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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (46 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Ni yo mismo me creo los sueños —continuó Brock—. Pero esos individuos me obsesionan.

Mitch recorrió el grupo con la mirada, totalmente inseguro de qué se esperaba de él. Parecía muy posible que la asociación con Daney, Brock, e incluso Merton, se pudiese volver en su contra de alguna forma. Tal vez estuviese siendo excesivamente receloso, pero ya había tenido suficientes malas experiencias.

Merton percibió su incomodidad.

—Este encuentro es completamente privado y se mantendrá en secreto —le dijo—. No pienso escribir nada de lo que se diga aquí.

—A petición mía —añadió Daney, alzando las cejas enfáticamente.

—Quería decirle que puede que sus teorías sean correctas. Las teorías que se desprenden del hecho de que haya buscado a ciertas personas y de que haya analizado determinados aspectos de nuestras propias investigaciones —le dijo Brock—. Pero acabo de ser relegado de mis responsabilidades en lo que respecta a las momias de los Alpes. Las discusiones se han vuelto personales y bastante peligrosas para nuestras carreras profesionales.

—El doctor Brock opina que las momias representan la primera evidencia clara de un caso de especiación humana —continuó Merton, intentando desbloquear la situación.

—Subespeciación, en realidad —precisó Brock—. Pero la idea de especie se ha vuelto muy fluida en las últimas décadas, ¿verdad? La presencia de SHEVA en sus tejidos resulta muy sugerente, ¿no creen?

Daney se inclinó hacia delante, con las mejillas y la frente sonrojadas por la intensidad de su interés.

Mitch decidió que no podía mantener su reticencia ante esta compañía.

—Hemos encontrado otras pruebas —señaló.

—Sí, eso me han comentado Oliver y Maria Konig de la Universidad de Washington.

—No he sido yo, en realidad, sino gente con la que he hablado. Yo no he sido de mucha utilidad, me temo. Comprometido por mis propias acciones.

Brock descartó esto último.

—Cuando le llamé a su apartamento de Innsbruck, ya había disculpado su error. Podía comprender lo sucedido, y su historia sonaba auténtica.

—Gracias —respondió Mitch, sinceramente conmovido.

—Me disculpo por no haberme identificado en ese momento, pero espero que lo comprenda.

—Por supuesto.

—Dígame qué es lo que va a suceder —intervino Daney—. ¿Van a hacer público lo que han descubierto sobre las momias?

—Sí —dijo Brock—. Van a declarar que se ha producido una contaminación. Que las momias en realidad no están emparentadas. Los neandertales se etiquetarán como
Homo sapiens alpinensis
, y el bebé se enviará a Italia para que sea analizado por otro especialista.

—Eso es ridículo —exclamó Mitch.

—Sí, y no podrán mantener esa farsa eternamente, pero los próximos años el poder estará en manos de los conservadores, de la línea dura. Filtrarán la información que les convenga, a aquellos en quienes confíen, nadie que vaya a zarandear las cosas, a los que estén de acuerdo con ellos, como eruditos fanáticos defendiendo los manuscritos del mar Muerto. Confían superar esto con su reputación y su futuro profesional intactos, sin tener que enfrentarse a una revolución que les haría tambalearse, a ellos y a sus teorías.

—Increíble —murmuró Daney.

—No, humano, y todos nos dedicamos al estudio de lo humano, ¿no? ¿Acaso la hembra que analizamos no fue herida por alguien que no deseaba que su bebé naciese?

—Eso no lo sabemos —puntualizó Mitch.

—Yo lo sé —replicó Brock—. Tengo mi propia parcela de creencias irracionales, aunque sólo sea para defenderme de los fanáticos. ¿O no es eso lo que sueña, de una forma u otra, como si esos sucesos se encontrasen enterrados en nuestra propia sangre?

Mitch asintió.

—Puede que ése fuese el pecado original de nuestra especie, que nuestros ancestros neandertales deseasen detener el progreso, mantener su posición... asesinando a los nuevos niños. A aquellos que se convertirían en nosotros. ¿Es posible que ahora nosotros estemos haciendo lo mismo?

Daney sacudió la cabeza, refunfuñando por lo bajo. Mitch lo observó con interés y luego se volvió hacia Brock.

—Ha debido examinar los resultados de las pruebas de ADN —le dijo—. Deben ponerse a disposición de otros para su examen.

Brock se inclinó hacia un lado de la silla y levantó una carpeta. Tamborileó sobre ella de forma significativa.

—Tengo todo el material aquí, en DVD-ROM, gráficos, tablas, los resultados de diferentes laboratorios de todo el mundo. Oliver y yo pensamos ponerlos a disposición del público en la web, denunciar el encubrimiento y esperar que salten las chispas.

—Lo que realmente nos gustaría sería conseguir que quedase clara su importancia —añadió Merton—. Nos gustaría presentar pruebas concluyentes de que la evolución vuelve a llamar a nuestra puerta.

