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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (53 page)

BOOK: La pirámide
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Martinson arrojó la revista sobre la mesa.

—¿Tú no piensas nunca en dejarlo y dedicarte a otra cosa? —quiso saber el colega.

—Todos los días —confesó Wallander—. Pero no sé qué podría hacer, la verdad.

—Tal vez fuese buena idea buscar trabajo en alguna empresa de seguridad privada, ¿no crees? —sugirió Martinson.

A Wallander lo sorprendió el comentario. Él tenía la idea de que Martinson acariciaba el sueño de convertirse algún día en comisario jefe.

Después, le refirió su visita a la casa en la que había vivido Holm. Martinson se quedó preocupado al oír que no había nadie en casa, más que el perro.

—Pues allí viven, como mínimo, dos personas más —sostuvo Martinson—. Una joven de unos veinticinco años a la que nunca vi y un hombre, un tal Rolf, Rolf Nyman, creo. El nombre de la chica no lo recuerdo.

—Pues allí sólo estaba el perro —reiteró Wallander—. Un chucho tan cobarde que empezó a arrastrarse cuando le grité.

Acordaron que no se verían en la sala de reuniones hasta las nueve. Martinson no estaba muy seguro de que Svedberg acudiera a la comisaría, pues había llamado la noche antes para avisar de que padecía un fuerte resfriado y que tenía mucha fiebre.

Wallander se encaminó a su despacho. Como siempre, contó veintitrés pasos desde el principio del pasillo. A veces deseaba que se hubiese producido algún cambio repentino y que el pasillo resultase más largo, o más corto. Pero todo seguía como de costumbre. Se quitó la cazadora y pasó la mano por el respaldo de la silla para retirar unos cabellos que habían quedado allí adheridos. Después se mesó la nuca y la coronilla. A medida que pasaban los años, crecía su preocupación por que llegase el día en que empezase a perder pelo. Entonces oyó el ruido de pasos que se acercaban acelerados por el pasillo. Era Martinson, que corría blandiendo en la mano un papel.

—¡Han identificado al otro piloto! —gritó—. Acaba de llegar de la Interpol.

Wallander dejó de pensar en su cuero cabelludo.

—Ayrton McKenna —leyó Martinson—. Nacido en Rodesia del Sur en 1945. Desde 1964 piloto de helicópteros del Ministerio de Defensa de su país. Condecorado en varias ocasiones durante la década de los sesenta, aunque cabe preguntarse por qué. Tal vez por haber bombardeado a miles de negros, quién sabe.

Wallander tenía una idea muy remota de los acontecimientos desarrollados en las antiguas colonias británicas en África.

—¿Cuál es el nombre actual de Rodesia del Sur..., Zambia?

—No, ése es el nombre de Rodesia del Norte. Rodesia del Sur se llama hoy Zimbabue.

—En fin, mis conocimientos sobre África no son todo lo amplios que debieran —admitió—. Pero ¿qué más dice el teletipo?

Martinson siguió leyendo.

—Después de 1980, Ayrton McKenna se trasladó a Inglaterra. Entre 1983 y 1985 cumplió prisión en Birmingham por tráfico de drogas. A partir de 1985 no hay dato alguno sobre su persona, hasta que, de repente, aparece en Hong Kong en 1987. Allí cae bajo sospecha de complicidad en delitos de tráfico de personas de la República Popular. Se fuga de una cárcel de Hong Kong después de haber asesinado a tiros a dos guardas de seguridad y, desde entonces, pesaba sobre él una orden de búsqueda y captura. Pero la identificación dio positivo: fue él quien se estrelló junto con Espinosa a las afueras de Mossby.

Wallander trató de reflexionar.

