La sombra de la sirena (39 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La sombra de la sirena
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E
n realidad, no sufría demasiado por no tener amigos. Puesto que contaba con los libros. Pero a medida que se hacía mayor, iba echando de menos aquello que, según veía, sí tenían los demás. La compañía, el grupo, ser uno más entre varios. Porque él siempre estaba solo. La única que gustaba de su compañía era Alice
.

A veces lo perseguían hasta casa desde el autobús de la escuela. Erik, Kenneth y Magnus. Iban hipando de risa mientras corrían tras él, más despacio de lo que podían. Su único objetivo era obligarlo a correr
.

—¡Vamos, date prisa, gordinflón de mierda!

Y él corría y se despreciaba por ello. En su fuero interno, esperaba un milagro, que un día lo dejasen en paz, que lo vieran como una persona, que comprendieran que era alguien. Pero sabía que no era más que un sueño. Nadie se fijaba en él. Alice no contaba. Era «mongo». Así la llamaban ellos, sobre todo Erik. Solía alargar las vocales cuando la veía. Moooongoooo…

Alice solía estar esperándolo cuando llegaba en el autobús de la escuela. Él lo detestaba. Parecía normal, allí, esperándolo en la parada con la larga melena castaña recogida en una cola de caballo. Los ojos risueños y azules oteando ansiosos en su busca cuando los chicos del ciclo superior de la escuela de Tanumshede se bajaban. A veces sentía incluso un punto de orgullo cuando el autobús entraba en la parada y la veía por la ventana. Aquella belleza de largas piernas y pelo oscuro era su hermana
.

Pero luego llegaba siempre el momento en que se bajaba y ella lo veía. Entonces se le acercaba con aquellos movimientos torpes, como si alguien tirase al tuntún de unos hilos invisibles que le sujetaran brazos y piernas. Entonces gritaba su nombre con su articulación deficiente y los chicos aullaban de risa. ¡Moooongoooo!

Alice no se enteraba de nada y podría decirse que eso era lo que más lo humillaba, que seguía riendo feliz y a veces incluso los saludaba con la mano. Entonces él echaba a correr sin que nadie lo persiguiera, para huir de las carcajadas de Erik, que resonaban en todo el pueblo. Pero jamás podría escapar de Alice. Ella creía que aquello era un juego. Lo alcanzaba sin apenas esfuerzo y a veces se le arrojaba al cuello entre risas con tal fuerza que casi lo derribaba
.

En aquellos instantes la odiaba tanto como cuando era pequeña y lloraba y le robaba la atención de su madre. Sentía deseos de atizarle en plena cara para que dejase de avergonzarlo. Jamás lo dejarían pertenecer al grupo mientras Alice lo esperase en la parada gritando su nombre y abrazándolo
.

Lo que más deseaba en el mundo era ser alguien. No solo para Alice
.

C
uando ella se despertó, Patrik dormía profundamente. Eran las siete y media y también Maja estaba dormida, aunque solía despertarse antes de las siete. Erica sentía una terrible desazón. Se había despertado varias veces durante la noche, pensando en lo que había oído en la cinta y le costó esperar a que llegase el día para ponerse con ello.

Se levantó de la cama con cuidado, se vistió, bajó a la cocina y puso el café. Tras el necesario chute de cafeína, miró el reloj con impaciencia. No era imposible que estuviesen levantados. Y habida cuenta de que tenían niños pequeños, era lo más probable.

Le dejó a Patrik una nota en la que, de un modo un tanto difuso, le explicaba que había ido a hacer un recado. Ya podía pasar un rato intrigado. De todos modos, se lo contaría detalladamente cuando volviera.

Diez minutos después aparcaba en Hamburgsund. Había llamado al servicio de información telefónica para averiguar dónde vivía la hermana de Sanna y encontró la casa enseguida. Era una casa grande de ladrillo de silicato de calcio y Erica contuvo la respiración mientras pasaba con el coche entre dos obeliscos de piedra que habían plantado demasiado juntos. Salir de allí marcha atrás resultaría una empresa de alto riesgo, pero a eso ya se enfrentaría a la hora de irse.

Se advertía movimiento en la casa y Erica constató aliviada que había acertado en sus suposiciones. Estaban despiertos. Llamó al timbre y pronto se oyeron pasos que bajaban por la escalera y una mujer que debía de ser la hermana de Sanna abrió la puerta.

—Hola —saludó Erica antes de presentarse—. Quisiera saber si Sanna está despierta… me gustaría hablar con ella.

La hermana de Sanna la miró con curiosidad, pero no le hizo ninguna pregunta.

—Claro, Sanna y los pequeños monstruos están despiertos, adelante.

Erica entró en el vestíbulo y se quitó el abrigo antes de seguir a la hermana de Sanna por una empinada escalera que las condujo a otro vestíbulo, donde giraron a la izquierda hasta llegar a una gran habitación diáfana que era cocina, comedor y sala de estar a un tiempo.

Sanna y los niños estaban desayunando con otros pequeños que debían de ser los primos: un niño y una niña que parecían algo mayores que los hijos de Sanna.

