Como para demostrar la verdad de sus palabras, la respiración de Sergio empezó a apaciguarse; se relajó sobre las almohadas y cerró los ojos en paz.
La puerta se abrió de golpe. Entró un hombre pequeño y tenso, con la cara como la de un gallo preparándose para una riña. Blandió un rollo de pergamino bajo las narices de Benedicto.
—Aquí están los papeles. Todo lo que se necesita es la firma.
Por su indumentaria y modo de hablar parecía un mercader.
—Ahora no, Aio —respondió Benedicto.
Aio sacudió la cabeza con furia.
—No, Benedicto, no me rehuirás otra vez. Toda Roma sabe que el papa está grave. ¿Y si muere esta noche?
Juana miró con preocupación a Sergio, pero no lo había oído, estaba dormitando.
El hombrecillo hizo sonar un saco con monedas ante los ojos de Benedicto.
—Mil sueldos, como acordamos. Haz firmar el papel ahora y esto —alzó otro saco más pequeño— será tuyo también.
Benedicto cogió el pergamino y lo desenrolló yendo hacia la cama.
—¿Sergio?
—Está durmiendo —protestó Juana— No lo molestes.
Benedicto hizo caso omiso de ella.
—¡Sergio! —Cogió a su hermano por el hombro y lo sacudió con fuerza.
Sergio abrió los ojos. Benedicto cogió una pluma de la mesa junto a la cama, la mojó en tinta y la puso en la mano derecha de Sergio.
—Firma esto —le ordenó.
Aturdido, Sergio acercó la pluma al pergamino. La mano le temblaba y manchaba la hoja mientras empezaba a garabatear. Benedicto le cogió la mano y se la guió dibujando la firma papal.
Desde donde estaba, Juana pudo ver el escrito. Era una
formata
, nombrando a Aio obispo de Alatri. ¡El contrato hecho ante sus ojos era la compra de un obispado!
—Ahora descansa, hermano —dijo Benedicto, satisfecho. Y a Juana—: Quédate con él.
Juana asintió con la cabeza mientras Benedicto y Aio salían. Cubrió a Sergio con la sábana alisándola con suavidad. En su rostro se había formado un gesto de decisión. Era evidente que las cosas en el palacio papal no iban bien. Ni estarían bien mientras Sergio siguiera enfermo y su hermano gobernara por él. La tarea que se propuso en aquel momento era clara: restaurar la salud del papa y hacerlo lo antes posible.
Durante los días siguientes el estado de Sergio siguió siendo grave. El continuo canturreo de los sacerdotes le impedía dormir bien por lo que, a insistencia de Juana, la vigilia en el dormitorio se dio por terminada. Salvo unas breves excursiones a la escuela inglesa para buscar medicamentos, Juana no se apartó del paciente. De día controlaba su estado; de noche dormía sobre unos almohadones al lado de la cama.
Al tercer día, la hinchazón empezó a ceder y la piel que la cubría empezó a despellejarse. Por la noche, Juana se despertó de un sueño intranquilo y descubrió que Sergio había empezado a sudar. «Benedícite —pensó—. La fiebre ha pasado».
A la mañana siguiente, el papa se despertó.
—¿Cómo os sentís? —preguntó Juana.
—No… no sé —dijo él, aturdido— Mejor, creo.
—Se os ve mucho mejor. —Estaba menos hinchado y había desaparecido la palidez azulada de la piel.
—Las piernas… me pican. —Empezó a rascarse con fuerza.
—La comezón es una buena señal; significa que están volviendo a la vida —dijo Juana—. Pero no debéis irritar la piel porque todavía hay peligro de infección.
Retiró la mano. Pero el picor era demasiado fuerte y volvió a rascarse.
Juana le administró una dosis de beleño para calmarlo; volvió a dormirse.
Cuando abrió los ojos, al día siguiente, estaba lúcido, plenamente consciente.
—El dolor… ¡ha desaparecido! —Se miró las piernas—. ¡Y la hinchazón! —La observación lo animó; se sentó. Al ver a un chambelán cerca de la puerta dijo—: Tengo hambre. Tráeme una loncha de tocino y vino.
—Un plato de verduras y una jarra de agua —dijo Juana.
El chambelán salió deprisa antes de que Sergio pudiera protestar.
El papa alzó las cejas de sorpresa.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Juan Ánglico.
—No eres romano.
—Nací en Franconia.
—El país del norte. —Los ojos de Sergio se hicieron suspicaces—. ¿Es tan bárbaro como dicen?
—Hay menos iglesias —dijo Juana sonriendo—, si es a eso a lo que os referís.
—¿Por qué te llaman Ánglico —preguntó Sergio—, si naciste en Franconia?
Era sorprendente su lucidez después de lo que había pasado.
—Mi padre era inglés —explicó Juana—. Vino a predicar la fe entre los sajones.
—¿Los sajones? —dijo Sergio frunciendo el ceño—. Una tribu sin dios.
«Mamá». Juana sintió la vieja llamarada de vergüenza y amor.
