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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (6 page)

BOOK: La pirámide
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Wallander fue caminando hasta Rosengård. Bajo un cielo nublado, sintió que la idea de que el padre se mudase y de que derribasen el hogar de su niñez lo llenaba de desasosiego.

«Yo sí soy un sentimental», se dijo. «¿No será ésa la razón por la que me gusta tanto la ópera? La cuestión es si uno puede ser un buen policía con semejante inclinación.»

Al día siguiente, Wallander llamó para informarse de los horarios de los trenes, como parte de los preparativos para sus vacaciones. Mona reservó habitación en una pensión que parecía agradable. El joven agente dedicó el resto del día a patrullar por las calles del centro de Malmö. Por todas partes le parecía ver a la joven que se había encarado con él hacía unos días en aquel café. Soñaba con el día en que pudiese ir a trabajar sin uniforme. Desde cualquier lugar, le parecía percibir las miradas de la gente, llenas de aversión y desprecio, en especial las personas de su edad. Hacía las rondas en compañía de un policía obeso y algo lerdo llamado Svanlund que no cesaba de parlotear acerca de la jubilación que lo aguardaba en tan sólo un año y de sus planes de trasladarse a la finca familiar, situada a las afueras de Hudiksvall. Wallander lo escuchaba distraído interrumpiendo su silencio de vez en cuando con algún que otro comentario insulso. Salvo el incidente protagonizado por un grupo de alcohólicos a los que se vieron obligados a expulsar de un parque infantil, lo único que sucedió fue que a Wallander terminaron doliéndole los pies. Era la primera vez que le ocurría, pese a que, hasta la fecha, habían sido muchos los días que se había pasado haciendo la ronda. Se preguntó si no sería por su deseo cada vez más intenso de convertirse en agente del grupo de homicidios de la brigada judicial. Ya en casa, llenó una palangana de agua caliente y, cuando hundió en ella los pies, una sensación de bienestar absoluto inundó todo su cuerpo.

Cerró los ojos y empezó a pensar en la halagüeña perspectiva de las vacaciones. Mona y él tendrían tiempo de planificar su futuro sin interrupciones ni sobresaltos. Además, confiaba en que, muy pronto, podría dejar el uniforme para las ceremonias de gala y pasar a ocupar un despacho en la misma planta que Hemberg.

Se quedó un rato dormitando en la silla. La ventana estaba entreabierta y le pareció que alguien estaba quemando basura, pues la brisa le traía un débil olor a humo. O tal vez fuesen ramas secas. Se oía un ligero crepitar...

De repente, se despabiló sobresaltado, los ojos de par en par. ¿A quién se le habría ocurrido quemar basura en el jardín trasero del edificio? Si, además, no había en aquel barrio casas con jardín donde prender fuego a los desechos.

Entonces vio la humareda.

La delgada nube avanzaba filtrándose desde el vestíbulo. Al echar a correr hacia la puerta, vertió el agua de la palangana. El descansillo de la escalera estaba lleno de humo. Pero él sabía perfectamente qué era lo que estaba quemándose.

El apartamento de Hålén ardía en llamas.

2

Wallander llegaría a pensar después que, por una vez en su vida, se las había arreglado para actuar de acuerdo con el reglamento. En efecto, entró corriendo en su apartamento y llamó a los bomberos antes de, con idéntica premura, subir hasta el piso de Linnea Almqvist para que saliese a la calle. La mujer comenzó lanzando alguna protesta, pero Wallander la tomó resuelto del brazo y la alejó del peligro. Una vez hubieron atravesado el portal, el joven agente descubrió que tenía una herida considerable en la rodilla. De hecho, había tropezado con la palangana cuando volvió al apartamento para llamar a los bomberos y se dio un golpe contra el borde de la mesa, aunque no se había percatado de que sangraba hasta aquel momento.

La extinción del incendio había sido rápida, puesto que Wallander percibió el olor y dio la alarma antes de que estuviese muy extendido. Cuando se acercó al jefe del equipo de bomberos para saber si ya podían establecer la causa del fuego, el hombre se negó a ofrecerle ningún tipo de explicación. Encolerizado, el joven subió a su apartamento para hacerse con su placa de policía. El jefe del equipo, que se llamaba Faråker, era un hombre de unos sesenta años, de rostro bermejo y voz poderosa.

—¡Ya podrías haber dicho antes que eras policía! —exclamó.

—Sí, además vivo en el mismo edificio. Fui yo quien dio la alarma.

Wallander le refirió lo que le había ocurrido a Hålén.

—Se muere demasiada gente —sostuvo Faråker decidido.

Wallander no supo cómo interpretar aquel sorprendente comentario.

—Ya, pero eso significa que el apartamento estaba vacío —dijo.

—En fin. El incendio parece haber comenzado en el vestíbulo y que me aspen si no ha sido provocado —aventuró Faråker.

Wallander lo miró inquisitivo.

—¿Y cómo puedes saberlo tan pronto?