—Perdona que te moleste en medio del desayuno —se disculpó Erica mirando a Sanna—, pero me gustaría hablar contigo un momento.

Sanna no hizo amago alguno de levantarse. Se quedó sentada con la cuchara camino de la boca y como absorta en sus pensamientos. Pero luego dejó la cuchara y se levantó.

—Sentaos abajo, en la terraza, ahí estaréis tranquilas —dijo la hermana. Sanna asintió.

Erica la siguió escaleras abajo, atravesaron varias habitaciones más de la planta baja y llegaron a una terraza acristalada que daba a la parcela cubierta de césped y al pequeño centro comercial de Hamburgsund.

—¿Cómo estáis? —preguntó Erica cuando se hubieron sentado.

—Bien, creo. —Sanna estaba pálida y agotada, como si no hubiera dormido más que unos minutos—. Los niños preguntan por su padre a todas horas y yo no sé qué decirles. Tampoco sé si debo hacerles hablar de lo ocurrido. Estaba pensando llamar hoy a la sección de psiquiatría infantil y juvenil para que me aconsejaran.

—Me parece buena idea —dijo Erica—. Pero los niños son fuertes. Aguantan más de lo que uno cree.

—Sí, claro, supongo que sí. —Sanna tenía la mirada perdida. Luego se volvió hacia Erica—: ¿Qué querías preguntarme?

Como tantas otras veces, Erica no sabía cómo empezar. No tenía ninguna misión, nada que le diese derecho a hacer preguntas. La única explicación que podía ofrecer era la curiosidad. Y la consideración hacia las personas. Reflexionó un instante. Luego, se inclinó y sacó del bolso los dibujos.

S
e levantó con el gallo. Era algo de lo que se sentía muy orgulloso y de lo que alardeaba en diversos contextos. «No puede uno dedicarse a entrenar para la actividad de la residencia de ancianos», solía decir satisfecho antes de explicar que se levantaba a las seis, como muy tarde. Su nuera le chinchaba a veces porque solía acostarse a las nueve de la noche.

—¿Y eso no es entrenamiento para la residencia de ancianos? —le decía con una sonrisa. Pero él se dedicaba a fingir muy dignamente que no oía tales comentarios. Él era una persona que aprovechaba todo el día.

Tras un buen desayuno con gachas, se sentaba a leer el periódico a conciencia mientras fuera iba amaneciendo. Para cuando terminaba, ya había clareado bastante y podía proceder a su habitual inspección matutina. Con los años, se había convertido en un hábito.

Se levantó y fue a buscar los prismáticos, que tenía colgados de un clavo, y se acomodó ante la ventana. La casa estaba en la pendiente, por encima de las cabañas, con la iglesia a la espalda, y desde allí la vista de la bocana del puerto era perfecta. Se llevó los prismáticos a los ojos y empezó el reconocimiento de izquierda a derecha. Primero, al vecino. Pues sí, ellos también estaban ya despiertos. No eran muchos los que ahora vivían allí durante el invierno, pero él tenía la suerte de ser vecino de uno de los pocos habitantes permanentes de la zona. De propina, la mujer de la casa tenía por costumbre pasearse por las mañanas en ropa interior. Rondaba los cincuenta, pero la muy granuja tenía un tipo estupendo, se dijo deslizando los prismáticos hacia el resto del paisaje.

Casas vacías, solo casas vacías. Algunas, totalmente a oscuras; otras, en cambio, tenían instalado un sistema de iluminación automática, así que se veía alguna que otra lámpara aquí y allá. Suspiró, como solía. Las cosas habían cambiado y todo era un desastre. Aún recordaba la época en que todas las casas estaban habitadas y siempre había en ellas movimiento. Ahora, en cambio, los veraneantes habían comprado casi todo y solo se les ocurría ir allí los tres meses de verano. Luego regresaban a las ciudades con un bronceado de lo más elegante del que hablar en sus fiestas hasta bien entrado el otoño: «Pues sí, nosotros hemos pasado todo el verano en nuestra casa de Fjällbacka. Quién pudiera vivir allí todo el año, qué paz, qué tranquilidad. Es ideal para relajarse». Naturalmente, no hablaban en serio. No sobrevivirían allí un solo día de invierno, cuando todo estaba cerrado y en calma y era imposible tumbarse en las rocas a tostarse.

Los prismáticos recorrieron la plaza de Ingrid Bergman. Estaba desierta. Había oído que los que se encargaban de la página web de Fjällbacka habían instalado una cámara para que la gente pudiera ver por el ordenador lo que ocurría en el pueblo en cualquier momento. Pues quien se entretuviera con eso debía de estar bien ocioso. No había mucho que ver, desde luego.

Giró los prismáticos y los orientó hacia la calle Södra Hamngatan, por delante de la ferretería Järnboden y en dirección al Brandparken. Se detuvo un instante en el bote de salvamento marítimo y se quedó admirándolo, como de costumbre. Qué maravilla. Siempre había tenido pasión por los barcos y
MinLouis
brillaba siempre resplandeciente en el muelle. Siguió el recorrido hacia Badholmen. Los recuerdos de juventud lo asaltaron como siempre que veía las cabañas y la valla de madera, tras la cual se cambiaba la gente. Los caballeros por un lado y las damas por otro. Aunque casi nunca era así.

