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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (54 page)

BOOK: La pirámide
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Cuando entró en la comisaría, se encontró con que Rydberg estaba esperándolo en recepción. Wallander tomó asiento en el sofá que había junto al colega, que, como de costumbre, fue derecho al grano.

—Por las calles de Malmö anda fluyendo un caudal de heroína —lanzó sin preámbulo—. Y lo mismo sucede en Lund, Eslöv, Landskrona y Helsingborg. Estuve hablando con un colega de Malmö. Según me dijo, existen claros indicios de que acaba de entrar en el mercado una partida considerable. Lo que indica que la hipótesis de que dejaron caer un fardo de droga desde el avión podría ser correcta. Y, en ese caso, sólo nos queda una cuestión importante por resolver.

Wallander sabía perfectamente cuál.

—Sí, claro: ¿quién estaba esperando el paquete? —adivinó el inspector.

—Exacto. Y sobre ese particular, podemos barajar varias posibilidades —prosiguió Rydberg—. Yo creo que nadie había contado con que el avión se estrellase, aunque era una mierda de aparato asiático que debería haber estado en el desguace hace ya tiempo. Es decir, que algo sucedió en tierra. Que el paquete que llegó en el vuelo nocturno fuese recogido por la persona equivocada o que fueran varios los depredadores que rondaban la presa.

Wallander asintió, pues él había razonado en los mismos términos.

—Pero algo se tuerce —continuó Rydberg—. Lo que conduce a que las hermanas Eberhardsson, en primer lugar, y más tarde Holm, mueran ejecutados. Con la misma arma y por la misma mano. O las mismas manos.

—Sí, quizá. Pero la hipótesis flaquea —objetó Wallander—. A estas alturas, ya tenemos claro que Anna y Emilia no eran dos inofensivas y tiernas ancianitas. Pero, de ahí a pensar que estuviesen involucradas en transacciones de droga dura..., creo que hay un salto cualitativo considerable.

—Claro, en realidad yo soy de la misma opinión —admitió Rydberg—. Pero es que ya no me sorprendo de nada. Una vez que ha hecho presa en el ser humano, la avaricia no conoce límites. Quién sabe si la mercería no iba de mal en peor. Si estudiamos sus declaraciones, podremos hacernos una idea de la situación. Por otro lado, debería de ser fácil detectar cualquier cambio con una simple interpretación de las cifras y ver si, de repente, no parecen preocupadas por la buena marcha del negocio de mercería. Tal vez soñasen con un paraíso bajo el sol que jamás alcanzarían con los beneficios de las ventas de botones e hilos de seda. De repente, algún acontecimiento vino a cambiar sus vidas y se vieron atrapadas en la red.

—Ya, bueno, pero también podríamos darle la vuelta al supuesto —observó Wallander—. No creo que se encuentre tapadera mejor que dos ancianas dueñas de una mercería. Ellas personificaban la inocencia misma.

Rydberg asintió.

—Pero ¿quién recibió la entrega? —insistió—. Y, otra cuestión, ¿quién estaba detrás de todo el negocio? O, mejor dicho, ¿quién está detrás?

—Aún buscamos el núcleo —afirmó Wallander—. La cima de la pirámide.

Rydberg lanzó un bostezo y se levantó con no poco esfuerzo.

—Tarde o temprano daremos con la tecla —auguró.

—Por cierto, ¿sabes si ha vuelto ya Nyberg? —inquirió Wallander.

—Según Martinson, aún sigue atascado en Tingsryd.

Wallander regresó a su despacho. Todos parecían estar, como él, aguardando que sucediese algo. Nyberg llamó a las cuatro para comunicarles que su coche estaba, por fin, reparado. A las cinco, celebraron una reunión en la que, en realidad, nadie ofreció ninguna aportación novedosa.

Aquella noche, Wallander durmió un sueño largo y sin incidentes. El día siguiente se presentó soleado y con cinco grados de temperatura. Dejó el coche aparcado y comenzó a caminar hacia la comisaría. Sin embargo, a mitad de camino, mudó de parecer. En efecto, pensó en lo que Martinson le había revelado acerca de las otras dos personas que vivían en la misma casa en la que Holm tenía su habitación. Puesto que sólo eran las siete menos cuarto, calculó que le daría tiempo de acercarse hasta allí para comprobar si aquellas dos personas se encontraban en casa antes de acudir a la reunión en la comisaría.

A las ocho menos cuarto entró en el jardín. El perro ladraba en su caseta. Wallander echó una ojeada a su alrededor, pero la casa le pareció tan abandonada como el día anterior. Se acercó hasta la puerta y dio unos toquecitos, pero nadie acudió a abrirle. Manipuló el picaporte y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave, de lo que dedujo que alguien había estado allí. Decidió rodear la casa cuando, de pronto, oyó que la puerta se abría a sus espaldas. Wallander dio un respingo involuntario al ver a un hombre que, en camisa de dormir y unos vaqueros que le colgaban muy por debajo de la cintura, lo miraba fijamente. El inspector se acercó al tiempo que se presentaba.

—Y tú eres Rolf Nyman, supongo —adivinó Wallander.

—Así es.