—Veamos, ¿qué tenemos? —inquirió como para sí—. A dos sujetos con antecedentes penales y buscados por la justicia, ambos por el delito de contrabando, entre otros. Hallados en un avión que no existe. Sin los debidos permisos, sobrevuelan la frontera sueca durante unos minutos. Y, con toda probabilidad, habían iniciado la salida del país cuando el avión se estrelló. Todo lo cual no nos conduce más que a dos opciones: o bien vinieron a dejar algo, o bien a recogerlo. Puesto que no hay el menor indicio de que el avión aterrizase en ningún lugar, debemos deducir que vinieron a dejar algo, pero ¿qué puede dejarse caer desde un avión? Aparte de una bomba, claro.

—Narcóticos.

Wallander asintió antes de inclinarse hacia delante sobre la mesa.

—¿Sabes si la comisión de siniestros ha iniciado su trabajo de investigación?

—La verdad es que todo va muy despacio, pero nada indica que el avión resultase atacado, si es eso lo que tienes en mente.

—No —desmintió Wallander—. Dos son las cuestiones que me preocupan: si el avión tenía algún depósito suplementario, es decir, qué distancia podría haber recorrido, y si el siniestro fue fruto de un accidente.

—Bueno, si le dispararon, hemos de admitir que fue un accidente.

—Ya, pero existe la posibilidad de que fuera víctima de un sabotaje, aunque admito que puede sonar algo rebuscado.

—Era un aparato viejo —señaló Martinson—. Eso es algo que no debemos olvidar. Lo más probable es que ya estuviese tocado en Vientiane. Y después lo sometieron a nuevas reparaciones. Vamos, que es más que probable que estuviese en pésimas condiciones.

—Y la comisión de siniestros, ¿cuándo piensa empezar a trabajar en serio en el asunto?

—El 28, o sea, mañana. El avión ha sido trasladado a un hangar del aeropuerto de Sturup.

—Pues yo creo que tú deberías estar allí —propuso Wallander—. Lo del depósito suplementario es importante.

—A ver, sería ir demasiado lejos pensar que ese aparato haya podido volar desde España sin paradas intermedias —opinó Martinson.

—Sí, claro. Yo tampoco lo creo. Lo que quiero es saber si pudo despegar desde el otro lado del mar, desde Alemania o de cualquiera de los países bálticos.

Martinson se marchó y Wallander añadió algunas notas en su bloc. Junto al nombre de Espinosa, anotó ahora el de McKenna, algo indeciso sobre la ortografía del apellido.

A las ocho y media, se reunió el grupo de investigación, ligeramente diezmado aquella mañana. En efecto, Svedberg sufría un fuerte resfriado. Nyberg había ido a Eksjö para visitar a su madre, que contaba noventa y seis años de edad. El técnico debería haber estado de vuelta temprano aquella mañana, pero el coche se le estropeó a medio camino, en algún lugar al sur de Växjö. Rydberg presentaba un aspecto estragado por el agotamiento. Y Wallander creyó percibir un ligero aroma a alcohol. Lo más probable era que Rydberg hubiese pasado los días de Navidad bebiendo solo. No habría bebido, desde luego, hasta embriagarse, lo que era bastante infrecuente, pero sí habría estado bebiendo sin cesar, sin prisa pero sin pausa. Hanson se quejó de que había comido demasiado durante las fiestas. En cuanto a Björk y a Per Åkeson, ninguno de los dos se presentó por allí. Wallander observó a los tres hombres que, dispersos en torno a la mesa, tenía sentados frente a sí. «Esta imagen no es, precisamente, la que suele aparecer en las series de televisión», observó en silencio. «En ellas sólo hay policías jóvenes y lozanos, siempre dispuestos a trabajar y en constante actividad. Tal vez Martinson habría encajado en semejante contexto. Por lo demás, este grupo de investigación no es nada modélico, que digamos.»

—Anoche hubo una pelea con navajas —informó Hanson—. Dos hermanos que se liaron con su padre. Todos borrachos, claro. Uno de los hermanos y el padre están en el hospital. Al parecer, se ensañaron los unos contra los otros con herramientas de todo tipo.

—¿Cómo que herramientas? —inquirió Wallander.

—Un martillo, una palanca. Destornilladores, tal vez. Por lo menos el padre tiene heridas de objetos punzantes.

