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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (48 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Es una revista importante —dijo Kaye—. Ha publicado artículos muy importantes.

Jackson dejó pasar ese comentario.

—No he tenido tiempo para leer todo el material que nos ha entregado. Lo lamento —continuó, poniéndose de pie—. Hasta donde usted sabe, ¿alguno de los autores cuyos artículos ha incluido en el expediente coincidiría totalmente con usted en la teoría de cómo funciona la evolución?

—Por supuesto que no —dijo Kaye—. Se trata de un campo que está comenzando a desarrollarse.

—No sólo está comenzando a desarrollarse. Es infantil, ¿no es verdad, doctora Lang?

—Está en su infancia, sí —le replicó Kaye—. Infantil se adecuaría a aquellos que se empeñan en negar evidencias claras. —No pudo evitar mirar a Dicken. Él le devolvió la mirada con firmeza, aunque triste.

Augustine se adelantó de nuevo y levantó la mano.

—Podríamos seguir así durante días. Estoy seguro de que sería un debate interesante. Lo que debemos hacer, sin embargo, es juzgar si opiniones similares a las defendidas por la doctora Lang podrían resultar perjudiciales para las metas del Equipo Especial. Nuestra misión es proteger la salud pública, no discutir temas científicos controvertidos.

—Eso no es exactamente justo, Mark —intervino Marge Cross, levantándose—. Kaye, ¿no te parece que éste es un tribunal demasiado parcial?

Kaye soltó el aliento, a medias riendo y suspirando, bajó la vista y asintió.

—Ojalá hubiese tiempo —añadió Marge—. Realmente lo desearía. Esos puntos de vista resultan fascinantes, y comparto parte de ellos, querida, pero estamos irremediablemente envueltos en política y negocios, y debemos atenernos a algo que todos podamos apoyar y que el público pueda entender. Yo no veo apoyo en esta sala, y sé que no tenemos ni el tiempo ni la disposición para enzarzarnos en un debate público. Desgraciadamente, tenemos que conformarnos con ciencia de comité, doctor Augustine.

Augustine parecía obviamente molesto por esa caracterización.

Kaye miró al vicepresidente. Contemplaba la carpeta que tenía sobre las rodillas, que no había abierto, claramente incómodo por estar en medio de una pelea que no consideraba que tuviese nada que ver con él. Estaba esperando a que acabase la discusión.

—Lo entiendo, Marge —dijo Kaye. No pudo evitar que le temblase la voz—. Gracias por poner las cosas tan claras. No veo otra alternativa que la de dimitir del Equipo Especial. Eso hace que el valor que tenía para Americol se reduzca, así que te ofrezco mi dimisión también a ti.

En el pasillo, después de la reunión, Augustine llevó a Dicken aparte. Dicken había intentado alcanzar a Kaye, pero ésta ya se había alejado por el pasillo en dirección al ascensor.

—Esto no ha salido como me hubiese gustado —le dijo Augustine—. No quiero que se vaya del Equipo Especial. Simplemente no quiero que haga públicas esas ideas. Dios, puede que Jackson nos haya causado un perjuicio mayor...

—Conozco a Kaye Lang lo bastante bien —le interrumpió Dicken—. Se ha marchado definitivamente, y sí, está enfadada, y soy tan responsable como Jackson.

—¿Y qué demonios puedes hacer para arreglar las cosas? —le preguntó Augustine.

Dicken se encogió de hombros e hizo que le soltase el brazo.

—Nada, Mark. Callarme. Y no me pidas que lo intente.

Shawbeck se les acercó, haciendo una mueca.

—Hay otra manifestación prevista para esta tarde en Washington. Asociaciones de mujeres, cristianos, negros, hispanos... Están evacuando el Capitolio y la Casa Blanca.

—Dios Santo —exclamó Augustine—. ¿Qué intentan hacer? ¿Hundir el país?

—El presidente ha accedido a establecer protección total. El ejército regular y la Guardia Nacional. Creo que el alcalde va a declarar el estado de emergencia en la ciudad. El vicepresidente se trasladará a Los Ángeles esta tarde. Caballeros, nosotros también deberíamos salir de aquí.

Dicken oyó a Kaye discutiendo con su guardaespaldas. Se apresuró por el pasillo para ver qué sucedía, pero cuando llegó ya estaban en el interior del ascensor y la puerta se había cerrado.

Kaye se detuvo en el vestíbulo de la planta baja, con las manos en las caderas, hablando a gritos.

—¡No quiero que me proteja! ¡No quiero nada de esto! Le dije...

—No tengo elección, señora —respondió Benson, manteniéndose firme como un toro—. Estamos en alerta total. No puede volver a su apartamento hasta que lleguen más agentes, y eso llevará al menos una hora.

Los guardas de seguridad del edificio estaban cerrando las puertas delanteras y colocando barricadas. Kaye se volvió, vio las barricadas y a gente curioseando tras las puertas de cristal. Las compuertas de acero descendían lentamente sobre la entrada exterior.

—¿Puedo llamar por teléfono?

