La sangre de Dios (23 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: La sangre de Dios
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Al caer la tarde llegaron a Toulouse y repostaron gasolina en la última estación de la autopista antes de tomar la gran circunvalación para dirigirse a Tournefeuille, al otro lado de la ciudad, donde estaba el laboratorio Traber Inc.

El laboratorio era un moderno edificio de acero y cristal ahumado. Estaba rodeado de jardines y lo protegía una verja de moderno diseño, con cámaras de televisión guiadas por láser y un avanzado sistema de vigilancia electrónica. Cerca de la puerta principal se veía un gran vestíbulo de mármol por el que patrullaba un guardia armado; había otra puerta de servicio con varios contenedores llenos de bolsas negras de basura.

—¿Cómo podremos entrar? —preguntó Perceval con aprensión.

—A esta hora y dadas las circunstancias me temo que solamente podremos entrar con la basura.

—¿Con la basura?

Draco señaló un contenedor. Bajo el membrete del servicio municipal figuraban las horas de recogida.

—Tenemos que aguardar hasta las once. Mejor será que descansemos e intentemos dormir. Te toca conducir en el viaje de vuelta.

Buscaron un lugar tranquilo a tres manzanas de distancia, aparcaron y se echaron a dormir haciendo tiempo hasta la hora de los basureros.

44

El camión blanco, con el flamante escudo de la
municipalité
de Toulouse en la portezuela, rugió ante la entrada principal del edificio de la Traber Inc. Draco, enfundado en el mono azul reflectante de los basureros municipales, con la gorra de visera calada ocultándole el rostro, oprimió el botón del intercomunicador y acercó la cara al visor de la cámara de televisión para que emitiera su imagen alterada.

—¿Quién es? —preguntó una voz metálica por el portero automático.

—La basura.

—¿Eres nuevo?

—A los que venían hasta ahora les han asignado el sector de Blagnac. ¿Nos abres o no?

Hubo un leve titubeo al otro lado. Draco, desentendido, se rascaba debajo de la gorra.

—Vale, pasad y no se os ocurra atravesar por el césped —dijo la voz del portero automático.

La reja emitió un suspiro neumático y se abrió pesadamente. Draco regresó a la cabina y condujo el camión por el recinto de la Traber Inc. El guardia salió a supervisar la carga.

—¿Cómo es que han cambiado a los de siempre? —preguntó.

Draco lo encañonó con la Glock.

—Ya ves por qué no han venido los de siempre. Porque os vamos a desvalijar la perrera. ¿Cuántos guardias sois?

—Muchos —dijo el guardia levantando las manos antes de que se lo pidieran—. No te vas a salir con la tuya. Antes de un minuto habrán dado la alarma.

No dijo más. Draco, atento a lo suyo, lo hizo girar con cierta violencia, le puso el cañón de la Glock entre los omóplatos, le confiscó las esposas que llevaba en la parte posterior del pantalón y le esposó las manos a la espalda. Luego le selló la boca y le ató los pies con cinta de empaquetar. Lo dejaron tendido bajo el camión, encadenado a la rueda de repuesto, y entraron en el edificio.

Draco se dirigió al puesto de control, se sentó frente a la consola y accionó los controles de las distintas cámaras de televisión repartidas por todo el edificio. Localizó a otro guardia que hacía su ronda por el piso primero. En el piso segundo había un laboratorio con las luces encendidas; conectó las tres cámaras de televisión que controlaban aquel espacio. Una de ellas captó la imagen de un hombre delgado con una bata blanca que trabajaba frente a una gran pantalla de ordenador.

—El doctor Hartling —indicó Perceval.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—Entonces hemos acertado: no sólo accederemos a los ordenadores, sino al cerebro que hay detrás de los ordenadores.

—¿Crees que querrá colaborar?

—En seguida lo sabremos.

Subieron al primer piso. Había un largo pasillo iluminado y una puerta abierta al fondo. El vigilante hacía las comprobaciones de rutina.

—Tú aguarda aquí —le susurró Draco a Perceval— hasta que yo convenza a este muchacho para que colabore.

—Lo que digas —susurró Perceval.

Draco se apostó junto a la puerta por donde tenía que aparecer el vigilante.

Un minuto después, el guardia yacía bajo una de las mesas del laboratorio, esposado a la espalda, la boca sellada con la cinta elástica.

—Ahora podemos ocuparnos de Hartling.

No fue difícil encontrar al científico. Hartling se sobresaltó cuando los dos hombres con uniforme de basureros municipales irrumpieron en su
sanctasanctórum
y lo encañonaron con sendas pistolas.

—¿Qué buscan ustedes? —gimió—. Aquí no hay nada de valor: es un laboratorio.

Draco lo agarró por la solapa y le colocó el cañón de la Glock en la comisura de la boca, presionando sobre los dientes.

—No tengo mucho tiempo, doctor Hartling. He venido a obtener cierta información. Tienes dos opciones: me la das o te mato, así de simple.

