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Authors: Irving Wallace

La Palabra (44 page)

BOOK: La Palabra
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Estaba en Alemania, sin duda, en la tierra de Hennig, y la transición de Amsterdam a Milán, a París y a Frankfurt, en poco más de cincuenta horas, había sido vertiginosa.

Eran las ocho y cuarto y todavía le quedaban cuarenta y cinco minutos antes de que aparecieran el auto y el chófer que Herr Hennig le enviaría para llevarlo a Maguncia. Pidió un buen desayuno, mandó planchar su traje, leyó el periódico, examinó una vez más el expediente de publicidad relativo a Herr Karl Hennig, telefoneó a Lori Cook a Amsterdam para indicarle que obtuviera un pase de seguridad y un espacio de oficina para Ángela Monti y verificó que el doctor Florian Knight había arribado con el doctor Jeffries, de Londres, el día anterior. Por fin, era hora de salir.

El recorrido de la bulliciosa Frankfurt a la tranquila población de Maguncia duró cincuenta minutos. Su chófer alemán, ya mayor, que fumaba puro, había guiado el «Porsche» (hecho sobre pedido) hacia la autopista de cuatro carriles, donde un letrero advertía: ANFANG 80 KM. Al lado de la carretera había muchos autoestopistas parados, cargados con pesadas mochilas. Había sido un interminable desfile de camiones cubiertos con lonas y uno que otro policía en motocicleta, con casco plateado, por la carretera. Había habido verdeantes bosques de tono salvia, estaciones de gasolina pintadas de azul, letreros amarillo naranja con flechas negras que señalaban aldeas como Wallu, varios aeropuertos, granjas, fábricas grises y humeantes, y al fin el anuncio: RIEDESHEIM/MAINZ/BITTE. El auto había tomado una rampa de salida y ahora, después de pasar un puente de ladrillo sobre el ferrocarril y otro puente sobre la vasta extensión del río Rin, llegaba a Maguncia.

Cinco minutos después, paraba frente a un ultramoderno edificio de oficinas de seis pisos, ubicado en la esquina y con dos puertas giratorias.

—Das ist die Hennig Druckerei, hier, mein Herr
—anunció el chófer.

Al fin, pensó Randall. Ahora vería el Nuevo Testamento Internacional en su indumentaria final, antes de que se presentara ante el público en plena producción. Cuánto deseaba que estuvieran allí el profesor Monti o Ángela (Ángela, en realidad), con él, para ver cómo el sueño que empezó en las ruinas de Ostia Antica se había hecho realidad en la Maguncia moderna de Alemania.

Randall dio las gracias al chófer de Hennig y abrió la puerta trasera para salir, cuando alcanzó a distinguir la figura de un hombre que salía por la puerta giratoria más lejana; una figura vagamente conocida. El hombre, delgado, bien vestido, de aspecto nada germánico, hizo una pausa, aspiró el aire y sacó un cigarrillo de su cigarrera de oro. Randall guardó el equilibrio, medio cuerpo fuera del auto y medio cuerpo dentro, tratando de ubicar el rostro: la tez grisácea, los ojos de hurón, la barba a lo Van Dyke.

Luego, al llevarse el individuo el cigarrillo a los labios, se notaron sus grandes dientes salientes y al instante supo Randall quién era; inmediatamente se dejó caer hacia el asiento trasero para ocultarse.

Era Cedric Plummer, del
London Daily Courier
.

Helado, Randall esperó. Plummer exhaló una nube de humo y, sin mirar a derecha ni izquierda, se fue pavoneando hasta la esquina; esperó que la luz diera paso, cruzó la calle y en pocos segundos se perdió de vista.

Cedric Plummer en Maguncia, saliendo de la mismísima fortaleza que protegía el libro; del cuartel general del impresor y productor de la Palabra.

¿Qué diablos significaba aquello?

Randall no perdió más tiempo. Se apresuró a los talleres de Hennig, se identificó con las dos jóvenes recepcionistas, vestidas con largos uniformes azules, y una de ellas lo condujo al ascensor y por un ancho corredor de mármol, hasta el despacho privado del propietario.

