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Authors: Irving Wallace

La Palabra (42 page)

BOOK: La Palabra
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Entraron en el laboratorio, donde unos mecheros puestos en mesas estaban calentando tubos de ensayo que burbujeaban y donde se oía incesantemente el tictac de los contadores Geiger.

—Ahora ya conoce usted, Monsieur Randall —dijo el profesor Aubert—, los medios que utilizamos para comprobar la edad del Pergamino de Petronio y del Evangelio según Santiago, de Ostia Antica. Permítame mostrarle brevemente cómo se hizo.

Había conducido a Randall ante dos máquinas metálicas, una el doble que la otra y conectadas entre sí, que se hallaban ante varios estantes de libros. A Randall le parecieron dos gabinetes para almacenaje, provistos de equipo misterioso e incomprensible. La máquina menor tenía encima un tablero instrumental y un estante con dos cronómetros debajo. De ella salían tubos que la unían con la mayor, que estaba abierta en el centro y tenía un complejo contador Geiger.

—Éste es el aparato de datación por radiocarbono empleado para probar el descubrimiento del profesor Monti —dijo el químico francés—. Cuando el profesor Monti llegó aquí hace cinco o seis años para hacerme ejecutar la prueba definitiva, ya le habían dicho que debía traerme muestras muy pequeñas del pergamino y los papiros que había extraído. El doctor Libby necesitó unos treinta gramos de la fibra de cáñamo o el lino de los Rollos del Mar Muerto para determinar su fecha. Nuestro proceso de datación se ha refinado y mejorado mucho desde entonces. El doctor Libby empleaba en un principio carbono sólido, con el que untaba el interior de un cilindro igual a éste, como quien aplica una capa de pintura. Ese método requería una buena cantidad de tan valioso material antiguo. Pero, como le decía, desde entonces hemos mejorado el procedimiento y ahora se necesitó mucho menos.

—Profesor Aubert, ¿qué tanto pergamino y qué tanto papiro necesitó usted que le proporcionara el profesor Monti?

El sabio francés sonrió ligeramente.

—Por fortuna, muy poco, ya que teníamos que quemarlo. Dudo que el profesor Monti nos hubiera dado más. Para un trozo de carbón, puedo trabajar con tres gramos. Para uno de madera, necesito diez gramos. Para el descubrimiento del profesor Monti, necesité quince gramos del pergamino, doce gramos de un fragmento de papiro y doce gramos de otro.

—¿Y los quemó usted? —preguntó Randall, acercando su grabadora al científico.

—No de inmediato —«replicó Aubert—. Ante todo, cada muestra debe estar pura; química y físicamente libre de todo carbono exterior que pudiera haberla contaminado desde la muerte de sus células.

—¿Se refiere usted a la contaminación por radiaciones de pruebas con bombas atómicas o de hidrógeno?

—No, eso no produce ningún efecto en la materia que ya está muerta —dijo Aubert—. Tomé cada uno de los especímenes del profesor Monti y los limpié cuidadosamente para eliminar elementos extraños, como raíces o vestigios de cualquier otro depósito que hubieran podido ensuciarlos e influir en la prueba. Hecho esto, quemé cada muestra en corriente de oxígeno hasta que se redujo a cenizas. El ácido carbónico emanado de la combustión fue purificado, secado e introducido en este medidor Geiger. El contador tiene una capacidad de volumen de algo menos de un cuarto de galón…

—¿Un litro?

—Exactamente —dijo el profesor Aubert—. Sobre todo, como puede usted ver por el modo como está construido este aparato, debemos protegernos de cualquier radiación exterior que pudiera interferir y dar una cuenta falsa y una fecha equivocada.
Voilà
. Pusimos las cenizas del pergamino y el papiro del profesor Monti en los tubos e iniciamos nuestra prueba.