Hartling miró al otro intruso que sentado delante del ordenador principal tecleaba a gran velocidad examinando el programa. Comprendió que venían buscando algo, a tiro hecho. No eran dos vulgares atracadores.

—¿Qué... qué... quieren de mí? —balbuceó.

—Datos. Información: sabemos que estáis clonando a Jesucristo, sabemos que estáis podridamente metidos en ese negocio. ¿Cómo os va?

Hartling, por toda respuesta, abrió desmesuradamente los ojos e intentó escapar, pero Draco lo agarró con más fuerza y le propinó un doloroso rodillazo en el muslo.

—Hemos matado a dos guardias, así que no esperes ayuda de nadie —rugió entre dientes a un centímetro de su rostro lívido de miedo—. Si cooperas, no te pasará nada. Sólo queremos información.

Perceval se giró con la silla y dijo:

—Necesito las claves del sistema. Hay una parte de acceso restringido en la que no consigo entrar.

Draco hundió la punta de su pulgar entre dos costillas del genetista provocándole un agudo dolor.

—¿No has oído?

—Lázaro —gimió Hartling—. La clave es Lázaro.

—Era de esperar —dijo Perceval—. El hombre que regresó del reino de los muertos.

Tecleó la clave y el menú oculto apareció ante sus ojos. Tecleó las órdenes pertinentes para que la máquina lo fuera vaciando en el disco portátil que le había aplicado. Mientras desfilaban los datos por la pantalla, murmuró:

—Fascinante; increíble. Ese cacharro de enfrente es un bioordenador, un aparato capaz de descifrar y leer tres mil millones de letras en pocas horas. —Tecleó varias cifras que provocaron un nuevo aluvión de datos en la pantalla del aparato, en rápido desfile—. Increíble, un ordenador basado en proteínas, es como vivir el futuro...

—Se llama Mercur y puede descifrar cada uno de los genes humanos a partir de una única célula —dijo Hartling en un intento de congraciarse con el joven, que parecía menos fanático y asesino que su compañero—. Ese aparato imita las redes neuronales del cerebro humano, es una mente virtual.

—Entonces no es una máquina —observó Perceval sin disimular su admiración—. ¡Está vivo! ¿Cómo habéis conseguido esto?

—Investigación.

—¿Investigación? —dudó Perceval—. ¿Qué empresa puede disponer en secreto de las partidas necesarias para una obra como ésta?

—Es que se ha financiado con dinero oculto.

—¿Con dinero del narcotráfico?

—No, no —se apresuró a negar Hartling—. Con dinero alemán.

Perceval comprendió.

—Quieres decir con dinero oculto... nazi —supuso Perceval. Hartling se encogió de hombros—. Ya veo —dijo Perceval.

Draco sacudió al prisionero y le presionó con más fuerza la cara con la pistola.

—Desembúchalo todo si quieres salir vivo de ésta.

—Miles de millones de dólares —prosiguió atropelladamente Hartling—. Científicos enterrados en vida. Investigación al margen de lo que se hacía en los otros laboratorios del mundo. No una investigación paralela, sino algo más avanzado, una investigación imaginativa, creativa, que en lugar de los chips convencionales utiliza una proteína fotosensible, una especie de neurona de laboratorio, la bacteriodopsina, que actúa por impulsos eléctricos.

—¿Cómo se clona a Jesucristo?

—Tomamos una célula de la sangre contenida en el fondo de la vasija, la aislamos en un tubo Eppendorf, la sometimos a un gel magnetizado fluorescente que destacó los veintitrés pares de cromosomas de la célula y tiñó de un color diferente cada una de las cuatro bases nucleótidas del ADN. Esta célula teñida la introdujimos en un cartucho bioestéril y la colocamos bajo el Mercur. En la pantalla aparece la escalera de caracol del ADN enrollado en los veintitrés pares de cromosomas de la célula. Luego la pantalla se llena de grupos de tres letras, cada una de las cuales representa una base nitrogenada, citosina, adenina, guanina, timina. El ordenador Mercur comprueba el orden de las letras a una velocidad vertiginosa, lee los genes que esas letras forman para determinar la cadena de aminoácidos que cada uno de los genes codifica. Al final, la mente virtual determina qué proteína se necesita. La proteína como componente esencial de la vida. Mercur no tarda más de diecinueve horas en interpretar los tres mil millones de letras del genoma y comprueba cada uno de sus 99976 genes. Sólo un pequeño porcentaje de los tres mil millones de letras del ADN humano codifican genes que funcionan. Los otros no tienen función alguna. Cada gen se codifica mediante tripletes y codones y se delimita por dos codones que indican inicio y detención. Mercur es capaz de leer el ADN de una persona con la facilidad con que el escáner de un supermercado lee el código de barras de una lata de conservas.

—¡Asombroso! —exclamó Perceval—. Estos cabrones se han adelantado al menos diez años a la ciencia actual. Se han adelantado a la finalización del Proyecto Genoma Humano.

