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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (56 page)

BOOK: La pirámide
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A las siete de la tarde se marchó a casa, se dio una ducha y se cambió de ropa. Poco después de las ocho llegaba a Löderup. Durante el trayecto no cesó de vagar por su conciencia en busca de aquella idea perdida que tanto lo inquietaba. Sin embargo, tampoco entonces logró localizarla. Su padre lo sorprendió con un plato exquisito de pescado gratinado que había preparado durante la tarde. Wallander había llegado a tiempo de comprar el coñac y el anciano asintió complacido al ver que era de la marca Hennessy. Metieron la botella de champán en el frigorífico y acompañaron la cena de unas cervezas bien frías. En honor a aquella noche, el padre vestía su viejo traje y, por si fuera poco, una corbata, anudada de un modo peculiar, jamás visto por Wallander.

Poco después de las diez se sentaron a jugar una partida de póquer. Wallander sacó escalera en dos ocasiones, pero apartó discretamente una de las cartas con el fin de dejar que el padre ganase. A eso de las once, el inspector salió a orinar al patio. La noche era clara y hacía más frío. Las estrellas centelleaban en el firmamento. Wallander pensó en las pirámides. El hecho de que hubiesen estado iluminadas por focos de gran potencia difuminaba el cielo egipcio hasta hacerlo casi desaparecer. Regresó al interior de la casa, donde su padre, que llevaba ya varias copas de coñac, empezaba a dar muestras de embriaguez. Wallander apenas dio unos sorbitos, pues tenía que conducir hasta su apartamento. Pese a que sabía dónde estarían apostados los controles policiales, no le parecía correcto conducir después de haber bebido alcohol. O, al menos, no en Nochevieja. De hecho, le había sucedido en alguna ocasión y cada vez se prometía a sí mismo que sería la última.

Linda llamó en torno a las once y media. Estuvieron hablando con ella. El volumen de la música de fondo que se oía en el lugar donde se encontraba la joven era tan alto que tuvieron que hablarse a gritos.

—Lo habrías pasado mucho mejor aquí —vociferó Wallander.

—¡Qué sabrás tú! —replicó ella sin sonar impertinente.

Antes de despedirse, se desearon feliz Año Nuevo. El padre de Wallander se tomó otro coñac. Al servirse, salpicó el suelo. Pero estaba de buen humor. Y eso era lo más importante para Wallander.

A las doce de la noche encendieron el televisor y escucharon a Jarl Kulle,
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que leyó el mensaje de bienvenida al nuevo año. Durante la lectura, Wallander miró de reojo a su padre y, ante su asombro, comprobó que el anciano tenía lágrimas en los ojos. Él, por su parte, no se sentía conmovido en absoluto, sino más bien agotado. Además, pensaba con desgana en que, al día siguiente, vería a Emma Lundin. Experimentaba la sensación de estar jugando con ella. De hecho, si hacía alguna promesa de fin de año, ésta debería ser la de sincerarse con ella y explicarle que no deseaba continuar con aquella relación.

Pero no se hizo ninguna promesa.

Poco antes de la una, se marchó a casa. Pero antes ayudó a su padre a meterse en la cama, le quitó los zapatos y lo cubrió con una manta.

—Pronto iremos a Italia —le recordó el padre.

Mientras Wallander terminaba de limpiar en la cocina, los ronquidos del padre inundaban ya toda la casa.

El día de Año Nuevo Wallander se despertó con dolor de garganta y de cabeza. Y eso fue lo que le dijo a Emma Lundin cuando se presentó en su apartamento hacia las doce del mediodía. Puesto que era enfermera y Wallander tenía fiebre y estaba muy pálido, ella no lo puso en duda. Además, le examinó la garganta antes de diagnosticar:

—El resfriado te durará tres días. Será mejor que te quedes en casa.

Dicho esto, preparó un té que se tomaron en la sala de estar. Wallander intentó varias veces armarse del valor necesario para decirle la verdad, pero, cuando la mujer se marchó poco antes de las tres, lo hizo con la promesa de que él la llamaría en cuanto se hubiese recuperado.

Wallander pasó el resto del día en la cama. Empezó a leer varios libros, sin conseguir concentrarse en ninguno. Ni siquiera La isla misteriosa, de Julio Verne, su favorito indiscutible, logró reclamar su interés. Aunque sí recordó que uno de los personajes de la novela se llamaba Ayrton, igual que el último de los pilotos identificados.

Permaneció así tendido y adormilado a ratos, con la estampa recurrente de las pirámides en sus sueños. Veía a su padre escalar y caer, cuando no se encontraba a sí mismo en lo más profundo de un angosto pasadizo flanqueado por la fría piedra de gigantescos sillares.

Ya por la noche, logró dar con un sobre de sopa en uno de los cajones de la cocina. La calentó para luego desecharla sin apenas probarla, pues había perdido el apetito.