Arrastrado por su tema, el profesor Aubert se lanzó a una intrincada explicación del proceso de comprobación. Habló de la cadena de amplificación rodeada por un cilindro de mercurio, y de las impulsiones del contador Geiger puestas en anticoincidencia con las impulsiones proporcionales, y de los rayos cósmicos y los gamma.

Randall había perdido el hilo por completo, pero las palabras de Aubert quedaron registrados en la grabadora, y Randall se prometió a sí mismo que una vez que Lori Cook hubiera efectuado la transcripción, hallaría a alguien en Amsterdam que se lo explicara claramente.

—Sí, ya veo —se atrevió a decir—. ¿Y cuánto duró toda la prueba, profesor?

—Dos semanas. Pero eso fue hace casi seis años. Hoy tenemos un contador muy mejorado que puede hacer la prueba de la noche a la mañana. Pero la de Monti tardó dos semanas.

—¿Qué fue lo que averiguó usted al cabo de ese tiempo?

—Que podíamos fechar los gramos de pergamino y los gramos de papiro a más o menos veinticinco años del momento en que habían existido; el tiempo en el cual se habían escrito y utilizado.

—Y, ¿cuáles fueron esas fechas?

—Felizmente, pude informar al profesor Monti que las mediciones de nuestro aparato de datación no contradecían las fechas del año 30 A. D., para el Pergamino de Petronio, y el año 62 A. D., para el Evangelio según Santiago. En resumen, pude asegurar al profesor Monti que el aparato científico más adelantado del siglo XX había confirmado el hecho… el
hecho
, Monsieur… de que el pergamino podía provenir de la época en que Poncio Pilatos había sentenciado a Jesucristo, y que los papiros podían proceder del tiempo en que el hermano de Jesús estuvo vivo para escribir la verdadera historia del Mesías. Los descubrimientos de Ostia Antica son absolutamente auténticos.

—¿Sin duda alguna? —dijo Randall.

—Ninguna en absoluto.

Randall apagó su grabadora.

—Su colaboración, profesor, nos ayudará a promover el Nuevo Testamento Internacional por todo el mundo.

—Encantado de cooperar —el profesor Aubert miró su reloj de pulsera—. Tengo sólo un asunto pendiente, y después una cita para almorzar con mi esposa. ¿Está usted libre para una invitación a comer, Monsieur Randall?

—No quisiera abusar…

—No es abuso. Así hablaremos más. Me encantaría.

—Gracias. La verdad es que estaré libre hasta la noche, cuando tome el tren a Frankfurt.

—Ah, bon
. Vaya a ver a Herr Hennig. Le hallará menos confuso de lo que he sido yo —Aubert se había dirigido hacia la salida, guiando a Randall—. Si no le importa, pues, nos detendremos en la Catedral de Notre Dame para dejar los resultados de unos trozos de pintura de un Cristo que he examinado. Después, Madame Aubert se reunirá con nosotros en el Café de Cluny. Será un placer almorzar juntos.

En el «Citroen» último modelo del profesor Aubert, Randall había sufrido un tormentoso viaje. Se lo había pasado frenando contra el piso del auto hasta el Sena y la explanada de Notre Dame. Un guardia que reconoció a Aubert le localizó rápidamente un lugar para estacionarse.

En la entrada principal de la catedral, al Oeste, Aubert dejó a Randall y le dijo:

—No me demoraré más de un minuto o dos. Sólo tengo que dejar este informe con uno de los sacerdotes.

Randall consideró la conveniencia de entrar, pero decidió que Aubert estaría de vuelta pronto, así que se quedó parado al sol, observando a los turistas de todo el mundo, entrando y saliendo, como si fuera un desfile. En unos cuantos minutos, Aubert estaba de nuevo junto a él.