—Las letras genéticas escritas en el ADN coloreado se analizan automáticamente. Mercur descifra el programa codificado determinando qué aminoácidos y proteínas componen la clave.

—Y así conseguisteis clonar a Jesucristo...

Hartling asintió.

—Habíamos analizado con éxito el ADN de momias egipcias más de mil años más antiguas que Cristo, e incluso el de indígenas sudamericanos de hace cinco mil años. La única dificultad fue identificar una reliquia verdadera de Cristo que nos permitiera acceder a su material genético. La Sábana Santa no servía, dado que se trata de una superchería del siglo XIV; los diferentes prepucios de Cristo repartidos por la cristiandad son todos falsos, la Eucaristía de Lanciano es un cuento... al final descubrimos la existencia de una verdadera reliquia del Sanguino en Meteora. Nos hicimos con ella y conseguimos el ADN de Cristo; Mercur analizó sus genes.

Perceval emitió un ronco silbido de admiración.

—Una máquina que permite resucitar a Jesucristo...

—A cualquier hombre muerto, no sólo a Jesucristo, también podemos hacer a Hitler, un Hitler mejorado, un genio al que le habremos eliminado las enfermedades genéticas del modelo.

Un zumbido avisó de que los archivos seleccionados estaban ya copiados. Perceval se ocupó nuevamente de la memoria de la máquina. Mientras tecleaba vertiginosamente y la pantalla gigante se iluminaba de nuevo con interminables listados de letras, Draco miró el reloj y pensó que sólo cabía confiar en que los basureros que quedaron atados y amordazados en un jardín cercano no se desataran y dieran la alarma. Contando con que todo saliera a pedir de boca, disponían de unas siete horas antes de que los empleados más madrugadores de los laboratorios descubrieran a los guardias amordazados y activasen la alarma.

Hartling sudaba sentado en el suelo. Con los ojos cerrados, temblaba de miedo.

—A Leoni no le va a gustar esto, ¿eh? —comentó Draco mientras encendía un cigarrillo.

La barbilla de Hartling tembló de una manera más perceptible.

—¿Co... co... conocéis a Leoni? —tartamudeó.

—Lo sabemos todo —mintió Draco—. Un compañero nuestro le ha sacado toda la información.

Hartling asintió mientras emitía un profundo suspiro.

—Ya le advertí que era una aberración crear a Jesucristo, pero él se empeñó. No sé dónde acabará el experimento, aunque él parece saludable...

«Él parece saludable», había dicho. Había usado un tiempo presente. ¿Se refería al cardenal Leoni o estaba hablando de Jesucristo? Perceval había dejado de teclear y estaba atento.

—Eso nos dijo —prosiguió Draco cautamente, sin revelar ninguna emoción en la voz—. Que Jesucristo está creciendo como un niño fuerte y sano.

—Increíblemente sano, si se tiene en cuenta la cantidad de problemas que los laboratorios convencionales han tenido con sus productos —se enorgulleció Hartling—. Los escoceses fracasaron más de trescientas veces antes de crear a la oveja
Dolly
y no saben cómo controlar su rápido proceso de envejecimiento.

Draco aplastó el cigarrillo contra el cenicero.

—O sea, grandísimo cabrón, que es cierto que habéis clonado a Jesucristo, que no es un mero proyecto sino una realidad de carne y hueso.

Hartling comprendió, demasiado tarde, que había hablado de más. Quizá aquellos sujetos no habían obtenido la información que decían de Leoni. Incluso era posible que no hubiesen visto en su vida a Leoni. El cardenal era más precavido que él.

—¿Dónde está Jesucristo? —preguntó secamente Draco.

—No lo sé.

—Lo sabes. Y también sabes lo cobarde que eres, sabes que no podrás resistirte mucho tiempo. Te produciremos dolor y acabarás hablando. Es preferible que empieces ya, para evitarte situaciones desagradables.

Hartling emitió un largo sollozo. Se mesó la cara dejando caer sus delicadas gafas de miope con montura de oro.

Draco las recogió y las colocó en su lugar, sobre el caballete de la nariz.

—Te diré lo que voy a hacer. —Tomó un puñado de jeringuillas hipodérmicas de una bandeja del laboratorio—. ¿Ves estas jeringuillas? Voy a llenarlas de diferentes líquidos, no todas, solamente ocho o nueve. Las llenaré con todo lo que encuentre por aquí: una, con agua; otra, con alcohol de quemar; otra, con una medicina rara de esas que fabricáis; otra, con cualquier cosa, como la lejía de limpiar el retrete. Cada diez minutos te inyectaré una, vaciaré su contenido en tu gordo culo hasta la última gota. Será como jugar a la ruleta rusa. No sabrás en cuál va la lejía, si en la primera o en la última.

—¡No, no por favor! —suplicó Hartling moqueando—. ¡Diré lo que sé! ¡Tengan piedad de mí! Tengo cuatro hijos.

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