La paja en el ojo de Dios (44 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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—Vaya —murmuró Sinclair—. Y los otros signos típicos, teniente Cargill. Los tornillos fundidos. Faltan piezas... lo mismo de siempre.

—Así que se trata de los Marrones.

—Sin duda —dijo Sinclair—. Creímos que los habíamos matado hace un montón de meses... y según mis notas esto se inspeccionó la semana pasada. Entonces estaba normal.

—Pero ¿dónde se ocultaron? —preguntó Cargill; el ingeniero jefe guardaba silencio—. ¿Y ahora qué, Sandy? Sinclair se encogió de hombros.

—Yo diría que deberíamos mirar en la cubierta hangar. Es el lugar menos utilizado de la nave.

—De acuerdo. —Cargill activó de nuevo el intercomunicador—. Capitán, iremos a revisar la cubierta hangar... pero me temo que no hay duda. Tenemos Marrones vivos a bordo de esta nave.

—Haga esa revisión, Jack. Yo voy a informar a la
Lenin. —
Rod respiró pesadamente y apretó los brazos de su silla de mando como si estuviese a punto de entrar en combate—. Póngame con el almirante.

Aparecieron en la pantalla los toscos rasgos de Kutuzov. Rod informó apresuradamente.

—No sé cuántos son, señor —concluyó—. Mis oficiales están buscando más rastros.

Kutuzov asintió. Hubo un largo silencio mientras el almirante miraba fijamente a un punto situado sobre el hombro izquierdo de Blaine.

—¿Ha seguido usted mis órdenes sobre comunicaciones, capitán? —preguntó finalmente.

—Sí, señor. Control continuo de todas las emisiones que salen y entran en la
MacArthur.
Hasta ahora no hay nada.

—Nada que sepamos —corrigió el almirante—. Debemos suponer que, efectivamente, no ha habido nada, pero es posible que esas criaturas se hayan comunicado con otros pajeños. Si lo han hecho, no tenemos ya ningún secreto a bordo de la
MacArthur.
Si no lo han hecho... Capitán, ordenará usted a la expedición que vuelva inmediatamente a la
MacArthur, y
lo dispondrá usted todo para salir hacia Nueva Caledonia en cuanto estén a bordo. ¿Entendido?

—Entendido, señor —dijo Blaine.

—¿No está usted de acuerdo?

Rod caviló un momento. Tan sólo había pensado en los gritos de Horvath y de los demás cuando se lo dijese. Y, sorprendentemente, estaba de acuerdo.

—Lo estoy, señor. No veo una solución mejor. Pero supongo que puedo exterminar a las miniaturas, señor...

—¿Puede usted
saber
que lo ha hecho, capitán? —preguntó Kutuzov—. Ni usted ni yo estaremos seguros. Cuando salgamos de este sistema podremos desmontar la
MacArthur
pieza a pieza, sin temor a que se comunique con otros. Mientras estemos aquí, la amenaza es constante, y es un riesgo que no quiero correr.

—¿Y qué les digo a los pajeños, señor? —preguntó Rod.

—Les dirá usted que hay una enfermedad súbita a bordo de su nave, capitán. Y que tiene que regresar al Imperio. Debe decirles que su comandante lo ha ordenado sin dar más explicaciones. Si después es necesario dar mas explicaciones, ya tendrá tiempo de prepararlas el Ministerio de Asuntos Exteriores. De momento, bastará con esto.

—De acuerdo, señor. —La imagen del almirante se desvaneció; Rod llamó al oficial de vigilancia—. Señor Crawford, esta nave saldrá en viaje de regreso dentro de unas horas. Avise a los jefes de departamento y póngame luego con Paja Uno; quiero hablar con el señor Renner.

Sonó una amortiguada alarma en el Castillo. Kevin Renner alzó la vista soñoliento y vio a su pajeña en la pantalla intercomunicadora que había dentro de uno de los cuadros decorativos de la pared.

—Le llama el capitán —dijo la pajeña.

Renner echó una ojeada a su computadora de bolsillo. Era casi mediodía en la
MacArthur
pero medianoche en Ciudad Castillo. Soñoliento, se bajó de la cama y se acercó a la pantalla. La expresión de la cara de Blaine le puso inmediatamente alerta.

—¿Qué pasa, capitán?

—Hay una pequeña emergencia a bordo, señor Renner. Tendrá que pedirles a los pajeños que nos envíen todo nuestro personal. Incluido usted.

—El doctor Horvath no querrá ir, señor —dijo Renner; su mente pensaba aceleradamente. Había algo muy raro en todo aquello, y si él podía darse cuenta, también lo harían los pajeños.

La imagen de Blaine cabeceó.

—Tendrá que hacerlo, sin embargo, señor Renner. Haga lo que le digo.

—De acuerdo, señor. ¿Y nuestros pajeños?