—¿Ha visto usted las tallas de piedra que hay encima de los pórticos? —preguntó el profesor Aubert—. Me parecen particularmente interesantes desde que estoy metido en esto del Nuevo Testamento Internacional. Usted sabe, naturalmente, que no existe pintura ni escultura de Jesús que haya sido hecha cuando Él vivía. No podría existir, porque no hubieran podido hacerla. Los judíos (y los primeros cristianos eran judíos) consideraban un sacrilegio reproducir la figura humana, ya fuera en pinturas o en estatuas. La ley judía prohibía todos los retratos. Por supuesto, en el Vaticano hay un cuadro de Jesús que, según la leyenda, dibujó San Lucas y lo colorearon los ángeles. Pero eso es una tontería. Yo creo que la pintura más antigua de Jesús es una que hallaron en una catacumba, y que se hizo allá por el año 210 de nuestra era. Ahora, si quiere usted mirar hacia allá arriba…

Randall siguió la dirección que señalaba el dedo del profesor Aubert y descubrió en el muro de Notre Dame una escultura que representaba a la Virgen siendo coronada por un ángel, mientras Cristo, de pie junto a ella, con una corona en la cabeza y un cetro en la mano izquierda, la bendecía.

—Eso se llama la Coronación de la Virgen —prosiguió Aubert—. Data del siglo XIII. Es un ejemplo típico de lo absurdo de los retratos de Jesús en el arte. Ningún artista supo cómo había sido Él, y todos lo pintaron ridículamente hermoso y glorificado. Después de leer el evangelio de Santiago, la gente quedará desagradablemente impresionada al descubrir cómo era Él en realidad. ¿Qué harán con tantas obras de arte engañosas, falsas? Tal vez lo que hizo la gente durante la Revolución Francesa. Los revolucionarios creyeron que las estatuas de los reyes del Antiguo Testamento que estaban en Notre Dame representaban a los reyes de Francia, y las derribaron. Quizás eso vuelva a acontecer este año. Entonces, en lugar de estas representaciones del Señor, pondrán otras estatuas que reflejen al verdadero Jesús, tal y como era, con su nariz de semita, sus rasgos irregulares, y todo. Será mejor así. Yo creo en la verdad.

Randall y el profesor Aubert regresaron al «Citroen», pasaron por el Pont de l'Archevêché y entraron al tráfico del Quai de la Tournelle. Cuando el Quai de la Tournelle se volvió Quai de Montebello, Randall observó con envidia a los ociosos franceses que curioseaban entre
livres
y
affiches
en las librerías a un lado del Sena. A la izquierda alcanzó a ver una tienda llamada Shakespeare y Compañía, y en otra parte, según recordó, el lugar que frecuentaba antiguamente James Joyce.

Pronto estaban ya en el amplio Boulevard Saint-Michel, y diez minutos después, habiendo encontrado por fin un lugar donde estacionarse, el profesor Aubert llevó a Randall a un elegante café situado en la esquina del Boulevard Saint-Michel con el Boulevard Saint-Germain, que parecía el punto de convergencia para todo el tránsito de peatones y automóviles de la ribera izquierda de la ciudad. En el borde de la marquesina verde, inclinada para proteger del sol las tres hileras de sillas de mimbre pintadas de amarillo limón y las redondas mesas de mármol, Randall leyó estas palabras: CAFÉ DE CLUNY.

—Éste es uno de los cafés favoritos de mi esposa —declaró el profesor Aubert—. El corazón de la ribera izquierda. Jóvenes por todas partes. Al otro lado de la calle… ¿ve usted la reja pintada de negro?…, hay un parque con algunas ruinas romanas edificadas aquí en París, trescientos años… menos, según Santiago… después de Cristo. Bien, según parece, Gabriele no está aquí —Aubert consultó su reloj de pulsera—. Llegamos algo temprano. ¿Dónde prefiere que nos sentemos, Monsieur Randall, adentro o afuera?

—Afuera, decididamente.