—Pues tengo que hablar contigo.

El hombre se mostró algo reacio.

—Esto está muy desordenado y la chica que vive aquí está acostada —adujo a modo de excusa.

—Bueno, mi casa tampoco está muy ordenada. En cuanto a la chica, no tenemos por qué sentarnos a hablar en el borde de su cama.

Nyman se hizo a un lado y condujo a Wallander hasta el abigarrado espectáculo de la cocina, donde tomaron asiento. El hombre no parecía tener la menor intención de invitar a Wallander a un café, pero parecía bien dispuesto y el inspector sospechó que se avergonzaba del aspecto desastroso de la cocina.

—La chica tiene graves problemas con la droga. Ahora está intentando dejarlo y yo le ayudo como puedo. Pero no es fácil.

—¿Y tú?

—Yo no he probado nada, jamás.

—Pero ¿no es un tanto curioso que hayáis decidido vivir con Holm? Quiero decir, si lo que quieres es que ella deje la droga.

La respuesta de Nyman fue instantánea y convincente.

—Yo no tenía ni idea de que estuviese metido en el mundo de la droga. Aquí no pagábamos mucho de alquiler. Y él era simpático. No sabíamos nada de lo que se traía entre manos. A mí me dijo que estudiaba astronomía. Por las noches, solíamos sentarnos ahí fuera, en el jardín, a contemplar las estrellas. Y él conocía el nombre de cada una de ellas.

—¿Tú a qué te dedicas?

—Mientras ella esté mal, no puedo aceptar ningún empleo fijo, de modo que trabajo de vez en cuando en las discotecas.

—¿En discotecas?

—Eso es. Poniendo discos.

—¡Ah! Como discjockey, ¿no?

—Sí.

Wallander pensó que aquel hombre causaba una buena impresión. Por otro lado, sólo parecía preocuparle que la chica que dormía en alguna de las habitaciones despertase en cualquier momento.

—¿Qué me dices de Holm? —preguntó Wallander—. ¿Dónde y cuándo lo conociste?

—Fue en una discoteca de Landskrona. Empezamos a charlar y me habló de esta casa y, un par de semanas más tarde, ya nos habíamos mudado aquí. Lo peor es que ya no tengo tiempo de limpiar. Antes solíamos hacerlo juntos, Holm y yo. Pero ahora me paso los días atendiendo a la chica...

—A ver, entonces, ¿tú nunca sospechaste a qué se dedicaba Holm en realidad?

—Pues no.

—¿Solía recibir visitas en casa?

—Nunca. Por lo general, pasaba los días fuera, pero siempre nos decía la hora a la que pensaba volver. Salvo la última vez. Entonces no vino a la hora prevista.

—¿Te pareció que estuviese preocupado aquel día? ¿Sucedió algo fuera de lo normal?

Rolf Nyman meditó un instante.

—No. Se comportó como de costumbre.

—¿Es decir?

—Pues, alegre. Aunque a veces se mostraba muy reservado.

Wallander reflexionó sobre cómo continuar.

—¿Te parecía que andaba bien de dinero?

—Bueno, no puede decirse que viviera como un marqués. Si quieres, puedo mostrarte su habitación.

—No, no es necesario. Y dices que nunca vino nadie a verlo a esta casa, ¿no es así?

—Nunca.

—Pero, al menos, lo llamarían por teléfono, ¿no?

Nyman asintió.

—Y él siempre parecía saber cuándo lo llamarían. En cuanto se sentaba en la silla que hay junto al teléfono, éste empezaba a sonar. Y si no estaba en casa o por aquí cerca, jamás lo llamaban. Eso era muy raro, desde luego.

A Wallander no se le ocurrían más preguntas en aquel momento, de modo que se puso en pie.

—¿Qué pensáis hacer ahora? —se interesó el inspector.

—Pues, la verdad, no lo sé. Holm le alquilaba la casa a alguien de Örebro. Supongo que tendremos que mudarnos de aquí.

Rolf Nyman lo acompañó hasta la escalinata exterior.

—¿Recuerdas si Holm mencionó en alguna ocasión a dos hermanas llamadas Eberhardsson?

—¿Las que encontraron asesinadas? No, nunca.

De pronto, Wallander cayó en la cuenta de que le quedaba una última pregunta por formular.

—Me imagino que Holm tenía coche, pero ¿dónde está?

Rolf Nyman negó con un gesto de la cabeza.

—No lo sé.

—Ya, pero ¿qué coche era?

—Un Golf negro.

Wallander le tendió la mano y se despidió del joven. El perro no profirió el menor gruñido mientras se encaminaba al coche.

«No cabe duda de que Holm ocultó su actividad de forma magistral», concluyó mientras volvía hacia Ystad. «Tanto como sabía ocultar su auténtica personalidad cuando yo lo sometía a interrogatorio.»

A las nueve menos cuarto, el inspector aparcaba el coche ante la comisaría. Ebba ya estaba en su puesto y lo informó de que Martinson lo esperaba en la sala de reuniones junto con el resto del grupo. Wallander apremió el paso. También Nyberg estaba presente.