En un elegante despacho que parecía totalmente importado de Escandinavia, Randall recibió un demoledor apretón de manos de Karl Hennig, el impresor de Resurrección Dos.

—Primero en alemán:
Willkommen! Schön dass Sie da sind
! —emitió Hennig estridentemente—. Ahora en inglés:
Welcome
! ¡Qué bien que ya esté aquí, en la ciudad de Johannes Gutenberg, el hombre que cambió la faz de la Tierra, así como Karl Hennig la cambiará otra vez!

La voz de Hennig era profunda y ronca, y hacía vibrar los tímpanos.

Su aspecto era el de un musculoso luchador. Su cabeza era desproporcionadamente grande, con un corte de pelo a la prusiana, estilo cepillo; tenía un rostro apoplético, casi cóncavo, que parecía haber sido remodelado después de recibir el impacto de un enorme puño, los ojos hundidos en las órbitas, la nariz aplastada, los dientes de mal color, los labios secos y agrietados y daba la impresión de no tener cuello. Decididamente, parecía un rechoncho luchador de sumo vestido con un magnífico traje de seda gris. Hennig dio la bienvenida a Randall, no solamente en calidad de colega en el proyecto, sino como norteamericano que era. El impresor sentía afecto por los norteamericanos, sobre todo por los buenos negociantes, y estaba orgulloso de hablar el
americanés
y no el inglés, y sin acento germánico; lo único que lamentaba era haber tenido muy pocas oportunidades de utilizar su
americanés
en los últimos tiempos.

—Setzen Sie sich, bitte, setzen Sie sich
. Por favor, siéntese —dijo empujando a Randall hacia un cómodo sillón de piel situado entre su escritorio y una pared del despacho, totalmente cubierta por un gigantesco plano de Maguncia en relieve, que llevaba en el marco de plata esta inscripción:
Anno Domini 1633 bei Meriar—. Wir werden etwas trinken
—declaró con estridencia mientras caminaba con pesados pasos hasta un mueble de encina natural que albergaba una cantina para vinos y licores y un refrigerador en miniatura. Sirvió escocés sobre unos cubitos de hielo, dio un vaso a Randall y llevó otro a su escritorio, acomodándose en su enorme sillón de ejecutivo. Habló sin cesar, después de haber recordado a Randall que pusiera en marcha su grabadora—. Mi padre fundó esta empresa porque le molestaba la idiotez de los impresores alemanes. Un impresor producía papel con membrete para las tiendas, mientras que otro producía sobres que ni siquiera hacían juego. Así que mi padre se puso a producir el papel y los sobres, todo junto, y amasó una fortuna. Después de su muerte (cuando apenas había comenzado a producir libros), yo me hice cargo del negocio. A mí no me importaba el papel con membrete ni los sobres, y convertí todo el taller en imprenta de libros. Hoy tengo quinientas personas trabajando para mí. Bien, debo decir que a Karl Hennig no le ha ido mal, nada mal.

Randall se esforzó por demostrar que estaba impresionado.

—Afortunadamente —prosiguió Hennig—, y creo que por eso insistió el doctor Deichhardt en que yo hiciera el trabajo, estaba ya muy metido en la impresión de Biblias. La mayoría de las alemanas se imprimen en Stuttgart. Porquerías. Yo me olvidé de eso y me quedé en Maguncia, bajo la mirada de Johannes Gutenberg… Además, Maguncia es un lugar mejor; está cerca de Hamburgo y de Munich, así que resulta más barato y más rápido el envío de la producción a todas partes. Me quedé aquí y reuní un cuerpo de verdaderos impresores, los pocos que quedaban respetuosos de su oficio, con el olor de la tinta en la sangre y con antepasados que también habían sido impresores. Con esos colaboradores produje yo algunas de las más bellas Biblias de edición limitada de toda Europa, pero me vi obligado a abandonar la línea (era demasiado costosa; no dejaba utilidades). Afortunadamente, yo había conservado a algunos de los obreros veteranos, y cuando se presentó el Nuevo Testamento Internacional, tenía la base, el núcleo de un equipo que se hiciera cargo del trabajo.

—¿Cuánto tiempo le llevará imprimir esta Biblia?