—Bueno, uno va aprendiendo alguna que otra cosa con el paso de los años —ironizó Faråker al tiempo que se volvía para dar instrucciones a sus compañeros—. A ti te ocurrirá lo mismo —prosiguió mientras rellenaba su vieja pipa.

—Pero si el incendio ha sido provocado, habrá que recurrir a la brigada judicial, ¿no? —apuntó Wallander.

—Ya están en camino.

Wallander acudió a ayudar a unos colegas que se esforzaban por apartar a los curiosos.

—Éste es el segundo incendio del día —comentó uno de los policías, llamado Wennström—. Esta mañana ya tuvimos que levantar una empalizada cerca de Linhamn.

Wallander se preguntó fugazmente, sin detenerse demasiado a meditarlo, si no habría sido su padre que, una vez tomada la decisión de mudarse, hubiese resuelto asimismo reducir su antigua casa a cenizas.

En aquel momento, un coche se detuvo junto a la acera. Wallander descubrió con sorpresa que era Hemberg, que le hacía señas para que se acercase.

—Oí la llamada. En realidad, Lundin ya estaba en camino, pero se me ocurrió que sería mejor que acudiese yo, puesto que ya conocía la dirección —aclaró el inspector.

—El jefe del equipo de bomberos sospecha que el incendio fue provocado.

Hemberg hizo una mueca de desdén.

—Sí, la gente no para de opinar esto y aquello... Conozco a Faråker desde hace casi quince años. Y tanto da si el incendio se declara en una chimenea o en el motor de un coche. Para él, todos los incendios son provocados. Ven conmigo y a lo mejor aprendes algo.

Wallander lo acompañó hasta donde se hallaba el jefe de bomberos.

—¿Qué te parece? —inquirió Hemberg.

—Provocado.

Faråker parecía muy seguro. Wallander intuyó que, entre los dos hombres, fluía una corriente de mutuo y bien cimentado rechazo.

—El hombre que vivía en este apartamento está muerto. ¿A quién crees que se le ocurriría provocar un incendio ahí dentro?

—Eso es asunto tuyo. Yo sólo sé que ha sido provocado.

—¿Podemos entrar?

Faråker llamó a uno de los bomberos, que les aseguró que no había peligro. El incendio estaba extinguido y los humos más tóxicos se habían disipado ya. Entraron en el vestíbulo, que aparecía negro de hollín hasta la puerta. Sin embargo, según comprobaron, el fuego no había llegado más allá de la cortina que separaba la entrada de la sala de estar. Faråker señaló la ranura del correo.

—Ahí empezó a arder sin llama, hasta que prendió el fuego. No hay ni cables eléctricos ni ningún contacto o dispositivo que haya podido arder por sí mismo.

Hemberg se acuclilló junto a la puerta y se puso a olfatear.

—¡Vaya! Puede que tengas razón, por una vez en la vida —declaró al tiempo que se incorporaba—. Aquí huele a algo raro. Petróleo, tal vez.

—Sí, de haber utilizado gasolina, el incendio habría tenido otro aspecto.

—En otras palabras: alguien ha introducido algo por la ranura del correo.

—Es lo más probable.

Faråker removió los restos carbonizados de la alfombra con la punta del pie.

—Pero no ha sido papel —aseguró—. Más bien un trozo de tela o una madeja de cuerda.

Hemberg meneó la cabeza resignado.

—Pues sí que es jodido que la gente se dedique a prender fuego en la casa de alguien que acaba de morir.

—Como te digo, eso es asunto tuyo, no mío —puntualizó Faråker.

—En fin. Les diremos a los técnicos que vengan a echar un vistazo.

Por un instante, Hemberg pareció preocupado. Finalmente, se dirigió a Wallander:

—¿Me invitas a un café?

Ya en el apartamento de Wallander, Hemberg observó con curiosidad la palangana volcada y el charco de agua que se había formado en el suelo.

—No habrás intentado apagar el fuego tú solo, ¿verdad?

—No, había metido los pies en agua...

Hemberg lo miró con sincero interés.

—¿Los pies en agua?

—Así es. A veces, me duelen los pies.

—Eso es porque no llevas el calzado adecuado —sostuvo Hemberg—. Yo estuve patrullando las calles durante más de diez años y jamás me dolieron los pies.

Hemberg se sentó a la mesa de la cocina mientras Wallander preparaba el café.

—¿Oíste algo? —quiso saber el inspector—. ¿Alguien que subiese o bajase la escalera?

—No.

A Wallander se le antojó vergonzoso admitir que también en aquella ocasión estaba durmiendo.

—Pero, si alguien hubiese estado rondado por aquí, ¿lo habrías oído?

—Bueno, suele oírse el portazo de abajo... —comentó Wallander esquivo—. Supongo que lo habría oído, sí; a no ser que, quien hubiese entrado, sujetara la puerta para no hacer ruido.

Wallander sacó un paquete de galletas María, que era lo único que tenía para acompañar el café.