—Ahora no, señora Lang —le dijo Benson—. Me disculparía sinceramente si esto fuese culpa mía, ya lo sabe.

—¡Sí, como cuando le contó a Augustine quién estaba en mi apartamento!

—Se lo preguntaron al portero, señora Lang, no a mí.

—Entonces, de qué se trata ahora, ¿nosotros contra ellos? Yo quiero estar ahí fuera, con la gente real, no aquí...

—No deseará estar ahí fuera si la reconocen —dijo Benson.

—Karl, por el amor de Dios, ¡he dimitido!

El agente alzó las manos y negó con la cabeza firmemente: no importaba.

—Entonces ¿dónde voy a quedarme?

—La instalaremos junto a los otros investigadores, en la sala de ejecutivos.

—¿Con Jackson? —Kaye miró al techo y se mordió los labios, riéndose de desesperación.

62. Universidad del estado de Nueva York, Albany

Mitch contempló a través de la ventanilla del taxi la manifestación de estudiantes a lo largo de la avenida bordeada de árboles. La gente salía a montones de las casas y los edificios de oficinas que se encontraban en el recorrido de la manifestación.

Esta vez no llevaban pancartas ni estandartes, pero todos mantenían la mano izquierda en alto, con los dedos estirados y las palmas hacia delante.

El conductor, un inmigrante somalí, bajó la cabeza y echó un vistazo por la ventanilla de la derecha.

—¿Qué significa lo de llevar la mano en alto?

—No lo sé —respondió Mitch.

La manifestación les había cortado el paso en un cruce. El campus de la universidad estaba tan sólo a unas cuantas manzanas, pero Mitch dudaba de que consiguiesen llegar hasta allí.

—Da mucho miedo —comentó el taxista, volviéndose para mirar a Mitch—. Quieren que se haga algo, ¿no?

—Supongo —asintió Mitch.

El conductor sacudió la cabeza.

—No cruzaré esa línea. Es muy larga, señor. Le llevaré de vuelta a la estación, donde estará a salvo.

—No —dijo Mitch—. Déjeme aquí mismo.

Le pagó al taxista y se dirigió hacia la acera. El taxi dio la vuelta y se alejó antes de que otros coches le bloquearan el paso.

Mitch tensó la mandíbula. Podía sentir y oler la tensión, la electricidad social, que emanaba de la larga fila de hombres y mujeres, la mayoría jóvenes en la parte de delante, pero luego más y más viejos, que salían de los edificios, todos desfilando con la mano izquierda en alto.

No el puño, la mano. A Mitch le pareció un detalle significativo.

Un coche de la policía aparcó a pocos metros de donde se encontraba. Los dos policías se quedaron junto a las puertas abiertas, observando.

Kaye había bromeado sobre ponerse una máscara, el día que habían hecho el amor por primera vez. Habían hecho el amor tan pocas veces. A Mitch se le hizo un nudo en la garganta. Se preguntó cuántas de las mujeres de la manifestación estarían embarazadas, cuántas habían dado positivo en los análisis de exposición al SHEVA, y cómo habría afectado eso a sus relaciones.

—¿Sabe qué es lo que sucede? —le preguntó uno de los policías.

—No —contestó Mitch.

—¿Cree que se pondrá feo?

—Espero que no —respondió.

—No sabíamos nada de esto —gruñó el policía, y volvió a meterse en el coche patrulla.

El coche retrocedió, pero otros coches le cerraban el paso y no pudo continuar. Mitch pensó que habían hecho bien al no encender las sirenas.

Esta manifestación era diferente a la de San Diego. La gente aquí parecía cansada, traumatizada, casi más allá de la esperanza. Mitch deseó poder decirles que todo su miedo era innecesario, que lo que sucedía no era un desastre ni una plaga, pero ya no estaba seguro de qué creer.

Todas sus creencias y opiniones se desvanecían en presencia de esta inmensa marea de emoción y miedo.

No quería el trabajo de la SUNY. Quería estar con Kaye y protegerla; quería ayudarla a pasar por esto, profesionalmente y personalmente, y quería que ella le ayudase también.

No era buen momento para estar solo. El mundo entero estaba sufriendo.

63. Baltimore

Kaye abrió la puerta del apartamento y entró despacio. Cerró la gruesa puerta de un par de golpes con el pie, y luego se apoyó sobre ella para que quedase bien cerrada. Dejó el bolso y la cartera sobre una silla y se paró un momento, como si estuviese desorientada. No había dormido nada desde hacía veintiocho horas.

Fuera era casi mediodía.

El aviso luminoso del contestador parpadeó ante sus ojos. Recuperó los tres mensajes. El primero era de Judith Kushner, pidiéndole que le devolviese la llamada. El segundo era de Mitch, y dejaba un número de teléfono de Albany. El tercero era también de Mitch.

—He conseguido volver a Baltimore, pero no ha sido fácil. No podré entrar en el edificio y utilizar la llave que me diste. He intentado llamar a Americol, pero la centralita dice que no están atendiendo llamadas externas, o que no estás disponible, o algo así. Estoy muy preocupado. Aquí fuera, esto es un infierno, Kaye. Llamaré dentro de unas horas para ver si estás en casa.

