nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí aliviado al ver que quedaría bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a mi seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados.

No me desnudé. Decidí estar leyendo hasta que me entrase sueño. Entonces me quitaría la chaqueta, el cuello, los zapatos, y me echaría a dormir un poco. Saqué la linterna de la maleta y la metí en el bolsillo del pantalón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y el sueño no me venía. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me di cuenta de que inconscientemente estaba tenso, alerta, con el oído atento, a la espera de algún sonido que me produciría un miedo infinito, aun sin saber por qué. El relato del inspector debió de influir en mi imaginación más de lo que yo suponía. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguí.

Llevaba un rato así, cuando me pareció oír que crujían los escalones y los pasillos, como si alguien caminase con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oían voces. Con todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que habían ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, yo no tenía aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les había molestado mi curiosidad? Porque, evidentemente, me habían visto recorrer plano en mano los barrios más característicos de la localidad… Pero de pronto, pensé que muy asustado tenía que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, sentí no tener un arma a mano.

Finalmente, vencido por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme de la chaqueta, ni del cuello ni de los zapatos. La oscuridad parecía amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfín de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentía demasiado cansado para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedían de la escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en el que se concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabía duda: con cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una llave la cerradura de mi puerta.

La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado turbadora, quizá, por los vagos temores que venía experimentando. De modo instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mí una profunda conmoción. Ni por un momento se me ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habría equivocado. Desde el primer instante sentí que se trataba de alguien con malas intenciones, así que me quedé quieto, callado como un muerto, en espera de los acontecimientos.

Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación contigua a la mía. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con mi cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, había comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo y había renunciado a su proyecto. De momento, como tuve ocasión de ver.

La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras había estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar. Desde el principio comprendí que el desconocido que había intentado abrir representaba un peligro con el que no debía enfrentarme, sino huir cuanto antes. Tenía que salir del hotel lo más pronto posible, y desde luego, no debía emplear la escalera ni el pasillo.

Me levanté sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no sucedió nada: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oí un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de conversación, pero un momento después pensé que me había confundido. Se trataba sin duda alguna de gruñidos roncos y graznidos mal articulados, cosa que guardaba muy poca relación con cualquier lenguaje humano conocido. Luego pensé con renovada insistencia en lo que el inspector de Hacienda había oído una noche en este mismo edificio ruinoso y pestilente.

Con ayuda de la linterna tomé lo que necesitaba de mi maleta, me lo metí todo en los bolsillos, me puse el sombrero y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de mi descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no había escalera de incendios en este lado del hotel, y mis ventanas correspondían al cuarto piso. Como he dicho, daban a un patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podía saltar a ninguno de los dos desde mis ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a una cualquiera de ellas.

Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, donde mis pasos serían oídos sin duda alguna, y donde me tropezaría con dificultades insuperables para entrar en la habitación elegida. Unicamente podría tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. Tendría que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con el hombro, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no podría hacerlo sin ruido. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de mi propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastré cautelosamente para hacer el menor ruido posible.

Me daba cuenta de que mis probabilidades eran muy escasas, pero estaba enteramente dispuesto a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lograse alcanzar otro tejado, no habría resuelto el problema por completo, porque me quedaría aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A mi favor estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de claraboyas que se abrían en sus tejados.

Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abría hacia mí; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que me iba a ser muy difícil forzarla. Por consiguiente, abandoné esa dirección y corrí la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese debía de ser mi camino, a pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenía el cerrojo echado por el otro lado. Si podía llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspondía a Paine Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudiese cruzar el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a Washington Street o Bates Street. También podía saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meterme por Washington Street. En cualquier caso, tenía que dirigirme a Washington Street como fuese, y huir de los alrededores de Town Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que el parque de bomberos podía estar abierto toda la noche.

Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que se extendía bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la garganta del río hendía el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veían las vías herrumbrosas y la carretera de Rowley que atravesaban la llanura pantanosa, punteada de montículos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la estrecha carretera de Ipswich brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzaba a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Arkham, donde pensaba dirigirme.

Estaba reflexionando, hecho un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibí abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable. Oí unos ruidos guturales, puede que de origen humano, y finalmente sonaron unos fuertes golpes en mi puerta.

Por un momento me limité a contener la respiración y a esperar. Me pareció que transcurría una eternidad. Y de repente, el olor a pescado comenzó a hacerse más penetrante. Después se repitieron las llamadas con insistencia, más impacientes cada vez. Comprendí que había llegado el momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y me dispuse a cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez disimularían el ruido que iba a hacer yo. Por fin comencé a embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparme del dolor que me producía en el hombro. La puerta resistió más de lo que había calculado, pero continué en mi empeño. Mientras tanto, el alboroto del pasillo iba en aumento delante de mi puerta.

Finalmente cedió la puerta contra la que estaba cargando, pero con tal estrépito que los de fuera tuvieron que oírlo. Los golpes se convirtieron en violentas arremetidas, y a la vez, oí un fatídico sonido de llaves en las dos puertas vecinas a la mía. Me precipité a la otra habitación y conseguí echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la abrieran, pero entonces oí cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendía alcanzar.

Por un instante, me sentí totalmente desesperado. Me iban a atrapar en una habitación cuya ventana no me ofrecía salida posible. Una oleada de horror me invadió al descubrir, a la luz de mi linterna, las huellas que habían dejado en el polvo del suelo los intrusos que habían tratado de forzar la puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovisto de toda lucidez, corrí a la siguiente puerta de comunicación y me dispuse a derribarla.

La suerte me fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenía echada la llave, sino que estaba entreabierta. Entré en un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento se estaba abriendo. Agarré desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguí pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acababa de franquear. Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oí que disminuían las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecía un confuso alboroto en mi primitiva habitación, cuya puerta lateral había atrancado yo con la cama. Evidentemente, el tropel de mis asaltantes había entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de mí por el mismo camino. En ese mismo momento oí cómo introducían una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estaba rodeado.

La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No había tiempo de contener la del vestíbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que había hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo. Debía confiar en estas barreras improvisadas hasta que hubiera saltado por la ventana al tejado del edificio de Paine Street. Pero aun en este trance supremo, el horror que yo sentía no se debía a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que a mí me horrorizaba era que ninguno de mis perseguidores —aparte ciertos jadeos, gruñidos y ladridos apagados —había pronunciado una sola palabra inteligible y humana.

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