Hennig se chupó los labios:

—Déjeme ver. Bueno, digámoslo así: la Biblia es un libro endemoniadamente grande. Si uno produce todo el condenado libro junto (Antiguo Testamento y Nuevo Testamento en un solo volumen), se estarían imprimiendo unas 775 mil palabras. Eso significaría la extensión y el tamaño de seis o siete libros normales, usando una tipografía común. Sin apremios, producir toda una Biblia tal vez nos llevaría un año para diseñar la tipografía y el formato; otros dos años para la composición de linotipia y la corrección de las pruebas; y un año, o un poco menos, para la impresión y la encuadernación. En total, cuatro años; pero eso con toda la maldita Biblia. Aquí sólo estamos produciendo el Nuevo Testamento, un volumen mucho más breve, que consume mucho menos tiempo; pero nosotros queremos hacerlo con mucho cuidado y gran artesanía. Más tarde nos encargaremos de la parte más larga, la nueva traducción del Antiguo Testamento Internacional, con menos premura… y además, por ahora sólo sacaremos una edición limitada.

—¿Una edición limitada?

—Sí, naturalmente; yo estoy haciendo lo que llamamos la Edición Anticipada para el Púlpito, en cuatro lenguas, limitada a ejemplares para pastores y eclesiásticos de todo el mundo, para la Prensa, para líderes y formadores de opinión… sólo un pequeño porcentaje del público. Una vez que salga esta edición, cada uno de los editores tendrá un impresor en su propio país para producir las ediciones más baratas, comerciales, para el público en general, y yo me limitaré entonces a la edición popular en alemán. En este momento, yo diría que he dedicado cuando menos un año al diseño. La impresión y la encuadernación definitivas no nos habrán llevado más de seis meses.

—¿Cuál diría usted que fue su mayor problema?

—El papel. Para un impresor de Biblias, siempre es el papel. Naturalmente, me estoy refiriendo a la edición popular. La Biblia es tan endemoniadamente extensa, incluso el Nuevo Testamento (que no lo es tanto), que no se puede utilizar papel ordinario. Es necesario encontrar un papel ligero, delgado, pero lo suficientemente grueso para que no se transparente por el otro lado. Tiene que ser un papel duradero. Algunas personas conservan la misma Biblia toda la vida. Por otra parte, es necesario que no resulte muy costoso. Pero, para la primera edición, estamos empleando papel India de la mejor calidad.

—¿Cuándo tendrá usted ejemplares ya encuadernados?

—Espero que en dos semanas.

—¿Y qué hay con la seguridad? —preguntó Randall con aparente indiferencia—. En el «Hotel Krasnapolsky», en Amsterdam, es bastante rígida. Pero, ¿cómo ha logrado usted ocultar una operación como ésta de los ojos curiosos?

La rubicunda y aplastada cara de Hennig se frunció y ensombreció.

—No es fácil, no es fácil. La seguridad es un problema —murmuró—. Me ha costado una fortuna. Le diré lo que hice. Tenemos varias prensas aquí en la vecindad, y a todas se puede llegar caminando en poco tiempo. Tomé uno de nuestros talleres, el más grande, segregué la mitad del resto del edificio, lo llené de guardianes y puse en él a mis mejores, más antiguos y más leales operarios. Incluso tomé dos edificios completos de apartamentos, cercanos al taller, para esos trabajadores y sus familias, e instalé en ellos más guardianes y delatores. Ha habido algunos momentos de nerviosismo, pero no ha pasado de ahí. Hemos mantenido una vigilancia muy estricta. Ni un murmullo ha salido de aquí. En realidad, Steven… ¿puedo llamarlo Steven?… ha sido un secreto tan bien guardado, gracias a mi vigilancia, que nadie de fuera ha podido descubrir lo que estamos haciendo.

—¿Nadie? —preguntó Randall suavemente.

Hennig se desconcertó un poco y frunció el entrecejo.

—¿A qué se refiere usted?

—Me refiero a Cedric Plummer —dijo Randall—. Vi a Plummer salir de este edificio cuando yo estaba a punto de entrar.

El descontento de Hennig era evidente.