—Ya, bueno. Ya nos ocuparemos de eso cuando tengamos tiempo —atajó Wallander—. Por ahora tenemos encima tres asesinatos. O dos, si simplificamos el de las hermanas.

—Pues yo no acabo de entender por qué Sjöbo no puede hacerse cargo de lo de Holm —observó Hanson enojado.

—Muy sencillo, porque Holm está relacionado con nuestro caso —explicó Wallander, tan enojado como el colega—. Si nos dedicamos a investigar cada uno por nuestro lado, jamás sacaremos nada en claro de este asunto.

Hanson, que estaba de muy mal humor aquella mañana, no parecía dispuesto a claudicar.

—¿Acaso sabemos con certeza que Holm tuviese algo que ver con Eberhardsson?

—No, pero sí conocemos la circunstancia de que fue la misma persona la que los asesinó a los tres. Y a mí me parece que ahí tenemos una conexión con peso suficiente como para unir las investigaciones y dirigirlas desde Ystad.

—¿Y Åkeson? ¿Se ha pronunciado al respecto?

—Sí —respondió Wallander.

Pero Wallander mentía. Per Åkeson no había dicho ni una palabra al respecto; pero el inspector sabía que el fiscal habría estado de acuerdo con él.

Como señal manifiesta de que daba por finalizada la conversación con Hanson, Wallander se dirigió a Rydberg.

—¿Tenemos alguna novedad del mercado de la droga? —inquirió—. ¿Ha habido movimiento en Malmö? ¿Se han alterado los precios, la cantidad de mercancía?

—He estado llamándolos, pero parece que allí no hay un solo agente que trabaje en Navidad —aseguró Rydberg.

—Bien, en ese caso, sigamos con Holm —resolvió Wallander—. Por desgracia, empiezo a sospechar que esta investigación será larga y compleja. Vamos, que tenemos que ahondar. ¿Quién era Holm? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Cuál era su posición,,si es que la tenía, en la jerarquía del narcotráfico? ¿Y las hermanas? Es demasiado lo que ignoramos aún.

—Cierto —convino Rydberg—. Cuando profundizamos, avanzamos.

Wallander grabó en su memoria aquellas palabras de Rydberg.

«Cuando profundizamos, avanzamos.»

Disolvieron la reunión con el eco de la sentencia de Rydberg. Wallander se acercó en su coche hasta la agencia de viajes con la intención de hablar con Anette Bengtsson, que, para decepción suya, estaba de vacaciones durante el periodo navideño. No obstante, su colega tenía un sobre que la muchacha le había dejado para entregar a Wallander.

—¿Los habéis encontrado ya? —inquirió—. Quiero decir, a quienes asesinaron a las hermanas.

—No —confesó Wallander—. Pero estamos en ello.

En el trayecto de regreso a la comisaría, Wallander recordó que se había inscrito en el horario de la lavandería de la comunidad precisamente para aquella mañana, de modo que se detuvo un instante ante el apartamento de la calle de Mariagatan y bajó toda la ropa sucia que tenía amontonada en el armario. Cuando llegó a la lavandería, un letrero fijado a la lavadora lo informó de que estaba estropeada. Wallander se enojó tanto que, en lugar de subir con la ropa, se la llevó a la calle y la arrojó en el maletero del coche pensando que en la comisaría también había una lavadora. Cuando giró hacia la calle de Regementsgatan, estuvo a punto de colisionar con una motocicleta que avanzaba a gran velocidad. Para evitar el choque, se vio obligado a desviarse precipitadamente de modo que quedó en medio de la acera; apagó el motor y cerró los ojos. «Estoy estresado», sentenció para sí. «Si una lavadora estropeada puede conseguir que pierda el control, es que algo falla en mi vida.»

El inspector sabía qué era. En efecto, era la soledad. Y las horas, cada vez más insulsas, que pasaba por las noches con Emma Lundin.

