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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (7 page)

BOOK: La pirámide
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—En ese caso, alguien creía que había algo aquí escondido —precisó Hemberg—. Pero ese alguien estaba equivocado. Bien, creo que podemos dar por archivado este caso.

Wallander lo acompañó hasta la calle.

—Lo más importante de todo es, probablemente, saber cuándo ha llegado el momento de terminar —señaló el inspector.

Wallander volvió a su apartamento y llamó a Mona. Acordaron que se verían por la tarde para dar un paseo en un coche que le había prestado una amiga. La joven lo recogería en Rosengård a las siete.

—Podemos ir a Helsingborg —propuso ella.

—¿Por qué a Helsingborg?

—Porque nunca he estado allí.

—Pues yo tampoco —admitió Wallander—. Estaré listo a las siete. Y nos iremos a Helsingborg.

Pero Wallander no salió para Helsingborg aquella tarde. En efecto, el teléfono sonó poco antes de las seis y le trajo la voz de Hemberg.

—Ven ahora mismo —ordenó—. Estoy en mi despacho.

—Lo cierto es que tengo otros planes —objetó Wallander tímidamente.

Hemberg lo interrumpió.

—Creí que te interesaba lo que le había sucedido a tu vecino. Ven y verás algo curioso. No te llevará mucho tiempo.

No fue preciso nada más para despertar la curiosidad de Wallander. El joven agente llamó enseguida a Mona, que no estaba en casa.

«Me dará tiempo», se dijo. «En realidad, no puedo permitirme tomar un taxi, pero no me queda otro remedio». Rasgó un trozo de una bolsa de papel y garabateó una nota en la que aseguraba que estaría de vuelta a las siete. Hecho esto, llamó a la central de taxis, desde donde, en esta ocasión, respondieron de inmediato. Dejó la nota fijada a la puerta con cinta adhesiva y se marchó a la comisaría. Hemberg estaba, en efecto, en su despacho, con los pies apoyados sobre la mesa.

Al ver a Wallander, le indicó que tomase asiento.

—Nos hemos equivocado —comenzó—. Hay una alternativa en la que no habíamos reparado. Sjunnesson no cometió ningún error. Él describió la situación tal y como era: él dijo que no había nada en el apartamento de Hålén. Y estaba en lo cierto. Pero también lo es que hubo algo.

Wallander no sabía exactamente a qué se refería Hemberg.

—He de admitir que yo también me despisté —prosiguió Hemberg—. Lo que ocurre es que Hålén se lo llevó consigo.

—¡Pero si él estaba muerto! —opuso Wallander.

Hemberg asintió.

—Recibimos una llamada del forense —aclaró el inspector—. Ya habían terminado con la autopsia. Y, en el estómago de Hålén, encontraron algo muy interesante.

Hemberg bajó los pies de la mesa antes de inclinarse sobre uno de los cajones, del que sacó un pequeño retazo de tela enrollado. El inspector lo desplegó con sumo cuidado ante Wallander.

Lo que ocultaba el trozo de paño eran unas piedras. Piedras preciosas que Wallander no fue capaz de identificar.

—Recibí la visita de un joyero justo antes de que llegaras —explicó Hemberg—. Hizo una valoración rápida. Son diamantes. Probablemente de minas surafricanas. Dijo que valen una pequeña fortuna. Y Hålén se los había tragado.

—¿Los tenía en el estómago?

Hemberg asintió.

—No es de extrañar que no los encontrásemos.

—Pero ¿por qué se los tragó? ¿Y cuándo lo hizo?

—La última pregunta quizá sea la más importante. Según el forense se los había tragado tan sólo un par de horas antes de pegarse el tiro. Antes de que los intestinos y el estómago dejasen de funcionar. ¿Qué crees tú que puede significar eso?

—Pues que tenía miedo.

—Muy bien.

Hemberg apartó el paño con los diamantes y volvió a colocar los pies sobre la mesa. Wallander notó que le olían mal.

