La sangre de Dios (21 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: La sangre de Dios
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—¿Qué es lo que ha venido a ofrecernos?

—Ustedes están buscando las piedras templarias. La persona que las tiene ha decidido sacarlas nuevamente al mercado. Hagan una oferta.

—A esta hora, nuestros posibles clientes son difíciles de localizar. Díganos dónde se hospeda y mañana por la mañana contactaremos con usted.

—No será necesario. Déme un número de teléfono y yo lo llamaré.

—Como quiera, señor Draco. —El hombre abrió un cajón y sacó una tarjeta con el logotipo y los datos del banco. Le subrayó un número de teléfono y apuntó a continuación una extensión.

—Espero su llamada mañana a las diez.

39

Draco se dirigió al restaurante Zeughauskeller, en la Parade Platz, esquina Banhhoff Strasse, donde había reservado una mesa desde el hotel, y cenó un
Zürcher Leberspiessli,
dados de hígado de ternera envueltos en tiras de bacon y aromatizados con salvia. Rechazó la mantequilla y solicitó aceite de oliva virgen con el que regó abundantemente la guarnición de judías verdes y patatas hervidas. De la carta de vinos escogió un borgoña joven recomendado por el maitre. Terminada la cena se dirigió a la Oberdof Strasse y, cuando se cercioró de que nadie lo seguía, tomó un taxi y le indicó que lo dejara en Freigut Strasse, al sur de la ciudad. Desde allí, por lugares poco transitados, regresó a pie hasta el Stadhaus Quai y se aseguró de que la calle estaba despejada antes de pulsar el timbre de la buhardilla de Perceval. Como de costumbre, los cuatro ordenadores estaban encendidos, así como los otros complicados artilugios que conectaban al mago de la informática con sus dominios.

—¿Cómo ha ido todo? —preguntó Draco.

—A pedir de boca —sonrió Perceval—. En cuanto mostraste el mensaje ofreciendo las piedras, los de Royal Finance Group telefonearon a un número de Roma. El titular de ese teléfono es el cardenal Gian Carlo Leoni. He investigado las cuentas del cardenal Leoni y los números a los que telefoneó en abril de 1996, después del hallazgo del Sanguino en Gran Meteora, que ocurrió el día 16 de ese mes.

—¿Y...?

—¡Bingo! En esas fechas, el cardenal hace un número sospechoso de llamadas a los laboratorios Traber Inc. de Toulouse. El gerente de esos laboratorios es presidente de la sociedad farmacéutica Beauser. He investigado sobre la sociedad y resulta que casi todas sus acciones pertenecen a la compañía fantasma Overseas Corporation Limited, con sede en las islas Caimán, que a su vez es filial de la Abedi Inc., con ramificaciones en Liechtenstein y aquí, en Suiza, en la inevitable aldea de Zug, el paraíso de las sociedades fantasma.

—Me pierdo con ese lío de nombres —confesó Draco.

—Ése era casi el final de la cuerda. Al otro extremo está el Vaticano o, mejor dicho, una oficina del Vaticano, el Collegio degli Avvocati Concistoriali, que dirige el cardenal Leoni.

—Supongo que necesitan las reliquias como parte de un proyecto científico —dedujo Draco.

—Un proyecto que radica en esos laboratorios de Toulouse, los Traber Inc. —afirmó Perceval—. Naturalmente he recabado toda la información sobre el tema y me he encontrado con nuevas sorpresas. El Sanguino llegó a los laboratorios, hay que suponerlo, hace cuatro años, hacia agosto. En ese mes contrataron los servicios de una nueva compañía de seguridad, mejor que la anterior, para la vigilancia del edificio. Trece meses más tarde renuevan prácticamente a todo el personal, lo ascienden de categoría y sueldo y les asignan distintos empleos, en los cinco continentes, en empresas filiales.

—Los recompensan por el trabajo bien hecho.

—Los recompensan hasta cierto punto, porque cuatro de las seis personas que componían el equipo básico mueren en los seis meses siguientes, todas en accidentes o de ataques al corazón.

—Parece mucha coincidencia.

—A mí me parece que una vez cumplido el proyecto se dedicaron a eliminar a los que sabían demasiado y no eran de fiar.

—Hoy día es difícil guardar un secreto, salvo cuando se está muerto —señaló Draco resignadamente—. Por lo que dices sólo quedan vivas dos personas de las que participaron en el proyecto.

—Sí, los doctores Bertrand y Hartling. Bertrand está ahora en Melbourne, pero Hartling sigue en Toulouse.

—Creo que debo visitar a Hartling.

—Lo suponía. Aquí tienes un pequeño informe con los datos que he podido reunir sobre él. Casi todo el material público que circula por Internet es de hace cinco años, de antes de entrar en el proyecto de esos laboratorios. Desde entonces se sabe poco de él.

Draco abrió la carpeta de papel reciclado y examinó fotocopias de un pasaporte y algunas fotos de Johan Hartling, un hombre calvo y delgado, con gafas y corbata de pajarita. Había también copias de facturas de luz y teléfono recientes, así como resguardos de Hacienda, de la compañía médica en la que estaba asegurado, del fondo de pensiones y de la documentación de dos vehículos registrados a su nombre.