Al día siguiente, aún no se encontraba bien. Llamó a Martinson y le comunicó que tenía intención de guardar cama. El colega lo informó de que los dos días de fiesta habían transcurrido con normalidad en Ystad, si bien en muchos otros puntos del país se había producido un número sorprendente de incidentes. Hacia las diez de la mañana salió a comprar algo de comida, pues tanto el frigorífico como la despensa estaban prácticamente limpios. Además fue a la farmacia y compró un frasco de analgésicos. El dolor de garganta había remitido un poco, pero ahora le goteaba la nariz. Cuando se disponía a pagar el frasco de pastillas, lanzó un tremendo estornudo que mereció una mirada displicente de la dependienta.

De nuevo en la cama, no tardó en dormirse otra vez.

De repente, se despertó sobresaltado. Una vez más había soñado con las pirámides. Pero lo que lo había arrancado del sueño había sido algo muy distinto: algo relacionado con la idea que se resistía a manifestársele.

«¿Qué será lo que no acabo de ver con claridad?», se preguntó. Estaba tumbado, totalmente inmóvil, con la mirada fija en la oscuridad. Lo cierto era que aquello tenía algo que ver con las pirámides y con la Nochevieja que pasó en Löderup con su padre. Cuando salió al fresco de la noche y miró al firmamento, distinguió las estrellas claramente, envuelto como estaba en la oscuridad más absoluta. Y las pirámides que había a las afueras de El Cairo se erguían hacia el cielo iluminadas por potentes focos que habían hecho palidecer la luz de las estrellas.

Y, por fin, logró atrapar la idea inasible que tan inquieto lo había tenido.

El avión que había entrado en Suecia deslizándose por la costa había lanzado algo a tierra. Y la gente había divisado luces en el bosque. Habían marcado una zona para que el avión localizase bien el lugar. De modo que debieron de montar los focos en el campo y retirarlos después.

Eran los focos lo que había atraído su atención. ¿Quién podía tener acceso a unas luces tan potentes?

Era una idea algo rebuscada, desde luego, pero él confió en su intuición. Sentado en la cama, reflexionó un instante, hasta que tomó una decisión. Se puso en pie, se colocó el viejo albornoz que usaba para estar en casa y marcó el número de la comisaría con la intención de hablar con Martinson. Transcurridos varios minutos, el colega acudió por fin al teléfono.

—Hazme un favor —pidió Wallander—. Llama a Rolf Nyman, el que compartía casa con Holm en las afueras de Sjöbo. Hazle creer que se trata de una llamada rutinaria, dile que nos faltan algunos datos personales para el informe. Verás, según él mismo me reveló, trabaja como discjockey en varias discotecas. Lo que quiero es que, como de pasada, le preguntes el nombre de esas discotecas.

—¿Y por qué es tan importante ese dato?

—No lo sé —mintió Wallander—. Pero hazme el favor, ¿de acuerdo?

Martinson le prometió que le devolvería la llamada en cuanto hubiese hablado con Nyman. Tan pronto como hubo colgado el auricular, Wallander empezó a perder la confianza en su intuición. La idea era, por descontado, demasiado rebuscada. Sin embargo, tal y como Rydberg había sentenciado: tenían que indagar cada posibilidad.

Pasaban las horas, dio la media tarde y Martinson no llamaba. La fiebre había remitido, pero seguía estornudando y con la nariz congestionada. A las cuatro y media, Martinson llamó por fin.

—Hasta ahora no había nadie en casa y no me contestaban —explicó—. Hice lo que me pediste. Yo creo que no ha sospechado nada. Aquí tengo una lista de cuatro discotecas, dos de Malmö, una de Lund y una cuarta de Råå, a las afueras de Helsingborg.

Wallander anotó los nombres.

—Estupendo —respondió agradecido.

—Comprenderás que tengo curiosidad por saber qué te traes entre manos, ¿no?

—No, es sólo una idea que se me ha ocurrido. Ya hablaremos de ello mañana.

Wallander concluyó la conversación y, sin pensárselo dos veces, se vistió, disolvió un par de analgésicos efervescentes en un vaso de agua, se tomó una taza de café y se echó al bolsillo un rollo de papel higiénico.

A las cinco y cuarto, se sentó en su coche y se puso en marcha.

La primera discoteca estaba en los locales de un viejo almacén situado en el puerto franco de Malmö. Wallander tuvo suerte pues, tan pronto como detuvo el vehículo, un hombre salió del interior de la discoteca, que estaba cerrada. Wallander se presentó. El hombre que tenía ante sí dijo que se llamaba Juhanen, era oriundo de Haparanda y, desde hacía unos años, propietario de la discoteca Exodus.

—¿Y cómo viene uno a parar a Malmö desde Haparanda? —inquirió Wallander curioso.

El hombre, que rondaba la cuarentena y cuya dentadura se encontraba en un estado lamentable, le dedicó una sonrisa.

—Conociendo a una chica, por ejemplo —confesó—. La mayoría de la gente que se muda lo hace por uno de estos dos motivos: el trabajo o el amor.

—En realidad, he venido para hacerte algunas preguntas sobre Rolf Nyman —reveló Wallander.

—¡Vaya! ¿Algún problema?