—Bueno, pueden subir al transbordador con ustedes —dijo Blaine—. La cosa no es tan
grave.
Es sólo una cuestión de OC.

Renner tardó un segundo en captar esto. Cuando lo hizo ya había recuperado el control de sí mismo. O al menos eso esperaba.

—De acuerdo, capitán. Enseguida iremos para allá.

Volvió a su litera y se sentó cuidadosamente en el borde. Mientras se ponía las botas, intentaba pensar. Quizás los pajeños no conociesen el código de la Marina, pero OC significaba máxima prioridad militar... y Blaine lo había dicho de un modo excesivamente casual.

—Fyunch(click) —le dijo su pajeña—. ¿Qué pasa?

—No lo sé —contestó Renner. No mentía.

—Y no quiere saberlo —dijo la pajeña—. ¿Tiene usted problemas?

—Tampoco lo sé —dijo Renner—. Ya oyó usted al capitán. Ahora
,
¿cómo voy a despertarlos a todos a medianoche?

—Yo puedo encargarme de eso —dijo la pajeña de Renner.

Normalmente la cubierta hangar se mantenía en vacío. Las puertas eran tan inmensas que era inevitable alguna filtración. Más tarde, Cargill supervisaría la operación de someter a presión la cubierta hangar; pero de momento él y Sinclair realizaron su inspección en vacío. Todo parecía en orden, cuando entraron.

—¿Qué haría usted si fuese un pajeño miniatura?

—Colocaría los botes en el casco y utilizaría la cubierta hangar como tanque de combustible.

—Hay naves así. Sin embargo, es un trabajo de mucha envergadura para un enjambre de Marrones.

Cargill se acercó a las puertas del hangar. No estaba seguro de lo que buscaba, ni de por qué se había puesto a mirar hacia abajo, hacia sus pies. Tardó un momento en comprender que algo pasaba.

La hendidura que separaba las dos inmensas puertas rectangulares... no estaba allí.

Cargill miró a su alrededor, desconcertado. No había nada. Las puertas formaban parte del casco. Los motores de las bisagras, que pesaban varias toneladas cada uno, habían desaparecido.

—¿Sandy?

—¿Sí?

—¿Dónde están las puertas?

—Bueno, estamos delante de ellas... es increíble.

—Nos han sellado dentro. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cómo pudieron trabajar en el vacío?

Sinclair volvió corriendo a la cámara neumática. Los controles de la puerta de la cámara de aire...

—Los instrumentos indican verde —dijo Sinclair—. Todo va bien, que sepamos. Si los Marrones pueden alterar los instrumentos, pudieron tener la cubierta hangar bajo presión hasta unos momentos antes de que llegáramos nosotros.

—Prueba las puertas —Cargill empujó una de las abrazaderas retráctiles.

—Según los instrumentos, las puertas se abren. Se abren del todo... —Sinclair se volvió. Nada. Una gran extensión de suelo pintado de beige tan sólido como el resto del casco.

Oyó la maldición de Cargill. Vio bajar a Cargill de la inmensa abrazadera retráctil y caer sobre lo que había sido una puerta del hangar. Vio a Cargill caer a través del suelo como a través de la superficie de una laguna.

Tuvieron que sacar a Cargill fuera del Campo Langston. Estaba hundido hasta el pecho en informes y negras arenas movedizas, y seguía hundiéndose, las piernas muy frías, el corazón latiendo muy lentamente. El Campo absorbía todo movimiento.

—Debería haber usado la cabeza —dijo al darse la vuelta—, eso es lo que dicen todos los manuales. Dormir el cerebro antes de que se pare el corazón. Pero ¡Dios mío! ¿Cómo podía pensarlo?

—¿Qué pasó? —preguntó Sinclair.

Cargill abrió la boca, la cerró, la abrió de nuevo, consiguió sentarse.

—No encuentro palabras. Fue como un milagro. Como si caminase sobre el agua y de repente me arrebatasen mi santidad. Sandy, fue realmente terrible.

—Parece también un poco extraño.

—Desde luego. Vio usted lo que hicieron, ¿no? ¡Esos pequeños cabrones están rediseñando la
MacArthur!
Las puertas aún siguen allí, pero ahora las naves pueden pasar a través de ellas. En caso de emergencia no hay siquiera que evacuar la cubierta hangar.

—Se lo diré al capitán —dijo Sinclair. Se volvió al intercomunicador.

—¿Dónde demonios se esconden? —exclamó Cargill. Los soldados de ingeniería que le habían ayudado le miraban con los ojos en blanco. Y lo mismo Sinclair.

—¿Dónde? ¿En qué lugar no miramos?

Aún sentía frío en las piernas. Se las frotó. En la pantalla pudo ver la expresión afligida de Rod Blaine. Cargill se puso de pie trabajosamente. Cuando lo hizo sonaron las alarmas en toda la nave.

