La reliquia de Yahveh (35 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Ahora el profesor era el alumno. Marie lo aceptó interiormente, pero no sería tan humilde como para confesar su derrota a ojos de los demás.

John seguía pasando páginas de las Sagradas Escrituras y buscando datos que ayudasen a dilucidar el papel de Yeroboam en la historia.

—Resumiendo bastante —dijo dejando el grueso tomo a un lado—, Yeroboam prosperó en la corte de Salomón, y hay que suponer que, en algún momento, si nos fiamos de las inscripciones que hemos encontrado, fue embajador o emisario del sabio rey en Egipto, teniendo así la oportunidad de presentar el plan de Sheshonk y Nefiris a su señor, aunque esta noticia soy incapaz de confirmarla por ninguna otra fuente. Posteriormente, acompañaría a Nefiris a Jerusalén en calidad de novia real y se quedaría allí hasta la fecha en que su estrella cayó en desgracia ante su monarca.

—¿Por qué cayó en desgracia? —interrogó un Alí que siempre acostumbraba a formular la pregunta más pertinente.

John tuvo un atisbo de volver a coger la Biblia y ponerse a rebuscar de nuevo, pero no lo hizo. Habló de memoria.

—Este punto está bastante oscuro —advirtió John—. La Biblia no explica por qué, pero Salomón, en algún momento posterior, quiso matar a Yeroboam y éste tuvo que salir corriendo de Jerusalén.

John, esta vez sí, tuvo que coger el Libro y disponerse a leer.

Intentó Salomón dar muerte a Yeroboam; pero éste emprendió la huida a Egipto, junto a Sosaq, rey de Egipto; y permaneció en Egipto hasta la muerte de Salomón.

(1 Re 11, 40)

—Yeroboam y Sheshonk no vuelven a ser mencionados hasta la muerte del rey — prosiguió—. Parece ser que Yahvéh se enfadó bastante con Salomón en los últimos años de su reinado. Salomón pecó de excesiva concupiscencia, se dio a los placeres de la carne manteniendo a decenas de concubinas reales con las que sostenía el consabido ayuntamiento lúbrico; pero, sobre todo, Salomón olvidó los preceptos religiosos de Yahvéh: en su eterna búsqueda de sabiduría se atrevió a adorar a otros dioses.

A John le falló la retentiva, no recordaba los nombres de las olvidadas omnipotencias a las que Salomón volvió la vista en sus últimos años, así que agarró de nuevo su socorrida Biblia.

—…Astarté, diosa de Sidón; Kemós, dios de Moab; y Milkom, dios venerado también en el país de Moab.

—Arcanos poderes —pronunció Alí.

—Sí —reconoció John—, y sus cultos eran verdaderos semilleros de nigromancias. El dios Milkom, Molkon o Moloc, identificable con el Baal o Belcebú cananeo, exigía en su adoración la realización de sacrificios humanos. Aunque, bueno, esto no viene mucho al caso.

Esta vez Marie, aunque le seguían molestando grandemente las desviaciones que introducía John en sus explicaciones, no tenía intención de exteriorizar ninguna reconvención; sin embargo, su actitud hostil en otras conversaciones anteriores tuvo como resultado el que fuese el propio John quien se autocensurara.

—Lo que viene al caso —dijo el inglés cambiando de tema— es que Yahvéh escarmentó a Salomón, aunque indirectamente. En atención a su padre David, un rey que sí siguió los preceptos dictados por Yahvéh, Salomón conservó el trono hasta su muerte, pero Dios castigó a su hijo Roboam con el desmembramiento del reino de Israel en dos estados diferentes.

—¿Dos estados?

Inesperadamente era Osama el que había demandado la última aclaración, estaba tan metido en la conversación, tan fascinado, que a duras penas podía reprimir ya sus ganas de preguntar.

—Sí, dos naciones plenamente independientes —esclareció John—. Roboam, el hijo legítimo y heredero de Salomón, gobernó Judá, en el sur, con únicamente dos tribus de Israel como apoyo y conservando la capital, Jerusalén.

—¿Y en el norte? —siguió preguntando Osama que, como buen árabe, estaba tremendamente interesado en todo lo que significase algún castigo al reino de Israel.

—Pues en el norte, se fundó un país nuevo que siguió conservando el viejo nombre de Israel y que albergó a las otras diez tribus restantes. En este estado quedó como rey.

John se paró y se permitió una pequeña frivolidad.

—¿A qué no lo adivináis? —dijo con retintín, como si estuviese contando un cuento a unos niños pequeños.

Sorprendentemente, la audiencia le siguió el juego.

—¡Yeroboam! —prorrumpieron la francesa y los dos egipcios casi simultáneamente.

—Premio —confirmó John—. En la Biblia se explica el suceso con una metáfora, con una profecía.

John prefirió leerla a tener que explicarla.