—Lo que está claro es que hay algo raro en todo esto —sentenció Hemberg—. En primer lugar, Hålén se suicida. Luego, alguien hace una incursión nocturna en su apartamento y, finalmente, otro alguien le prende fuego.

—Tal vez no haya sido suicidio, después de todo.

—El caso es que estuve hablando con el forense esta mañana y, en su opinión, todo indica que se trata de un suicidio perfecto —aclaró Hemberg—. Hålén debía de tener buen pulso, pues apuntó con todo el acierto, justo en medio del corazón, sin la menor vacilación. El forense aún no ha terminado su trabajo, pero no parece que haya otra causa posible del fallecimiento salvo el suicidio. La cuestión es más bien qué buscaría la persona que irrumpió de noche en su apartamento y por qué querría alguien quemarlo. La hipótesis más verosímil es, sin duda, que se trate de la misma persona.

Hemberg le indicó a Wallander que le sirviese un poco más de café.

—A ver, ¿cuál es tu opinión? Demuéstrame que sabes pensar —lo retó el inspector.

Ni que decir tiene que Wallander no esperaba en absoluto que Hemberg le pidiese su opinión.

—La persona que entró en el apartamento de Hålén la otra noche buscaba algo, aunque lo más probable es que no lo hallase —comenzó Wallander.

—¿Tal vez porque fuiste tú a interrumpirlo? De haberlo encontrado, se habría marchado antes de que llegases, ¿no es así?

—Exacto.

—¿Y qué crees que buscaba?

—No lo sé.

—Bien. El caso es que esta noche alguien ha intentado prenderle fuego al apartamento, pero, supongamos que se trata de la misma persona: ¿cómo lo interpretarías tú?

Wallander meditó un instante.

—Tómate el tiempo que necesites —lo animó Hemberg—. Para ser un buen investigador, debes aprender a pensar de forma metódica, lo que no significa otra cosa que pensar despacio.

—Tal vez porque no quiere que ninguna otra persona encuentre lo que él buscó sin éxito.

—¿Tal vez? ¿Por qué «tal vez»? —inquirió Hemberg.

—Pues porque existen otras explicaciones posibles.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

Wallander rebuscaba febrilmente en su mente, sin hallar ninguna respuesta.

—No lo sé —admitió al fin—. No se me ocurre ninguna otra explicación. Al menos por ahora.

Hemberg tomó una galleta.

—No. A mí tampoco —confesó—. Lo que muy bien puede significar que la explicación se encuentra en el interior del apartamento, por más que nosotros no hayamos dado con ella aún. De haber quedado todo en la irrupción nocturna, habríamos archivado la investigación tan pronto como los técnicos hubiesen terminado con el examen del arma y el forense hubiese emitido su informe. Sin embargo, este incendio nos obliga a echar otra ojeada al apartamento.

—¿Seguro que Hålén no tenía familia? —quiso saber Wallander.

Hemberg apartó la taza antes de ponerse en pie.

—Ven mañana a mi despacho y podrás ver el informe.

Wallander se mostró vacilante.

—No sé si tendré tiempo. Mañana tenemos una serie de redadas en los parques de Malmö. Estupefacientes, ya sabes.

—Hablaré con tu superior —aseguró Hemberg—. No te preocupes, yo me encargo de arreglarlo.

Así, poco después de las ocho de la mañana siguiente, 7 de junio, Wallander empezaba a leer todo el material recopilado por Hemberg en torno a la persona de Hålén. La información era, sin duda, más que escasa. El hombre no poseía ninguna fortuna, aunque tampoco había dejado deudas pendientes. Simplemente, vivía de su pensión. El único familiar mencionado en los documentos era una hermana, fallecida en 1967 en Katrineholm. Los padres habían muerto mucho antes.

Wallander leyó el informe en el despacho de Hemberg mientras éste acudía a una reunión matinal. Poco después de las ocho y media, el inspector ya estaba de vuelta.

—¿Has encontrado algo interesante? —inquirió.

—¿Cómo es posible que alguien pueda llegar a estar tan solo en el mundo?

—Sí, es una buena pregunta —convino Hemberg—. Pero su contestación no nos proporciona ninguna clave reveladora. Será mejor que vayamos al apartamento.

A lo largo de la mañana, los técnicos criminalistas llevaron a cabo una exhaustiva inspección del domicilio de Hålén. El hombre que dirigía la operación era de baja estatura, además de parco en palabras. Se llamaba Sjunnesson y era una leyenda entre los técnicos criminalistas suecos.

—Si hay algo, él lo encontrará —aseguró Hemberg—. Quédate aquí y aprende.

De repente, Hemberg recibió un mensaje y desapareció.

—Un individuo que se ha ahorcado en un garaje cerca de Jägersro —explicó el inspector ya de vuelta.

Dicho esto, volvió a marcharse y cuando apareció de nuevo, llevaba el pelo recién cortado.

A las tres de la tarde, Sjunnesson dio por finalizadas las tareas de inspección.

—Aquí no hay nada —declaró—. Ni dinero oculto, ni droga. Esto está limpio.

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