—¿Qué ha sucedido? —quiso saber Wallander aun antes de haber ocupado su asiento.

—Una novedad importante —aclaró Martinson—. Los colegas de Malmö hicieron una redada rutinaria en la casa de un célebre traficante. Y fíjate que encontraron una pistola del calibre treinta y ocho.

Martinson dirigió la mirada a Nyberg.

—Bueno, los técnicos han sido muy diligentes —declaró—. Tanto las hermanas Eberhardsson como Holm fueron asesinados con un arma de ese calibre.

Wallander contuvo la respiración.

—¿Cómo se llama el traficante?

—Nilsmark. Pero todo el mundo lo conoce por «Hilton».

—¿Es nuestra arma?

—Aún es pronto para asegurarlo. Pero es posible.

Wallander asintió.

—Bien —celebró—. En ese caso, tal vez estemos en el buen camino. Y, en ese caso, tal vez podamos poner punto final a todo esto antes de Año Nuevo.

11

Trabajaron sin descanso durante tres días, hasta la noche de fin de año. Wallander y Nyberg fueron a Malmö el 28 por la mañana. Nyberg para hablar con los técnicos de la policía de la ciudad; Wallander para compartir la responsabilidad en el interrogatorio del traficante apodado Hilton, que resultó ser un hombre de unos cincuenta años de edad y con sobrepeso, aunque dotado, en apariencia, de una agilidad asombrosa. Cuando llegó el inspector, el sujeto aguardaba sentado, vestía traje y corbata y parecía hastiado. Antes de que comenzase el interrogatorio, el inspector Hyttner, al que conocía de otras ocasiones, había puesto a Wallander al corriente de su trayectoria.

Así, supo que Hilton había estado en prisión durante varios años, a comienzos de la década de los ochenta, por tráfico de drogas. Pero Hyttner estaba convencido de que, en aquella ocasión, tanto la policía como el fiscal no habían hecho más que raspar la corteza, sin lograr otra cosa que una condena por tan sólo parte de su actividad, sobre la que, según los indicios, había conseguido mantener el control desde la cárcel de Norrköping, donde había cumplido parte de la pena. Durante su ausencia, la policía de Malmö no había detectado ningún tipo de lucha por el poder entre los responsables de la distribución de la droga en el sur de Suecia.

Cuando Hilton salió de la cárcel, celebró la puesta en libertad divorciándose de inmediato para, con igual celeridad, contraer matrimonio con una hermosa joven boliviana. Acto seguido se trasladó a vivir a una inmensa finca situada al norte de Trelleborg. Por otro lado, sabían que había ampliado su coto de caza hasta abarcar también Ystad y Simrishamn y que, en aquellos momentos, intentaba establecerse en Kristianstad. El 28 de diciembre la policía creía estar en posesión de pruebas suficientes contra él como para que un fiscal aceptase una redada en la finca. Y entonces encontraron la pistola. Hilton confesó enseguida que no tenía licencia de armas y, a modo de excusa, explicó que se la había agenciado porque, al vivir en un lugar tan solitario y apartado, necesitaba algo con que defenderse. Sin embargo, negó rotundamente cualquier relación con los asesinatos de las hermanas Eberhardsson y de Yngve Leonard Holm.

Wallander estuvo presente durante el prolongado interrogatorio y, hacia el final, quiso formular sus propias preguntas. Entre otras cuestiones, quiso saber qué había estado haciendo Hilton en las fechas concretas de cada uno de los asesinatos. En el caso de las hermanas Eberhardsson había sido fácil ser exacto con los horarios, mientras que en el caso de Holm resultaba más ardua la tarea de establecer la hora precisa en que le habían disparado. Cuando las hermanas Eberhardsson murieron, Hilton estaba, según declaró, en Copenhague. Pero puesto que había viajado solo hasta la capital danesa, tardarían algún tiempo en comprobar la veracidad de su coartada. Por otro lado, durante el tiempo que Holm estuvo desaparecido y hasta que fue hallado muerto, Hilton se había dedicado a muy diversas actividades.

Wallander lamentó no haber llevado consigo a Rydberg. En condiciones normales, él no tenía dificultad en detectar casi de inmediato si la persona interrogada mentía o no. Sin embargo, en el caso de Hilton, resultaba más complicado y pensó que, de haber contado con la colaboración del colega, podrían haber contrastado sus impresiones. Una vez finalizado el interrogatorio, Wallander y Hyttner tomaron café juntos.

—Nunca hemos podido vincularlo a actos violentos, hasta el momento —explicó Hyttner—. Cuando lo ha necesitado, siempre ha sabido recurrir a otros. Además, nunca utilizaba al mismo matón. Por lo que sabemos, ha llegado incluso a buscar gente en el continente para quebrarle las piernas a algún mal pagador.

—Hay que seguirles la pista a todos —advirtió Wallander—. Si es que llegamos a demostrar que ésa es nuestra arma.

—A mí me cuesta creer que él sea el autor de los asesinatos —confesó Hyttner—. No es ese tipo de delincuente. Desde luego, no se lo piensa dos veces para venderles heroína a los colegiales, pero es de los que se desmayan cuando tiene que hacerse un análisis de sangre.

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