Ya veía las rocas y el tobogán, que los niños solían usar a todas horas en verano. Y el trampolín, un tanto desmejorado, la verdad. Esperaba que lo reparasen y que no se les ocurriese derribarlo. De alguna manera, era inseparable de la imagen de Fjällbacka.

Dejó atrás el trampolín y contempló el agua, enfocando la isla de Valön. Entonces dio un respingo y volvió atrás con los prismáticos. Pero ¿qué demonios era aquello? Giró un poco la ruedecilla para obtener una visión más nítida. O mucho se engañaba o había algo colgado en el trampolín. Un bulto oscuro que se mecía levemente al viento. Apuntó de nuevo hacia el lugar. ¿Habrían estado los jóvenes haciendo de las suyas y habrían colgado allí una muñeca o algo parecido? Era imposible ver de qué se trataba.

Le pudo la curiosidad. Se puso el abrigo, se calzó unos zapatos a los que había fijado unas cintas con tacos y salió a la calle. Había olvidado cubrir de arena la escalinata, de modo que fue sujetándose a la barandilla para no resbalarse y caer. En la calzada era más fácil caminar y se apresuró cuanto pudo para alcanzar Badholmen.

Todo estaba en silencio absoluto cuando cruzó la plaza Ingrid Bergman. Pensó si no debería parar a alguien, si es que pasaba algún coche, pero decidió que no. No era necesario armar un escándalo si luego resultaba que no era nada.

Fue apretando el paso a medida que se acercaba. Solía dar un largo paseo dos o tres veces por semana, como mínimo, de modo que aún estaba en buena forma. Aun así, cuando llegó a los edificios de Badholmen, iba sin resuello.

Se detuvo un instante a tomar aliento. Al menos, quiso engañarse a sí mismo con ese pretexto. Lo cierto era que, en cuanto vio la oscura silueta con los prismáticos, experimentó una sensación de lo más desagradable. Se lo pensó un instante, pero al final respiró hondo y cruzó la entrada de la zona de baño. Aún no era capaz de mirar el trampolín, sino que iba con la vista clavada en los zapatos, mientras caminaba poniendo el mayor cuidado en no caerse y quedarse allí inmovilizado. Pero cuando estaba a pocos metros del trampolín, levantó la vista despacio hacia la plataforma.

P
atrik se incorporó aún medio dormido. Algo zumbaba. Miró a su alrededor, incapaz de orientarse ni de identificar qué era lo que sonaba, hasta que se despabiló lo suficiente como para alargar el brazo en busca del móvil. Le había quitado el sonido, lo había dejado en vibración y el aparato saltaba nerviosamente sobre la mesita de noche. La pantalla brillaba en la penumbra.

—¿Sí?

Enseguida se despertó del todo y empezó a vestirse mientras escuchaba y formulaba alguna que otra pregunta. Minutos después estaba vestido y camino de la calle, cuando vio la nota de Erica y cayó en la cuenta de que, en efecto, no estaba con él en la cama. Soltó un taco y subió a toda prisa. Maja se había levantado y jugaba plácidamente en el suelo de su habitación. ¿Qué diablos se suponía que debía hacer? No podía dejarla sola en casa, desde luego. Llamó irritado al móvil de Erica, pero el tono de llamada sonaba sin cesar hasta que saltaba el contestador. ¿Dónde se habría metido a aquella hora tan temprana?

Colgó y marcó el número de Anna y Dan. Respiró aliviado al oír la voz de Anna y le explicó brevemente el motivo de la llamada. Dando zapatazos de impaciencia, aguardó en el vestíbulo los diez minutos que su cuñada tardó en meterse en el coche y llegar a su casa.

—Pues sí que andáis vosotros liados con tanta salida de urgencia. Ayer, Erica y su escapada a Gotemburgo, y hoy tú, que se diría que vas a apagar un incendio. —Anna se echó a reír y pasó delante de Patrik hacia el interior de la casa.

Él le dio las gracias rápidamente y echó a correr hacia el coche. Y hasta que no estuvo sentado al volante, no tomó conciencia del comentario de Anna. ¿Una escapada a Gotemburgo? No entendía nada. Pero eso tendría que esperar. Ahora tenía otras cosas en las que pensar.

En Badholmen estaban todos movilizados. Aparcó el coche delante del barco de salvamento marítimo y se dirigió medio corriendo a la isla. Torbjörn Ruud y sus técnicos ya estaban a lo suyo.

—¿Cuándo recibisteis la llamada? —preguntó Patrik a Gösta, que se le había acercado al verlo. Torbjörn y su equipo habían venido desde Uddevalla y, por lógica, no deberían haber llegado antes que él. Ni tampoco Gösta y Martin, que habrían salido de Tanumshede—. ¿Por qué no lo habían llamado antes?

—Annika lo ha intentado varias veces. Y, al parecer, también ayer noche. Pero no respondías.

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