—Bien, hazme una síntesis —solicitó el inspector.

—No sé si seré capaz.

—Bueno, inténtalo.

—Hålén se tragó los diamantes porque temía que alguien se los robase. Y después se pegó un tiro. Quien estuvo allí durante la noche buscaba esos diamantes. Lo que no acabo de explicarme es el incendio.

—¿Y no se te ocurre otro modo de interpretarlo? —propuso Hemberg—. Si modificas ligeramente los motivos de Halen..., ¿qué ves entonces?

De repente, Wallander comprendió hacia dónde apuntaba Hemberg.

—Tal vez no tuviese miedo —sugirió Wallander—. Es posible que no pretendiese otra cosa que evitar separarse de sus diamantes.

Hemberg asintió de nuevo.

—Cierto, pero aún podemos extraer otra conclusión: que alguien sabía que Hålén estaba en posesión de estos diamantes.

—Y que Hålén sabía que ese alguien lo sabía.

Hemberg afirmó con gesto complacido.

—¡Vaya! Vas progresando —lo animó—. Aunque despacio.

—Ya, bueno. Pero eso no explica el incendio.

—Uno debe preguntarse siempre qué es lo más importante —le advirtió Hemberg—. ¿Cuál es el centro, el verdadero núcleo? El incendio puede ser una maniobra para despistar. O la reacción de una persona encolerizada.

—Pero ¿de quién?

Hemberg se encogió de hombros.

—No creo que lleguemos a saberlo. Hålén está muerto. No sabemos cómo consiguió los diamantes. Si acudo al fiscal con lo que tenemos hasta ahora con la intención de abrir una investigación, se reirá en mi cara.

—¿Qué será de los diamantes?

—Pasarán al fondo nacional de herederos. Y a nosotros no nos queda más que sellar los documentos y archivar el informe de la muerte de Hålén en lo más profundo del sótano.

—¿Quieres decir que no se investigará el incendio?

—Me temo que no de forma exhaustiva —apuntó Hemberg—. Pero tampoco parece que haya motivos.

Hemberg se puso en pie y se acercó a un armario que había ante una de las paredes. Abrió la cerradura con una llave que tenía en el bolsillo y le indicó a Wallander que se acercase, pues quería mostrarle los archivadores que allí había esparcidos, como precintados.

—Éstos son mis infatigables seguidores —reveló Hemberg—. Tres casos de asesinato que no están ni aclarados ni archivados. No soy yo el encargado de resolverlos. Revisamos los informes una vez al año y siempre que surgen nuevos datos. Éstos no son los originales, sino copias. A veces los pintarrajeo. Incluso sueño con ellos. La mayor parte de los policías no se lo toman así. Ellos hacen su trabajo y, cuando se van a casa, olvidan todo lo que tienen entre manos. Luego están los otros policías, los que son como yo. Los que no son capaces de abandonar del todo aquello que no está resuelto. Incluso hay ocasiones en que me los llevo cuando me voy de vacaciones. Tres casos de asesinato. Una chica de diecinueve años, en 1963. Ann-Louise Franzén. La hallaron ahorcada detrás de unos arbustos cerca de la salida norte. Leonard Johansson, también en 1963. Tan sólo tenía diecisiete años. Alguien le había aplastado la cabeza con una piedra. Lo encontramos en la playa, al sur de la ciudad.

—Sí, a él sí lo recuerdo —comentó Wallander—. Se sospechaba que había muerto en una pelea por una chica que degeneró en algo más serio, ¿no?

—Sí, el origen de todo fue una trifulca por una chica —confirmó Hemberg—. Estuvimos interrogando al rival durante años. Pero jamás pudimos pillarlo. Y, la verdad, yo no creo que fuera él.

Hemberg señaló la última carpeta.