—Será más que suficiente para dar con él.

Perceval ofreció a su amigo otro refresco de glucosa y lo acompañó a la salida. Antes de despedirlo le entregó un teléfono móvil algo más voluminoso que los corrientes.

—Seguiré trabajando en el asunto y me comunicaré contigo por medio de este móvil. Contiene una serie de filtros para codificar la voz y enturbiar el rastro. Así estaremos más seguros. En cada caso tendrás que pulsar una letra para cambiar de código, la inicial del nombre de la ciudad que yo te dé. Es muy simple.

Draco se echó el teléfono al bolsillo y estrechó la mano delgada y fría del informático mientras pensaba que el mundo estaba en manos de aquella nueva raza de guerreros.

40

Zurich

Cuando sonó el móvil, Draco realizaba la flexión treinta y nueve de su gimnasia matinal. En el auricular sonó la voz de Perceval deformada por el mecanismo informático del decodificador.

—Noticias frescas. He localizado una lista de pagos de la Beauser Inc. a seis especialistas, procedentes de distintas universidades, sin otra conexión entre ellos que la de su especialidad: la arqueología.

—¿Para qué necesita seis arqueólogos una compañía farmacéutica?

—Eso me pregunto yo. Por otra parte, lo normal hubiera sido contratar a un equipo de la misma universidad. Supongo que prefirieron contratar a especialistas que no se conocieran por simple precaución. He pasado la noche intentando localizarlos.

—¿Y?

—Asómbrate: los seis arqueólogos murieron a lo largo del año siguiente de terminar su trabajo en Meteora: tres en accidente de tráfico, otro ahogado accidentalmente en el Ródano y los dos restantes de ataques al corazón.

Draco inspiró profundamente.

—Demasiada coincidencia, ¿no?

—Eso me parece.

—Alguien, en las alturas, ha eliminado las pistas —dedujo Draco—. ¿Por qué interesan tanto dos simples reliquias?

—Creo que la clave reside en el paradero del Sanguino —dijo Perceval—. He sabido algo nuevo de los laboratorios Traber Inc.: un artículo recientemente aparecido en la revista
Nature
los sitúa entre las diez empresas líderes mundiales en estudios de ingeniería genética.

—¿Qué estás pensando?

—Te advierto que te va a parecer una locura...

—No te preocupes por eso. Hace tiempo que todo este asunto me está pareciendo una locura. Dispara.

—Pues sospecho que están fabricando a Cristo. Ahora tengo que colgar por seguridad. Nos encontraremos en Atlanta.

«Atlanta» significaba que apagara el móvil y pulsara la letra A del teclado adjunto para activar un circuito distinto. Draco lo hizo y cinco minutos más tarde volvió a sonar el aparato. Reanudaron la conversación.

—Contemplemos nuestro material —sugirió la voz distorsionada electrónicamente de Perceval—. Un cardenal de Roma financia una costosa expedición arqueológica a un monasterio de las montañas griegas: durante mes y medio seis arqueólogos levantan el subsuelo de una iglesia, localizan un sembrado de reliquias y se hacen con la presunta sangre de Cristo. Éstos son los hechos.

—De acuerdo.

—Segundo paso: las personas implicadas, el cardenal romano, el abad del monasterio y los arqueólogos que participaron en el proyecto, todos ellos mueren antes de un año. Esto también son hechos.

—Parece la maldición de los faraones... —convino Draco.

—Creo que están intentando clonar a Cristo y los que mueven los hilos en las alturas más elevadas van eliminando testigos a medida que el plan progresa.

Se produjo un breve silencio. Después Draco dijo:

—El Sanguino contiene restos de la sangre de Cristo a partir de los cuales se puede reconstruir el código genético, pero te recuerdo que también están asesinando por las piedras templarias, que sólo son dos piedras.

—No le encontramos lógica porque no sabemos para qué las quieren —replicó Perceval—. Lo de la sangre de Cristo tiene lógica porque ya sabemos lo que pueden hacer con ella.

—Reproducir a Cristo —reflexionó Draco—: me parece una barbaridad. Volver a la vida a un hombre que vivió hace dos mil años.

—Y que probablemente fuera muy diferente a como la Iglesia lo ha representado. Algunos historiadores sostienen que el secreto de los templarios consistía precisamente en la verdad sobre Jesucristo: que era un príncipe judío empeñado en expulsar a los romanos, un patriota. Solamente después del fracaso de su rebelión armada y después de su ejecución por los romanos, el complot de Pascua, algunos seguidores suyos, especialmente san Pablo, comenzaron a hablar de Cristo como hijo directo de Dios, Dios en la tierra y hacedor de milagros enteramente imaginario. Los templarios conocieron el secreto por una antigua secta juanista que se había mantenido en Palestina al margen de la Iglesia oficial. Eso les costó la enemistad de Roma.