Mitch se mordió los labios, reflexionando.

—¿Han hablado con Christopher Dicken?

—Me dijo que no podía ayudarme —contestó Merton.

Mitch se sorprendió.

—La última vez que hablé con él parecía bastante entusiasta, incluso demasiado —comentó.

—Ha cambiado de opinión —dijo Merton—. Necesitamos contar con la doctora Lang. Creo que puedo convencer a algunos de los de la Universidad de Washington, desde luego a la doctora Konig y al doctor Packer, puede que incluso a uno o dos biólogos evolucionistas.

Daney asintió con entusiasmo.

Merton se volvió hacia Mitch. Tensó los labios y se aclaró la garganta.

—¿Esa mirada quiere decir que no lo apruebas?

—No podemos meternos en esto como si fuésemos universitarios en un club de debate.

—Pensaba que te gustaba meterte en líos —dijo Merton con tono ácido.

—Te equivocas —respondió Mitch—. Me gusta hacer las cosas con suavidad y siguiendo las reglas. Es a la vida a la que le gusta meterme en líos.

Daney sonrió.

—Bien dicho. Por mi parte, me encantaría involucrarme a fondo.

—¿Qué quieres decir?

—Es una oportunidad maravillosa —dijo Daney—. Me encantaría encontrar una mujer que estuviese dispuesta a arriesgarse y aumentar mi familia con uno de esos nuevos niños.

Durante varios segundos ni Merton, ni Brock, ni Mitch encontraron palabras para responderle.

—Una idea interesante —comentó Merton en voz baja, y le lanzó una mirada a Mitch, arqueando una ceja.

—Si intentamos provocar una tormenta fuera del castillo, puede que acabemos con más puertas cerradas que abiertas —admitió Brock.

—Mitch —dijo Merton, conciliador—, dinos, ¿qué deberíamos hacer a continuación... ajustándonos más a las reglas?

—Reunir un grupo de auténticos expertos —contestó Mitch, pensando intensamente durante unos segundos—. Packer y Maria Konig son un buen comienzo. Podemos reclutarlos entre sus colegas y contactos, los especialistas en genética y biología molecular de la Universidad de Washington, del INS, y de otra media docena de universidades y centros de investigación. Oliver, probablemente tú sepas a quiénes me refiero... posiblemente mejor que yo.

—Los más progresistas entre los biólogos evolucionistas —asintió Merton y frunció el ceño, como si esa frase constituyese un oxímoron—. Ahora mismo, eso se limita a biólogos moleculares y unos cuantos paleontólogos escogidos, como Jay Niles.

—Yo sólo conozco a conservadores —se quejó Brock—. En Innsbruck he estado tomando cafés con el grupo equivocado.

—Necesitamos una base científica —prosiguió Mitch—. Un quórum aplastante de científicos respetados.

—Eso llevará semanas, incluso meses —comentó Merton—. Todos tienen carreras que proteger.

—¿Y si financiamos más proyectos de investigación en el sector privado? —preguntó Daney.

—Ahí es donde el señor Daney podría resultar de ayuda —dijo Merton, observando a su anfitrión por debajo de sus hirsutas cejas pelirrojas—. Tiene los recursos para convocar un congreso de especialistas, y eso es lo que necesitamos. Rebatir las declaraciones públicas del Equipo Especial.

La expresión de Daney se nubló.

—¿Cuánto costaría? ¿Cientos de miles, millones?

—Más bien lo primero que lo segundo, supongo —respondió Merton, riéndose.

Daney les miró con preocupación.

—Es mucho dinero, y tendré que pedirle permiso a mi madre —dijo.

59. Instituto Nacional de la Salud, Bethesda

—La dejé marcharse —le dijo la doctora Lipton, sentada tras la mesa del despacho—. Dejé que se fueran todas. El director del departamento de investigación clínica dijo que teníamos información suficiente para aconsejar a nuestras pacientes e interrumpir los experimentos.

Kaye la contempló, sorprendida.

—Así, sin más... ¿Les permitió salir de la clínica e irse a casa?

Lipton asintió, marcándosele ligeramente el hoyuelo de la barbilla.

—No fue cosa mía, Kaye. Pero tuve que acceder. Estábamos más allá de los límites éticos.

—¿Y qué pasa si necesitan ayuda en sus casas?

Lipton bajó la mirada hacia la mesa.

—Les advertimos que era probable que sus hijos naciesen con defectos graves y que no sobreviviesen. Las remitimos a sus hospitales más cercanos para tratamiento externo. Estamos costeando todos sus gastos, incluso si se presentan complicaciones. Específicamente si se presentan complicaciones. Todas están dentro del período de eficacia.

—¿Están tomando la RU—486?

—Es su elección.

—Ésa no es la política establecida, Denise.

—Lo sé. Seis de las mujeres solicitaron que se les diese la oportunidad. Querían abortar. Llegados a ese punto, no podíamos continuar.

—Les dijiste...