—Ésta es otra chica. Lena Moscho, veinte años, 1959. El mismo año en que yo llegué a Malmö le habían amputado las manos y la habían enterrado en el camino hacia Svedala. Un perro localizó su rastro. La habían violado. Vivía en Jägersro, con sus padres. Una buena chica, estudiante de medicina, ¡figúrate! Eso sucedió en abril. Salió a comprar el periódico y nunca más volvió. Nos llevó cinco meses dar con ella.

Hemberg movió la cabeza con disgusto.

—En fin, ya veremos a qué tipo de policía acabas perteneciendo tú: si a los que olvidan o a los que recuerdan siempre —comentó Hemberg al tiempo que cerraba la carpeta.

—Ni siquiera sé si valgo para esto —confesó Wallander.

—Al menos, tienes voluntad —advirtió Hemberg—. Ése es, sin duda, un buen principio.

Cuando Hemberg empezó a ponerse la chaqueta, Wallander miró el reloj y comprobó que eran las siete menos cinco.

—Tengo que irme.

—Si esperas un poco, puedo llevarte a casa —se ofreció Hemberg.

—Es que tengo algo de prisa.

Hemberg se encogió de hombros.

—Bueno, pues ahora ya sabes qué tenía Hålén en el estómago.

Wallander tuvo suerte y logró parar un taxi al salir de la comisaría. Cuando llegó a Rosengård, eran las siete y nueve minutos. Confiaba en que Mona se hubiese retrasado, pero, cuando leyó la nota que le había dejado en la puerta, supo que no había sido así.

«¿Es ésta la vida que nos espera?», rezaba el mensaje.

Wallander retiró el papel, y la chincheta rodó escaleras abajo. Pero no se molestó en ir a buscarla. Con un poco de suerte, se le clavaría a Linnea Almqvist en la suela del zapato.

«¿Es ésta la vida que nos espera?» Wallander comprendía a la perfección la impaciencia de Mona. Ella no abrigaba las mismas aspiraciones que él de su vida profesional, pues el sueño de emprender su propia peluquería tardaría aún años en cumplirse.

Una vez en el apartamento, se dejó caer en el sofá, presa de un profundo sentimiento de culpa. Sabía que debía dedicar más tiempo a Mona, en lugar de contentarse con esperar que ella tuviese más paciencia cuando él llegaba tarde. Asimismo, estaba convencido de que llamarla por teléfono carecía de sentido, pues Mona estaría ya en el coche de su amiga, camino de Helsingborg.

De repente, lo invadió un punto de desasosiego al preguntarse si todo aquello no sería un error. ¿Acaso se había planteado en serio lo que significaría vivir con Mona y tener hijos con ella?

No obstante, pronto disipó sus dudas: «En Skagen, tendremos tiempo de hablar de ello», se tranquilizó. «En una playa no es posible llegar tarde.»

Miró el reloj y comprobó que eran las siete y media. Encendió el televisor y supo por las noticias que, como de costumbre, un avión se había estrellado en alguna parte. ¿O sería quizás un tren que había descarrilado? Fue a la cocina y, mientras escuchaba distraído las noticias, se puso a buscar una cerveza en el frigorífico. Pero lo único que encontró fue una gaseosa medio vacía. De repente, sintió un deseo irrefrenable de beber algo más fuerte. Le atraía la idea de ir al centro y, una vez más, sentarse a beber en algún bar. Sin embargo, la rechazó de inmediato, puesto que ya andaba corto de dinero pese a estar todavía a primeros de mes.

De modo que, en lugar de salir, se calentó el café que había en la cafetera y empezó a pensar en Hemberg y en los casos sin resolver que el hombre guardaba en un armario. ¿Llegaría él a parecerse al inspector o lograría acostumbrarse a dejar el trabajo en la comisaría cuando se marchase a casa? «Así tendrá que ser, por Mona», concluyó. «De lo contrario, se pondrá fuera de sí.»

El llavero rozaba la silla, lo soltó del pantalón y lo dejó, con gesto ausente, sobre la mesa. Entonces, una idea acudió a su cabeza, algo relacionado con Hålén.