En cierta ocasión en que Yeroboam salía de Jerusalén, encontró en el camino al profeta Ajiyyá de Siló, quien iba cubierto con un manto nuevo. Los dos estaban solos en el campo. Entonces Ajiyyá tomó el manto nuevo que llevaba puesto y lo rasgó en doce pedazos, al tiempo que decía a Yeroboam: Toma para ti diez pedazos, pues así habla Yahvéh, Dios de Israel: voy a dividir el reino de manos de Salomón y te voy a dar diez tribus. Sólo una tribu quedará para él, en atención a mi siervo David, y a Jerusalén, la ciudad que elegí entre todas las tribus de Israel.

(1 Re 11, 29-32)

—Esto es más o menos lo que he explicado antes, pero la Biblia lo narra en forma de alegoría, para que lo entienda todo el mundo.

—¿Y la tribu que falta? —preguntó Osama.

—Es la de Judá, la que al final dio nombre al país. A Roboam le fueron fieles parte de los sacerdotes de la teocracia de su padre Salomón, por eso conservó Jerusalén; la tribu de Judá y la tribu de Benjamín, fueron los únicos que Yahvéh reservó como exclusivos feudatarios del hijo del díscolo sabio Salomón.

Marie empezó a golpear rítmicamente con sus dedos la mesa metálica en la que estaban todos sentados. El gesto mostraba su impaciencia.

—Bueno John —dijo—, ¿cuál es tu teoría para explicar este supercúmulo estelar de coincidencias palaciegas? Yo tengo mi propia tesis, pero me gustaría oír la tuya.

Que será más completa, pensó Marie íntimamente, aunque nada conseguía hacerla parecer menos segura de sí misma.

—Creo que realmente Sheshonk devolvió el favor a Yeroboam y le puso en el trono. Pero fue después de la muerte de Salomón, la invasión del Sisaq o el Sosaq bíblico está documentada en fechas que coinciden con los primeros años del reinado de Roboam. La Biblia dice que esta sedición de las diez tribus fue por una cuestión de impuestos, lo típico. Sin embargo, yo tengo la intuición que todo fue orquestado por Yeroboam desde Egipto, con la ayuda de Sheshonk y, tal vez, de Nefiris.

John efectuó una pausa para recapacitar y luego añadió:

—Sé que quedan muchos hilos sueltos, pero estoy seguro que tiene que haber una segunda parte de la historia grabada en las paredes de esa tumba y tal vez nos explique todo lo que nos oculta la Biblia.

—¿No estaría escrita en los frescos que hemos explorado esta mañana, los del pasillo deteriorado por la humedad, verdad? —temió Alí.

—No lo creo, esas pinturas no contenían muchos jeroglíficos —dijo John confiado.

—Os recuerdo a los dos que lo más seguro es que la tumba esté completamente inundada —declaró la directora de la excavación concluyente.

A John se le había olvidado por entero el resultado de la aciaga exploración que habían efectuado esa misma mañana. Sus esperanzas por desentrañar el final de tan fascinante historia se deshicieron tan rápido que pareció que nunca las había llegado a acariciar. Marie tenía razón, seguramente a partir de ahora la tumba les daría muchas menos alegrías.

—Bueno, creo que ya está bien por hoy —dictó la francesa levantando la sesión—. Ya es muy tarde y mañana tendremos que bucear en los enigmas de la tumba.

Marie se río con gusto de su propia travesura verbal, los demás se limitaron meramente a acompañarla con una leve y cortés sonrisa mientras salían al exterior.

Los Zarif persistían, trascendentes, en su interminable conferencia. Debían discutir sobre asuntos de familia. Ni siquiera les prestaron atención.

Todos se dirigieron a dormir. Ya era noche cerrada, aunque esta vez no había ni una brizna del molesto viento del día anterior, seguramente habría ido a agitar otras arenas.

Sin tener en cuenta el penetrante frío, hacía una magnífica noche para contemplar las miríadas de estrellas que se alzaban sobre sus cabezas. John y Marie, a las puertas de sus respectivas tiendas, se pararon un momento a contemplar el espectáculo del infinito. John no recordaba haber visto nunca tantas luminarias juntas, Marie nunca las había sentido tan cercanas, parecían brillar con doble o triple intensidad.

Al cabo de un rato, ambos, al unísono, dejaron de mirar el firmamento y se dirigieron la mirada. A pesar de la oscuridad que les envolvía, una oscuridad que aparentaba ser prolongación de la que circundaba a los astros que habían admirado fascinados, fueron capaces de distinguir una pequeña luz. La luz que brotaba de los translúcidos ojos azules de Marie, la que nacía de la rutilante mirada gris perla de John. La luz del agua y de la tierra frente a frente, sin atreverse a decir nada.

Un momento demasiado intenso para la timidez de John, alzó una mano torpemente a modo de buenas noches y se introdujo en su cubil de lona; luego estuvo dos horas pensando, antes de poder conciliar el sueño, si debería haberse acercado a Marie, si debería haber tratado de hablar con ella, si debería haber tratado de besarla. Pensamientos sobre el pasado que no cambian nada, pero que disponen el presente y anuncian el futuro.