—Un Cristo imaginario que ha servido para justificar el poder de la Iglesia y de las monarquías tiránicas —observó Draco.

—La revelación de ese Cristo —continuó Perceval— podría subvertir los cimientos cristianos de Occidente, especialmente los de las Iglesias que llevan siglos e incluso milenios vendiéndole humo a sus feligreses. Las consecuencias de la resurrección de Cristo en los albores del tercer milenio pueden ser incalculables. Imagínate a Cristo vivo de nuevo sobre la tierra, viendo el mundo como es ahora. Gran parte de la humanidad es cristiana. Occidente es cristiano. Y Occidente tiene el poder del mundo. Ese hombre, Cristo resucitado, tendría en sus manos el poder del mundo. Reinaría realmente sobre el mundo.

—¿Qué sentido puede tener que un cardenal esté detrás de todo esto, si el Cristo verdadero abominaría de la Iglesia?

—Supongamos, como hipótesis de trabajo, que la Iglesia, o al menos una facción de ella, quiere fabricar a ese Cristo para controlarlo. Bastaría con que se encargaran de su educación, que lo manipularan desde niño, como los budistas hacen con los pequeños lamas, para adaptarlo a sus intereses. Sería un arma de poder incalculable en manos de la camarilla que domina la Iglesia, la curia cardenalicia o una parte de ella.

—Tiene sentido. Desde hace un siglo, la Iglesia está perdiendo poder. Controlando a ese Cristo resucitado podría recuperar el control mundial. Dirían que se ha producido un segundo Advenimiento y muchísimos fieles lo creerían, viniendo de donde viene.

41

Vaticano

Gian Carlo Leoni y su colaborador el arzobispo Sebastiano Foscolo paseaban por una avenida de los jardines vaticanos, cerca de la fuente presidida por una estatua de Roma en forma de potente matrona, a la que los romanos apodan cariñosamente
la Solterona
debido a su ubicación vaticana rodeada de hombres célibes.

—¿Conoce su eminencia la noticia? —preguntaba Foscolo—. La tumba del papa Silvestre II ha amanecido cubierta de rocío.

—¿De veras? —preguntó Leoni con un deje de ironía.

—Yo sé que su eminencia desprecia la leyenda, pero ha ocurrido en verdad. Esa tumba suda cuando se aproxima la muerte de un papa. Además, un amigo que tengo entre los beneficiados de San Juan de Letrán me asegura que los huesos de Silvestre II se mueven produciendo un ruido como de guijarros.

—Es posible que el buen Gerbert d'Aurillac nos esté anunciando que pronto poseeremos las piedras templarias.

Foscolo no entendió la alusión de su superior. Se quedó mirándolo con expresión perpleja.

—Gerbert d'Aurillac, así se llamaba el papa Silvestre II —explicó Leoni—. Un tipo curioso. El primer papa francés. Su pontificado abarca del 999 al 1003, sólo cuatro años en medio de los terrores del milenio. Sin embargo, en ese breve plazo, Silvestre dignificó el pontificado y le devolvió su esplendor y su poder. Ciertas cosas sólo se entienden examinando su vida anterior. Fue un profundo humanista y filósofo. Viajó a Córdoba como embajador de Borrell II y se demoró en el camino para buscar la Mesa de Salomón en las ruinas de un monasterio godo. Una leyenda asegura que su sabiduría y sus conocimientos ocultos los obtenía de un busto parlante que respondía a todas sus preguntas. Algunos piensan que ese busto acabó, un siglo y pico después, en manos de los templarios y que ése es el origen del mito del Bafomet, la sabia cabeza parlante.

Pasearon un trecho sin cambiar palabra. Después Foscolo volvió a preguntar.

—¿Cree su eminencia que el papa se muere?

—Sí, es cosa de días.

—¿Qué ocurrirá entonces?

Leoni se detuvo y miró a su colaborador.

—Tendremos que estar más alerta que nunca para encauzar a la Iglesia por la senda recta. Somos los carneros que dirigimos a un gran rebaño a los verdes pastizales de hierba fresca o al desierto seco poblado de leones. Es una gran responsabilidad.

—¿Un gran rebaño? —repitió Foscolo, confuso.

—Piénselo, arzobispo: cinco mil obispos, doscientos mil misioneros, quinientos mil sacerdotes, sesenta mil religiosos profesos, casi un millón de religiosas y más de veinte mil diáconos permanentes, casi mil millones de creyentes católicos dispersos por ochenta países. Todo eso se tiene que gobernar desde este pequeño Estado que ocupa cuarenta y cuatro hectáreas y sólo cuenta con setecientos habitantes.

—Es una enorme responsabilidad —dijo Foscolo—. Máxime cuando según las profecías de san Malaquías, el próximo será el último papa. Es terrible.

Leoni esbozó una sonrisa cruel.

—¿Terrible? ¡Es magnífico! Incluso si esa patraña de las profecías resulta verdad, lo único que hace es confirmar que después del próximo papa no vendrá ningún otro, sino el propio Jesucristo resucitado, ¿no comprende?

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