La cerradura de seguridad. Aquella que su vecino había hecho instalar no hacía mucho. ¿Cómo habría que interpretar ese hecho? Parecía probable que hubiese tomado dicha medida a causa del miedo que sentía a estar solo. Pero ¿por qué habría estado la puerta entreabierta cuando Wallander lo encontró?

Había en aquel suceso demasiados detalles que no encajaban y, pese a que Hemberg sostenía que era un caso de suicidio, la duda había hecho presa en Wallander.

El joven agente se reafirmaba en su convicción de que, tras el suicidio de Hålén, se agazapaba un aspecto oscuro que ni por asomo habían vislumbrado. Se tratase o no de un suicidio, había, sin duda, algo más.

Wallander buscó un bloc en uno de los cajones de la cocina y se sentó a escribir los puntos en los que él aún se atascaba: la cerradura de seguridad, el boleto de la quiniela, el que la puerta estuviera entreabierta, quién habría entrado de noche en el apartamento para buscar las piedras preciosas, por qué provocar un incendio.

Hecho esto, intentó rememorar lo que había leído en los registros de las compañías navieras. Recordaba haber leído el nombre de Río de Janeiro, pero ignoraba si se trataba de un barco o si aludía a la ciudad. También Gotemburgo y Bergen figuraban entre los topónimos. Así como Saint-Louis. ¿Dónde estaría Saint-Louis, en Estados Unidos o en Brasil? Al consultar el índice del atlas, se topó de repente con la denominación Sao Luis y supo de inmediato que se trataba de aquella ciudad.

Volvió a revisar la lista. «¿No estaré ante algo que no logro ver con claridad?», se preguntaba. «¿Alguna conexión, una explicación o, como sugirió Hemberg, un núcleo?»

Pero, por más que reflexionaba, nada halló.

El café ya se le había enfriado en la taza cuando, impaciente, regresó al sofá. La televisión emitía otro programa de debate aunque, en esta ocasión, lo protagonizaba un grupo de personas de largas melenas que discutían acerca del nuevo pop inglés. Apagó el aparato y puso el tocadiscos. Al punto, Linnea Almqvist comenzó a aporrear el suelo. Ganas le dieron de subir el volumen hasta el máximo, pero lo que hizo fue apagar también el tocadiscos.

En ese momento, sonó el teléfono. Era Mona.

—Estoy en Helsingborg. Te llamo desde una de las cabinas del atracadero —aclaró ella.

—Siento haber llegado tarde a casa —se disculpó Wallander.

—Supongo que te llamaron del trabajo, ¿verdad?

—Pues sí, me llamaron de la brigada judicial; aunque aún no trabajo allí.

Wallander esperaba impresionarla, pero ella no pareció creerlo siquiera. El silencio reinaba entre ellos.

—¿No puedes venir? —preguntó el agente.

—La verdad, creo que será mejor que nos tomemos un descanso —respondió Mona—. Al menos, una semana.

Wallander se quedó helado: ¿no estaría Mona pensando en dejarlo?

—Estoy segura de que será lo mejor —insistió la joven.

—Pero ¿no íbamos a pasar las vacaciones juntos?

—Sí, claro. A menos que hayas cambiado de opinión.

—¡Cómo iba a cambiar de opinión!

—No tienes por qué alzar la voz. Llámame dentro de una semana. No antes.

Intentó retenerla aún unos minutos, pero ella ya había colgado.

Wallander pasó el resto de la tarde sentado, inundado por una sensación de pánico creciente. Nada lo aterraba más que el verse abandonado. Tan sólo mediante un esfuerzo extremo pudo sustraerse a la tentación de llamar a Mona después de medianoche. Se tumbó para, al minuto, volver a levantarse y prepararse unos huevos fritos que, sin embargo, no llegó a tocar. El claro cielo estival se le antojó, de pronto, amenazante.

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