—No —lo tranquilizó Wallander—. Es un interrogatorio rutinario. Suele trabajar para ti, ¿no es cierto?

—Sí, es muy bueno. Tal vez un tanto conservador en sus gustos musicales, pero bueno, al fin y al cabo.

—Las discotecas se rigen por un alto grado de decibelios y espectaculares efectos luminosos, si no me equivoco —comenzó Wallander.

—Correcto —convino Juhanen—. Yo llevo siempre tapones en los oídos. De lo contrario, me habría quedado sordo hace ya tiempo.

—Y, por casualidad, ¿no te pidió prestado Rolf algún equipo de iluminación en alguna ocasión? —inquirió Wallander—. No sé, alguno de los focos o algo así.

—¿Y para qué iba a necesitar tal cosa?

—Bueno, es simple curiosidad.

Juhanen negó resueltamente.

—Yo controlo tanto al personal como los equipos —afirmó—. De aquí no desaparece nada nunca, ni tampoco presto nada.

—En ese caso, he terminado —declaró Wallander—. Sólo me queda añadir que, por el momento, te agradecería que no comentases nuestra charla con nadie.

Juhanen volvió a sonreír.

—O sea, que no quieres que se lo cuente a Rolf Nyman, ¿no es así?

—Exacto.

—¿Qué ha hecho?

—Nada. Pero a veces hemos de mantener nuestras indagaciones en secreto.

Juhanen se encogió de hombros.

—Bueno, yo no pienso decir nada.

Wallander prosiguió su camino. La segunda discoteca estaba en el centro de la ciudad y ya tenía sus puertas abiertas al público. Tan pronto como accedió al interior del local, el volumen de la música hirió su cabeza como si le hubiesen asestado un golpe con algún objeto contundente. La discoteca era propiedad de dos hombres, uno de los cuales estaba en el establecimiento. Wallander consiguió que el individuo saliese a la calle y, una vez allí, supo que tampoco ellos le habían prestado a Rolf Nyman ningún foco ni habían echado en falta ni parte ni la totalidad de ningún equipo.

De nuevo al volante, Wallander se sonó la nariz en una tira de papel higiénico. «Esto es absurdo», sentenció para sí. «Una pérdida de tiempo. Lo único que conseguiré será que empeore mi resfriado y tendré que quedarme en casa más tiempo.»

Aun así, continuó hacia Lund. Las oleadas de estornudos iban y venían y notó que transpiraba copiosamente, de lo que dedujo que la fiebre habría empezado a subir de nuevo. La discoteca de Lund se llamaba El Establo y estaba situada en el extremo este de la ciudad. Wallander se equivocó varias veces, hasta que logró dar con el sitio. El luminoso estaba apagado y las puertas cerradas. El Establo estaba en un local que en otro tiempo había sido una central lechera, según pudo leer en la fachada. Wallander se preguntaba por qué no le habrían puesto ese nombre a la discoteca, Central Lechera. Miró a su alrededor. En las inmediaciones del local había varias fábricas y, algo más allá, una casa con jardín. Wallander se dirigió hacia la vivienda, abrió la verja y llamó a la puerta. Salió a abrirle un hombre de su misma edad, aproximadamente. De fondo, se oían las notas de una ópera.

Wallander le mostró su placa y el hombre lo hizo pasar al vestíbulo.

—Puccini, si no me equivoco —adivinó Wallander.

El hombre lo observó inquisitivo.

—Así es. Tosca.

—Bueno, en realidad, he venido para hablar de un tipo de música muy distinto —señaló Wallander—. Y seré breve: lo que necesito saber es quién es el propietario de la discoteca que hay ahí al lado.

—¿Y qué le hace suponer que yo lo sé? Yo soy investigador en biología genética, no discjockey.

—Ya, pero, como son vecinos... —aventuró Wallander.

—¿Por qué no les preguntas a tus colegas? Suele haber jaleo por las noches ante la puerta del local, de modo que ellos deberían saberlo.

«Tienes toda la razón», admitió Wallander para sí.

El hombre le señaló un teléfono que había sobre la mesita del vestíbulo. Wallander conocía de memoria el número de la policía de Lund y, después de hablar con unos y con otros durante unos minutos, supo por fin que la propietaria de la discoteca era una mujer que se apellidaba Boman. Wallander anotó su dirección y su número de teléfono.

—Su casa no es difícil de encontrar —garantizó el colega—. Vive en el centro de la ciudad, justo enfrente de la estación.

Wallander colgó el auricular.

—Es una ópera muy hermosa —comentó Wallander—. Es decir, la música. Por desgracia, nunca la he visto representada en escena.

—Yo nunca voy a la ópera —repuso el otro—. La música es suficiente para mí.

Wallander se marchó, no sin antes darle las gracias por su ayuda. Se puso en marcha y estuvo dando vueltas por Lund hasta que logró encontrar la estación, pues el número de calles peatonales y de callejones sin salida era ilimitado. Finalmente, aparcó en un lugar donde estaba prohibido estacionar. Después, tras guardarse en el bolsillo unos cuantos metros de papel higiénico, cruzó la calle en dirección a la casa.

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