En lugar de ir a la comisaría, decidió acercarse hasta Löderup a visitar a su padre. Sabía que, presentarse así, sin previo aviso, era una empresa arriesgada, pero Wallander sentía la necesidad de verse envuelto en el perfume de los óleos del taller. Por otro lado, el sueño de la noche anterior no le daba tregua y seguía rondándole la cabeza. Mientras conducía a través del triste paisaje, se preguntaba por dónde debía empezar para acometer los cambios que precisaba su existencia. Tal vez Martinson tuviese razón y, en el fondo, debería formularse en serio la pregunta de si deseaba ser policía toda su vida. Per Åkeson solía participarle sus sueños de una vida ajena a aquellos juicios y a todas las horas, tan duras como aburridas, que se veía obligado a soportar en salas de juicios y de interrogatorios. «Incluso mi padre cuenta con algo de lo que yo carezco», observó ya en el jardín de la casa. «Él tiene sueños a los que ha decidido mantenerse fiel. Aunque su realización le cueste a su único hijo una pequeña fortuna...»

Salió del coche y se fue derecho al taller. Un gato salió parsimonioso por la puerta entreabierta y lo observó con mirada recelosa. Cuando Wallander se acuclilló para acariciarlo, el animal se apartó. Wallander dio unos toquecitos en la puerta y entró. El padre estaba inclinado sobre su caballete.

—¿Tú por aquí? Vaya, no me lo esperaba.

—Bueno, me pillaba de camino —mintió Wallander—. ¿Vengo en mal momento?

El padre fingió no haber oído su pregunta y comenzó a hablar del viaje a Egipto, como si se tratase de un recuerdo vivo pero remoto. Wallander escuchaba sentado en un viejo taburete.

—Ahora ya sólo me queda Italia —concluyó su padre—. Después, podré morir en paz.

—Bueno, yo creo que podemos dejar ese viaje para más adelante —comentó Wallander—. Deberías esperar al menos unos meses.

El padre seguía pintando. Wallander guardaba silencio. De vez en cuando, intercambiaban unas frases que enseguida dejaban paso a un nuevo silencio. El inspector experimentó una sensación de reposo. Sentía su mente despejada. Transcurrida algo más de media hora, se levantó dispuesto a marcharse.

—Me acercaré por aquí en Nochevieja —anunció.

—Pues tráete una botella de coñac —repuso el padre.

Wallander regresó a la comisaría, que seguía causando la impresión de estar del todo abandonada. Sabía que todos se preparaban para la noche de fin de año, que, como de costumbre, les traería mucho trabajo.

El inspector se sentó en su despacho con la intención de revisar los viajes realizados por las hermanas Eberhardsson a lo largo del último año. Intentó detectar un modelo, sin estar muy seguro de qué buscaba en realidad. «No sé nada de Holm», se dijo. «Ni tampoco de los pilotos. De modo que no puedo estudiar los viajes a España a la luz de ninguna información relativa a las demás víctimas. No disponemos de ningún punto de apoyo para este particular, salvo el único viaje que Holm emprendió al mismo tiempo que Anna Eberhardsson.»

Devolvió los documentos al sobre de la agencia de viajes, que colocó en el archivador en el que tenía todo el material relacionado con las investigaciones de los asesinatos. Después anotó en un papel que no debía olvidar comprar una botella de coñac.

Eran ya más de las doce y se sentía hambriento, pero, para romper con su hábito de echarse al estómago un par de salchichas en el quiosco más cercano, fue caminando hasta el hospital y se tomó un bocadillo en la cafetería. Después hojeó una revista de noticias de sociedad, vieja y medio rasgada, que había sobre la mesa contigua. Una estrella de la música pop había estado a punto de morir de cáncer. Un actor de teatro había sufrido un desmayo durante una representación. Fotografías de las fiestas que celebraba la gente adinerada. Dejó a un lado la revista y regresó a la comisaría. Se sentía como un elefante que, a trote corto, estuviese recorriendo la pista que constituía la ciudad de Ystad. «Algo ha de ocurrir. Y pronto», se animó. «¿Quién ha ejecutado a estas tres personas? Y ¿por qué?»

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