—Ahora la mayoría son cristianos… al menos todo lo que se puede ser cuando has sido obligado a convertirte mediante el fuego y la espada.
Sergio la miraba con interés.
—¿No apruebas la misión de la Iglesia de convertir a los paganos?
—¿Qué valor tiene una conversión lograda por la fuerza? Bajo tortura, una persona puede confesar cualquier mentira, sólo para poner fin al dolor.
—Pero nuestro Señor nos manda difundir la palabra de Dios: «Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo».
—Es cierto —admitió Juana—. Pero… —Se interrumpió.
Ya lo estaba haciendo otra vez: dejándose llevar de forma imprudente y potencialmente peligrosa a una discusión. ¡Y esta vez con el papa, nada menos!
—Sigue —dijo Sergio.
—Perdonad, santidad. Estáis enfermo.
—No tanto como para no poder razonar —respondió Sergio con impaciencia—. Sigue.
—Bueno… —Eligió las palabras con cuidado—. Considerad el orden de las palabras de Cristo: enseñad a las naciones primero, luego bautizadlas. No se nos manda dar el sacramento del bautismo a nadie que no haya abrazado la fe con la comprensión racional. Primero enseñad, dijo Cristo, después bautizad.
Sergio la miraba con interés.
—Razonas bien. ¿Dónde te educaste?
—Un griego de nombre Esculapio, un hombre de gran erudición, fue mi tutor en la infancia. Estuve en la escuela de la catedral de Dorstadt y después en Fulda.
—¡Ah, Fulda! Hace poco recibí un volumen de Rabano Mauro, hermosamente ilustrado, con un poema compuesto por él sobre la Santa Cruz de Cristo. Cuando le escriba para agradecérselo le hablaré de tu servicio a nuestra persona.
Juana creía que había dejado al abad Rabano para siempre; ¿su odio la seguiría hasta allí, echando a perder la nueva vida que ella se había forjado?
—Me temo que no tendréis buenos informes míos por ese lado.
—¿Por qué?
—El abad sostiene que la obediencia es el principal de los votos religiosos. Pero para mí siempre ha sido el más difícil.
—¿Y tus demás votos? —preguntó Sergio con severidad—. ¿Qué hay de ellos?
—Nací en la pobreza y estoy acostumbrado a ella. En cuanto a la castidad —evitó poner en su voz la menor nota de ironía— siempre he resistido la tentación de las mujeres.
La expresión de Sergio se suavizó.
—Me alegra oírlo. Porque en ese punto, el abad Rabano y yo no estamos de acuerdo; de todos los votos religiosos, la castidad es seguramente el más grande y el que más complace a Dios.
Juana se sorprendió de oírle decir aquello. El ideal de la castidad sacerdotal estaba lejos de ser practicado universalmente en Roma. No era nada raro que un sacerdote romano tuviera esposa; no había prohibición de que hombres casados se ordenaran, siempre que aceptaran abjurar de toda futura relación conyugal: un contrato que predeciblemente era cumplido sólo a medias. Era raro que una esposa pusiera objeciones si su marido quería hacerse cura porque compartía el prestigio de su posición. Las «sacerdotas», se las llamaba respetuosamente, o «diáconas» si el marido era un diácono. El papa León III estaba casado cuando ascendió al trono papal y nadie en Roma había soñado siquiera con reprochárselo.
El chambelán volvió con una fuente de plata con pan y verduras; la puso ante Sergio, que cortó un trozo de pan y se lo llevó a la boca con apetito.
—Ahora —dijo— cuéntame lo que pasó entre Rabano Mauro y tú.
Juana llegó a la conclusión de que en Sergio convivían dos personas diferentes: una disoluta, vulgar y mezquina; y otra cultivada, inteligente y considerada. Había leído algo sobre tales casos en Celso, que los llamaba
animae divisae
, espíritus divididos.
Así pasaba con Sergio. En su caso era la bebida la que desencadenaba la metamorfosis. Dulce y amable estando sobrio, se volvía un demonio bajo la influencia del vino. Los criados del palacio, siempre dispuestos a la murmuración, le contaron a Juana que Sergio había condenado a uno de ellos a muerte sólo por haber dejado enfriar la sopa. La borrachera se le había pasado a tiempo para impedir la ejecución, pero no antes de que el desafortunado hubiera sido azotado y puesto en el cepo.
Sus médicos no habían estado tan equivocados a fin de cuentas, pensó Juana. Sergio «estaba» poseído, aunque los demonios que lo movían no eran exactamente los del infierno, sino los suyos propios.
Tras descubrir sus mejores cualidades, Juana se propuso la misión de restaurarlas. Lo obligó a una estricta dieta de vegetales y hortalizas. De mala gana, Sergio se sometió, por miedo a una vuelta del dolor. Cuando consideró que estaba listo, Juana instituyó un régimen de paseos diarios en el jardín de Letrán. Al principio era preciso llevarlo en una silla; bajo la cual jadeaban tres sirvientes. El primer día apenas si pudo dar unos pasos antes de derrumbarse otra vez en la silla. Con el permanente estímulo de Juana, hizo un poco más cada día; al cabo de un mes ya podía dar toda la vuelta al jardín. La hinchazón residual en las articulaciones desapareció y la piel recuperó un saludable color rosado. Los ojos perdieron la hinchazón y cuando los contornos del rostro aparecieron con más claridad, Juana pudo ver que era un hombre mucho más joven de lo que había pensado al principio: quizá no tenía más de cuarenta y cinco o cincuenta años.