Kaye se secó las lágrimas y maldijo en voz baja. Apenas podía ver con claridad. Se sentía como si estuviese atrapada en melaza y nadie le dejase limpiarse los zapatos.

La sede de Americol había estado sitiada por cuatro mil manifestantes durante nueve horas, cortando el tráfico alrededor del edificio. La policía había intervenido y había conseguido fragmentar a la multitud en grupos más pequeños y menos controlados, y habían estallado los disturbios. Se habían prendido fuegos y volcado coches.

—¿Adónde puedo llamarte, Mitch? —murmuró, levantando el teléfono del soporte de recarga. Estaba hojeando la guía telefónica, buscando el número de la AJC, cuando sonó el teléfono que tenía en la mano.

Se lo acercó al oído.

—¿Hola?

—Otra vez el oscuro intruso. ¿Cómo estás?

—Mitch, oh Dios, estoy bien, sólo muy cansada.

—He estado recorriendo todo el centro de la ciudad. Han quemado parte del centro de convenciones.

—Lo sé. ¿Dónde estás?

—A una manzana de ahí. Puedo ver tu edificio y la torre Pepto-Bismol.

Kaye se rió.

—Es la torre Bromo-Seltzer. Es azul, no rosa. —Inspiró profundamente—. No quiero que sigas aquí. Quiero decir, no quiero estar aquí contigo más tiempo. Mitch, no me estoy explicando bien. Te necesito desesperadamente. Ven, por favor. Quiero hacer las maletas y marcharme. El guardaespaldas todavía está aquí, pero en el vestíbulo, abajo. Le diré que te deje entrar.

—Ni siquiera intenté conseguir ese trabajo en la SUNY —dijo Mitch.

—Yo he dejado Americol y el Equipo Especial. Ahora estamos igual.

—¿Los dos somos unos vagabundos?

—Sin ocupación, sin raíces y sin ningún medio aparente de vida. Aparte de una generosa cuenta corriente.

—¿Adónde iremos? —preguntó Mitch.

Kaye buscó en su bolso y sacó las dos cajitas con las pruebas de SHEVA. Las había conseguido en el dispensario general de la séptima planta de Americol.

—¿Qué tal Seattle? Tienes un apartamento en Seattle, ¿verdad?

—Sí.

—Perfecto. Quiero estar contigo Mitch. Vayámonos a vivir para siempre jamás en tu apartamento de soltero de Seattle.

—Estás chiflada. Voy ahora mismo.

Kaye colgó y se rió aliviada, y a continuación rompió a llorar. Apretó el teléfono contra su mejilla hasta que se dio cuenta de que era una tontería y lo dejó en la mesa.

—Estoy realmente agotada —musitó para sí, dirigiéndose a la cocina. Se quitó los zapatos, descolgó una lámina de Parrish que había pertenecido a su madre, la dejó sobre la mesa de la cocina y luego descolgó el resto de láminas de su propiedad, su familia, su pasado.

En la cocina, se sirvió un vaso de agua fría de la nevera.

—A la mierda el lujo, a la mierda la Seguridad. A la mierda la propiedad. —Repasó una lista de otros diez artículos a los que repudiar, dejando en último puesto—: A la mierda mi maldita estupidez.

Entonces recordó que sería mejor que avisase a Benson de que iba llegar Mitch.

64. Atlanta

Dicken se dirigió a su antiguo despacho en el sótano del Edificio número 1, en el 1600 de Clifton Road. Mientras caminaba, abrió un paquete de vinilo con material nuevo: un pase especial de seguridad de ámbito federal, instrucciones recién impresas sobre nuevos procedimientos de seguridad y una relación de lugares de encuentro para las entrevistas programadas esa semana.

No podía creer que las cosas hubiesen llegado a ese punto. Las tropas de la Guardia Nacional patrullando el perímetro y el área, y aunque todavía no se había producido ningún incidente violento en el CCE, la centralita principal recibía cada día unas diez amenazas telefónicas.

Abrió la puerta de su despacho y se detuvo durante un momento en medio del cuarto, saboreando la tranquilidad y el silencio. Deseó poder estar en Lagos o en Tegucigalpa. Se sentía mucho más en casa cuando estaba trabajando en condiciones difíciles en países lejanos; incluso la República de Georgia había sido ligeramente más civilizada, y por lo tanto ligeramente más peligrosa, de lo que a él le gustaba.

Prefería con mucho los virus a los humanos descontrolados.

Dicken dejó el paquete sobre su mesa. Durante unos segundos no fue capaz de recordar por qué estaba allí. Había venido a recoger algo, para Augustine. Entonces lo recordó: los informes de las autopsias de los embarazos de la primera fase realizadas en el Northside Hospital. Augustine estaba trabajando en un plan tan secreto que ni siquiera Dicken sabía nada del asunto, pero se le estaban enviando copias de todos los expedientes relacionados con el HERV y el SHEVA que hubiese en el edificio.

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