—Kaye, nuestras directrices son claras como el cristal. Si existe la posibilidad de que los bebés puedan poner en peligro la salud de la madre, les proporcionamos los medios para terminar el embarazo. Yo apoyo su libertad de elección.

—Por supuesto, Denise, pero... —Kaye se volvió, examinando el despacho que ya conocía, los gráficos, los retratos de fetos en diferentes estados de desarrollo—. No puedo creerlo.

—Augustine nos pidió que retrasásemos la administración de la RU—486 hasta que se pudiese establecer una política clara al respecto. Pero el director del departamento de investigación es quien decide.

—Está bien —respondió Kaye—. ¿Quién no pidió la droga?

—Luella Hamilton —contestó Lipton—. Se la llevó y prometió presentarse a revisiones con su médico regularmente, pero no la tomó bajo nuestra supervisión.

—Entonces, ¿se acabó?

—Hemos sacado los dedos del pastel —le contestó Lipton con suavidad—. No tenemos elección. Éticamente, políticamente, nos culparán hagamos lo que hagamos. Optamos por la ética, y el apoyo a nuestras pacientes. Si fuese hoy, sin embargo... Tenemos nuevas órdenes de la Secretaría de Salud y Servicios Sociales. No recomendar el aborto y no proporcionar la RU—486. Abandonamos el asunto de los bebés justo a tiempo.

—No tengo la dirección personal de la señora Hamilton ni su número de teléfono —dijo Kaye.

—Yo tampoco voy a dártela. Tiene derecho a que se respete su intimidad. —Lipton la contempló—. No te salgas del sistema, Kaye.

—Creo que es el sistema el que va a expulsarme en cualquier momento —le contestó Kaye—. Gracias, Denise.

60. Nueva York

En el trayecto en tren hasta Albany, rodeado del olor a pasajeros, tejidos recalentados por el sol, plástico y desinfectante, Mitch se hundió en el asiento. Se sentía como si acabase de huir del País de las Maravillas. El entusiasmo de Daney por incorporar una «nueva persona» a la familia le fascinaba y le asustaba al mismo tiempo. La especie humana se había vuelto tan cerebral y había asumido tanto control de su biología, que esta antigua e inesperada forma de reproducción, de crear variedad en la especie, podía cortarse en seco o ser fomentada como si se tratase de algún tipo de juego.

Contempló por la ventana los pequeños pueblos, los bosques de árboles jóvenes, ciudades de mayor tamaño con grises suburbios de almacenes y fábricas, monótonos, sucios y productivos.

61. Oficinas Centrales de Americol, Baltimore

Kaye recogió los documentos que había solicitado a Medline por medio de la biblioteca: veinte copias de cada uno de los ocho artículos, todos pulcramente ordenados. Sacudió la cabeza y hojeó por encima los folios mientras subía al ascensor.

Le llevó otros cinco minutos adicionales atravesar los controles de seguridad de la décima planta. Los agentes le dieron el alto, escanearon su foto de identificación y luego le pasaron los detectores por las manos y el bolso. Finalmente, el responsable del servicio de seguridad del vicepresidente pidió que alguien que estuviese en la sala de ejecutivos respondiese por ella. Dicken salió, dijo que la conocía y pudo entrar en la sala con quince minutos de retraso.

—Llegas tarde —le susurró Dicken.

—Un atasco. ¿Sabías que habían interrumpido el estudio especial?

Dicken asintió.

—Están todos dando vueltas intentando no comprometerse. Nadie quiere acabar cargando con la culpa de lo que sea.

Kaye vio al vicepresidente sentado en la parte delantera, con el asesor científico a su lado. Había al menos cuatro agentes del servicio secreto en la habitación, lo que la hizo alegrarse de que Benson se hubiese quedado fuera.

En una mesa de la parte posterior se habían dispuesto refrescos, fruta, galletas, queso y verduras, pero nadie comía. El vicepresidente abrió una lata de Pepsi.

Mientras Dicken conducía a Kaye hasta una silla plegable en el lado izquierdo de la sala, Frank Shawbeck terminó de exponer el resumen de los descubrimientos de las investigaciones del INS.

—Le ha llevado cinco minutos —le dijo Dicken.

Shawbeck ordenó los documentos sobre el atril, se apartó de él y Mark Augustine se adelantó. Se inclinó sobre el atril.

—La doctora Lang ya está aquí —comentó con tono neutral—. Sigamos con temas sociales. Hemos sufrido doce disturbios importantes en diferentes puntos del país. La mayoría parecen haberse disparado por los anuncios de que vamos a proporcionar gratuitamente la RU—486. Ese plan no llegó a completarse, pero estaba siendo sometido a discusión.

—Ninguno de esos medicamentos es ilegal —intervino Cross irritada. Estaba sentada a la derecha del vicepresidente—. Señor vicepresidente, invité al representante de la mayoría del Senado a asistir a esta reunión y declinó la invitación. No asumiré la responsabilidad por...

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