—Me siento un hombre nuevo —le dijo Sergio a Juana un día durante su paseo diario.
Era la primavera y las lilas, ya florecidas, perfumaban el aire.
—¿No hay mareos, ni debilidades, ni dolor? —preguntó Juana.
—Nada. Realmente, Dios ha obrado un milagro.
—Bien podéis decirlo, santidad —dijo Juana con una sonrisa maliciosa—. Pero recordad el estado en que estabais cuando Dios era el único médico que os atendía.
Sergio le dio un tirón de orejas a Juana en amable recriminación.
—Dios te envió a ti para que efectuaras su milagro.
Sonrieron confirmando su mutua simpatía.
«Este es el momento», pensó Juana.
—Si os sentís realmente bien… —dejó la frase interrumpida, despertando la curiosidad de su interlocutor.
—¿Sí?
—Sólo estaba pensando… Hoy hay sesión de la corte papal. Vuestro hermano Benedicto preside en vuestro lugar, como siempre. Pero si os sentís lo bastante fuerte…
—Benedicto está acostumbrado a presidir —dijo Sergio con resolución—. Seguramente no hay necesidad…
—El pueblo no eligió a Benedicto como su señor. Os necesitan a vos, santidad.
Sergio frunció el ceño. Hubo un largo silencio.
Juana pensó: «He hablado demasiado pronto o con demasiada audacia».
Al fin Sergio habló:
—Dices la verdad, Juan Ánglico. He descuidado demasiado tiempo esos asuntos. —La tristeza de su mirada le daba a la cara un aire de grave sabiduría.
Juana respondió con suavidad.
—El remedio, mi señor, está en la acción.
Sergio lo pensó. Dio media vuelta y se dirigió al portal del jardín.
—¡Vamos, entonces! —La llamó con un gesto—. ¿Qué estás esperando?
Juana fue deprisa tras él.
Dos guardias custodiaban la puerta de la sala del consejo, charlando ociosamente. Al ver a Sergio se pusieron en alerta y abrieron la puerta.
—Su santidad el papa Sergio, obispo y arzobispo de Roma —anunció uno de ellos con voz resonante.
Sergio y Juana entraron. Hubo un momento de silencio asombrado, seguido por un fuerte ruido de bancos arrastrados contra el suelo cuando todos se ponían de pie respetuosamente. Todos, salvo Benedicto, que siguió sentado en el trono papal con la mandíbula caída.
—Cierra la boca, hermano, salvo que estés cazando moscas —dijo Sergio.
—¡Santidad! ¿Es prudente esto? —exclamó Benedicto—. No deberíais arriesgar la salud sólo por venir a observar estas sesiones.
—Gracias, hermano, pero me siento muy bien —dijo Sergio—. Y no he venido a observar sino a presidir.
Benedicto se puso de pie.
—Me alegra oírlo, como a toda Roma. —No parecía tan contento como decía.
Sergio se sentó cómodamente en el trono.
—¿Qué asunto estabais tratando?
El notario se apresuró a resumir los detalles. Mamerto, un rico mercader, demandaba permiso para renovar el Orfanato, un refugio y escuela para huérfanos alojado en un edificio en mal estado cerca de Letrán. Mamerto proponía reconstruirlo enteramente y transformarlo en un albergue para peregrinos.
—El Orfanato —repitió Sergio—. Lo conozco bien; viví un tiempo allí después de la muerte de mi madre.
—Santidad, el edificio se cae a pedazos —dijo Mamerto—. Es una vergüenza para nuestra gran ciudad. Lo que propongo es transformarlo en un palacio.
—¿Qué será de los huérfanos? —preguntó Sergio.
Mamerto se encogió de hombros.
—Pueden buscar la caridad en otra parte. Hay casas de limosna que los recibirían.
Sergio parecía indeciso.
—Es duro ser expulsado de la casa donde uno vive.
—Santidad, esta posada será el orgullo de Roma. Los duques querrán dormir en ella y los reyes también.
—Los huérfanos no son menos queridos por Dios que los reyes. ¿No ha dicho Cristo «Bienaventurados los pobres porque de ellos será el reino de los cielos»?
—Santidad, os pido que lo reconsideréis. ¡Pensad lo que podría hacer por Roma un establecimiento como ése!
Sergio sacudió la cabeza.
—No sancionaré la destrucción del hogar de estos niños. La petición es denegada.
—¡Protesto! —gritó Mamerto acalorado—. Vuestro hermano y yo ya habíamos llegado a un acuerdo y yo hice el pago.
—¿Pago? —Sergio arqueó una ceja.
Benedicto le dirigía a Mamerto en silencio señales de apremio.