—¿Plummer? ¿Usted lo conoce?

—Quiso sobornarme el día que llegué a Amsterdam. Quería que yo le consiguiera de contrabando un ejemplar de la Biblia. Lo que él quiere es revelársela al público a su manera, antes de que lo hagamos nosotros, posiblemente con perjuicio para nuestro propósito.

Hennig, que había recobrado la serenidad, fanfarroneó defensivamente.

—Bueno, él es un caso aparte. Es el único de fuera que ha llegado hasta nosotros. Pero créame, ese pequeño hijo de puta no me va a sacar ningún ejemplar. Se lo prometo sobre la tumba de mi padre.

—Estuvo en este edificio —insistió Randall.

—Nadie le pidió que viniera, y nadie de importancia lo recibiría —dijo ásperamente Hennig—. Claro está que anda tras un ejemplar, al igual que una docena de otras personas fuera de Alemania. Me llamó tres veces desde Londres y Amsterdam. Leí su maldita entrevista con De Vroome en el
Frankfurter Allgemeine
. Me negué a recibir sus llamadas. Ayer telefoneó y esta vez tomé el teléfono en persona para decirle que dejara de molestarme. Quería una entrevista. Le advertí que si se acercaba a menos de diez kilómetros de Maguncia haría que le pegaran un tiro. No obstante, hoy se presentó sin anunciarse. Me puse iracundo cuando mi secretaria me dijo que estaba parado frente a ella. Quise salir y darle una paliza. Pero no se preocupe, no perdí la cabeza. Le ordené a mi secretaria que se deshiciera de él, y de plano me negué a verlo. Yo no permitiría que ese hijo de puta cruzara mi puerta. Al fin se dio por vencido y se fue. Créame, Steven…

Giró sobre su sillón y alcanzó la fotografía enmarcada de una mujer, que estaba colocada sobre el aparato de televisión. Con el retrato en la mano se levantó y se alejó de su escritorio.

—Nadie de este proyecto ha sacrificado más que yo para hacer de la Biblia un éxito. ¿Ve esta fotografía?

Randall vio un retrato de una joven sensual, con aspecto de artista de teatro, que tal vez se acercaba ya a los treinta años de edad. En la esquina inferior derecha había una dedicatoria escrita con soltura: «
Meinem geliebten Karl
!» La firma decía: «
von deiner Helga»
.

—¿Reconoce usted esta cara? —preguntó Hennig.

A Randall le pareció que sí. Mientras apagaba la grabadora, preguntó:

—¿No es la actriz alemana que fue la estrella en…?

—Sí. La habrá visto en muchas películas. Es Helga Hoffman —Hennig volvió a poner el retrato en su lugar y siguió de pie, admirándolo—. Soy soltero y Helga es la única mujer con quien he deseado casarme. La he estado viendo de vez en cuando durante dos años. Yo creo que está demasiado embebida en su carrera y que es demasiado ambiciosa para pensar en casarse. Por lo menos ahora. Pero me ha indicado claramente que, bajo determinadas circunstancias, podría vivir conmigo —Hennig contempló fijamente la fotografía—. Por desgracia, las actrices piden mucho. Su sueño es tener una quinta y un yate propio en la Riviera, en Saint-Tropez. Ella no tiene el dinero para tales excesos, pero si yo le comprara lo que desea, la impresionaría mucho. Creo que podría obtener de ella lo que quisiera. —Sus rasgos chatos y cóncavos se arrugaron en un gesto—. Tal vez eso a usted no le parezca amor. Pero para mí es casi lo mismo. No soy sentimental. Soy práctico. Nunca deseé nada tanto como a esta mujer. Quiero decir, hasta que surgió esta maldita Biblia. Bueno, en el fondo no fui práctico, sino vanidoso. Preferí que mi nombre estuviera relacionado con el Nuevo Testamento Internacional. No podría decir por qué. Tal vez para demostrar algo a mi padre, que de todas formas ya está muerto. O quizá para asegurarme un trozo de inmortalidad. De cualquier modo, hacerse cargo de la producción de la Biblia implicaba ciertos sacrificios económicos que, al menos de momento, hicieron imposible que además atendiera a Helga.

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