—De acuerdo. —La mayoría de las mesas estaban vacías, y Aubert se abrió paso entre ellas; luego eligió una con tres sillas de mimbre en la fila de atrás, e hizo a Randall una seña para que se sentara junto a él. Una vez instalados, Aubert chasqueó los dedos al camarero, que vestía una chaqueta blanca—. Esperaremos a Gabrielle para ordenar la comida —dijo a Randall— y entonces, si usted prefiere algo ligero, le recomendaré el
omeletle soufflé avec saucisse
. Ahora, tomemos un aperitivo.

Había llegado el camarero.

—Yo tomaré un
Pastis Duval
—dijo Aubert a Randall—. Un
Pastis Duval, garçon
.

—Que sean dos —dijo Randall.

—La même chose pour lui.

Aubert ofreció a Randall un cigarrillo, pero Randall prefirió su pipa. Aubert introdujo su cigarrillo en una larga boquilla y cuando ambos estuvieron fumando, el científico estiró las piernas, miró con escaso interés a los que pasaban y por primera vez pareció plenamente relajado.

Después de un intervalo, frotó su aguda nariz, exhaló el humo y se volvió hacia Randall.

—Estaba yo pensando, precisamente ahora, cuán curiosas son las circunstancias de que yo haya sido el que declaró auténticos esos dos documentos y, consecuentemente, el responsable de que se vayan a presentar ante el mundo como una realidad.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Randall.

—Porque nunca fui una persona realmente religiosa; de hecho, he sido todo lo contrario. Y aun hoy, sea cual fuere mi religión, no es precisamente ortodoxa. Pero reconozco que todo lo sucedido (me refiero a mi pequeño papel en la preparación de la nueva Biblia) me ha afectado profundamente.

Randall dudaba en preguntar, pero sentía gran curiosidad.

—¿Le importaría explicarme de qué modo, profesor?

—Me ha hecho ver las cosas de otra manera. Sin duda ha afectado mis relaciones con los que están cerca de mí. Si de veras le interesa…

—Sí, me interesa.

Aubert miró a lo lejos.

—Yo me crié en Ruán, como católico, pero de una manera muy vaga. Mis padres eran profesores y concedían a la Iglesia el mínimo de obediencia. En realidad, eran librepensadores, racionalistas; esa clase de gente. Siempre recuerdo que junto a nuestro ejemplar de la Biblia de Reims y Douai, de Challoner, estaba la
Vie de Jesus
(la
Vida de Jesús
, de Ernesto Renán), un
livre qui a fait sensation mais qui est charmant
. Discúlpeme… le estaba diciendo que es un libro sensacional que declara, de un modo encantador, que los cuatro evangelios no son más que leyendas, que los milagros de Cristo no podían afrontar el escrutinio de la ciencia y que sólo eran mitos; dice también que el cuento de la Resurrección lo soñó María Magdalena. Ahí tiene usted la imagen de mi juventud: la Biblia y Renán. Pero, en un momento dado, ya no pude continuar en esa posición ambivalente y esquizofrénica.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Randall.

Los aperitivos estaban servidos. Tomó el suyo y esperó.

—El cambio se produjo cuando entré al Polytechnique, la universidad donde estudié radioelectricidad, antes de especializarme en química. Cuando me dediqué por completo a la ciencia, me aparté totalmente de la fe. Decidí que la religión era una
merde
. Me volví un cabrón indiferente y frío. Usted sabe cómo es uno cuando da con algo nuevo; cuando se adopta una nueva actitud. Se tiene la tendencia a exagerar. Una vez instalado en mi descreimiento, en mi enfoque científico, sólo respetaba y creía lo que salía de mi laboratorio; es decir, lo que uno puede ver, oír, tocar o aceptar de acuerdo con la lógica. Esta condición perduró hasta después de que dejé mis estudios. Trabajé y viví para el momento, para el presente, para la vida terrenal. No me interesaban el futuro ni el más allá. Mi única religión eran los Hechos… y Dios no era ningún Hecho, el Hijo de Dios no era ningún Hecho y el cielo y el infierno tampoco eran Hechos.

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