9

Nuevo día, nueva algarabía. El sol transmitía su energía y sacudía la pereza hasta de las indolentes piedras. Los Zarif habían llegado hoy considerablemente más temprano y pronto se vio por qué. Se habían reunido en el exterior del recinto con los dos guardias y patriarcas del clan que, después de una noche entera de choques y encuentros dialécticos, parecían haber llegado por fin a alguna conclusión que ahora transmitían al resto de los atentos miembros del linaje familiar.

Osama los encontró después a todos desayunando té con pastas, tranquilamente, en el interior de la tienda comedor. En cuanto entró el teniente apuraron rápidamente el contenido de sus vasos y dejaron el sitio libre para el resto de la expedición, que ya empezaba a asomar por la puerta buscando algún recipiente con algo caliente en su interior.

La actividad en el campamento parecía hoy especialmente frenética, los trabajadores se habían puesto a desempaquetar todos los utensilios que había comprado Osama el día anterior. Las piezas de la grúa portátil, el traje de submarinista y sus múltiples adminículos, las cuerdas y poleas, los ganchos y fijaciones, todo estaba expuesto en el suelo como si de un zoco árabe se tratara.

Una vez revisado el material se trazó el plan de acción. Los cuatro cabezas de la expedición estaban de acuerdo, se trasladaría la grúa desmontada hasta su emplazamiento, al pie del pozo, y allí se instalaría fijando sus pies mediante tornillos sujetos al suelo. Habría que taladrar las baldosas, pero los arqueólogos no pusieron ningún impedimento. Un arnés de escalador sujeto al gancho de la grúa serviría para bajar o izar a John.

El inglés dudaba entre ponerse el traje antes de entrar en la tumba o vestirse justo al lado de la sima, al final optó por una solución equilibrada. La verdad está en el justo medio, como decía Aristóteles. Se introdujo en el ceñido traje de neopreno y pidió a los obreros que llevasen los tubos de aire comprimido y el resto de los accesorios al interior de la tumba, allí terminaría de ajustarse el equipo.

Osama había comprado al final dos cilindros de aire. John le especificó que con uno le sería suficiente, pero sabía que con los mercaderes egipcios uno nunca sabe lo que va a traer a casa cuando va de compras, así que no protestó. Con un tubo tenía para una hora de exploración, sería más que suficiente así que dejó el segundo como simple repuesto.

Lo que más temía John era que el agua estuviese estancada, lo que haría que tuviese que progresar casi al tacto por lo turbio y sucio que podía llegar a encontrarse el insalubre líquido. No obstante, cuando se asomó al pozo con Marie el día anterior no le pareció notar el particular y desagradable olor del agua en estado de putrefacción. El detective estaba casi seguro que las filtraciones procedían de la capa freática del terreno o de algún río subterráneo estacional.

Una vez instalados todos los equipos decidieron despedir de nuevo a los trabajadores, había demasiada gente en la antesala del pozo. Osama quería quedarse para supervisar una operación que entrañaba cierto riesgo, así que fue Alí quien acompañó a los Zarif al exterior optando por quedarse con ellos y desentenderse de las operaciones submarinas porque, dado su desconocimiento de las mismas, no iba a aportar nada, únicamente estorbaría. Toda excusa que le alejase de la siniestra tumba era justa y válida para el egipcio.

Habían iluminado convenientemente la plataforma inmediatamente anterior a la abertura del sumidero con una pequeña batería, que daba energía a cinco o seis bombillas estratégicamente situadas. Ahora se percibían diáfanamente las dimensiones de la estancia, una pieza de igual tamaño que el pasillo que llevaba hasta ella, pero con el techo bastante más alto, cubierto por losas planas, sin formar el clásico tejado triangular. En la zona del pozo el techo incluso era todavía más elevado, hasta los cinco metros, una falsa bóveda quasi circular, aunque absolutamente irregular, remataba la cuadrada boca de la fosa y… había algo más, Marie fue la primera en darse cuenta.

—Aquí hay una cosa —dijo mientras enfocaba la luz de su linterna hacía el remedo de cúpula.

Osama que estaba muy cerca, ajustando la grúa, también lo vio, era una especie de bajorrelieve que sobresalía del muro, pero se encontraba en el lado de la pared que tenían justo encima, el que no podían llegar a observar a simple vista sin realizar excesivas contorsiones. No acertaban a distinguir lo qué era.

—¿Qué es? —preguntó John mientras se calzaba las aletas.

—No lo sé, parece un relieve esculpido en la pared —contestó Marie—, pero no alcanzo a verlo bien desde este ángulo.

John, con el traje completo y llevando a la espalda el pesado cilindro de aire, se acercaba a la grúa dando torpes pasos.

—Bien, a ver si yo lo distingo cuando me sitúe debajo del brazo de la grúa.

Osama había modificado los amarres y estructura metálica de un arnés de escalada hasta convertirlo en una resistente silla de la que John pudiera desembarazarse cómodamente cuando estuviese dentro del agua.

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