—ESCUCHEN. ESCUCHEN. ALERTA. HAY INTRUSOS. TODO EL PERSONAL DE GUERRA DEBE PONERSE LA ARMADURA DE COMBATE. LOS INFANTES DE MARINA DEBEN PRESENTARSE EN LA BODEGA HANGAR CON ARMAS MANUALES Y ARMADURA DE COMBATE.

—¡Las armas! —gritó Cargill.

—¿Qué quiere decir? —dijo Sinclair. La imagen de Blaine se centró sobre el primer teniente.

—¡Los cañones, capitán! No miramos en los cañones. Maldita sea, soy un pobre estúpido, ¿pensó alguien en los cañones?

—Quizás —aceptó Sinclair—. Capitán, le suplico que envíe por los hurones.

—Demasiado tarde —dijo Blaine—. Hay un agujero en su jaula. Lo he comprobado ya.

—Maldita sea —dijo Cargill; lo decía reverentemente—. Malditos sean. —Se volvió a los infantes de marina armados que se concentraban en la cubierta hangar—. Síganme.

Había estado tratando a las miniaturas como si fuesen animales domésticos escapados. Pero ahora habían pasado a ser enemigos infiltrados.

Avanzaron apresuradamente hasta la torreta más próxima. Un soldado se levantó sorprendido de un salto de su puesto cuando el primer teniente, el ingeniero jefe y el escuadrón de infantes de marina con armadura de combate entraron en su sala de control.

Cargill examinó el panel de instrumentos. Todo parecía normal. Vaciló, realmente asustado, cuando iba a abrir el registro de inspección.

Las lentes y los anillos focales habían desaparecido en la Batería número 3. El espacio interior estaba lleno de Marrones. Cargill dio un salto hacia atrás horrorizado... y un hilo de láser chocó contra su armadura de combate. Maldiciendo, arrebató un tanque de cifógeno al infante de marina más próximo y lo echó en el hueco. No fue necesario abrir el grifo.

El tanque fue calentándose en su mano, y un rayo láser lo atravesó sin alcanzarle a él. Cuando el silbido se apagó, estaba rodeado de niebla amarilla.

El espacio interno de la Batería 3 estaba lleno de miniaturas muertas y de huesos. Había esqueletos de ratas, fragmentos de aparatos eléctricos, botas viejas... y Marrones muertos.

—Tenían aquí dentro un rebaño de ratas —gritó Cargill—. Luego debieron de comerse todo el rebaño, al aumentar tanto de número. Han estado devorándose unos a otros, además...

—¿Y las otras baterías? —preguntó Sinclair asombrado—. Será mejor que nos apresuremos.

Se oyó un grito en el pasillo exterior. El soldado que había sido desplazado de su puesto cayó hacia la cubierta. En su cadera apareció una brillante mancha roja.

—En el ventilador —gritó.

Un cabo disparó contra la rejilla. Brotó humo de su armadura de combate y saltó hacia atrás.

—¡Me alcanzaron, maldita sea! —miraba incrédulo un limpio agujero que tenía en el hombro mientras otros tres soldados disparaban lásers manuales contra una forma que se desvanecía rápidamente. En algún otro lugar de la nave sonó una alarma.

Cargill cogió el intercomunicador.

—Capitán...

—Lo sé —dijo Blaine rápidamente—. Los hay por toda la nave. En este momento han aparecido en una docena de sitios en los que hay lucha.

—Dios mío, señor, ¿qué hacemos?

—Envíe a sus hombres a la Batería número 2 para que despejen aquella zona —ordenó Blaine—. Y luego habrá que ir al control de daños —se volvió hacia otra pantalla—. ¿Alguna instrucción más, almirante?

El puente era todo actividad. Uno de los timoneles, que vestía armadura, saltó de su asiento y se volvió rápidamente.

—¡Hacía allí! —gritó. Un centinela apuntó desesperado con su arma alterada por un Marrón.

—No controla usted ya su nave —dijo llanamente Kutuzov.

—No, señor. —Blaine jamás había tenido que hacer una confesión tan desagradable.

—BAJAS EN EL PASILLO VEINTE —anunciaban desde el puente.

—Sección científica —dijo Rod—. Que todos los soldados de ese sector ayuden a los civiles a ponerse los trajes de presión. Es posible que tengamos que gasear toda la nave...

—Capitán Blaine, nuestra tarea primaria es regresar al Imperio con la máxima información.

—Sí, señor...

—Lo cual significa que los civiles que hay a bordo de su nave son más importantes que un crucero de combate. —Aunque Kutuzov estaba tranquilo, había en su boca un gesto de disgusto—. Y en orden de importancia seguirán los artefactos pajeños aún no trasladados a la
Lenin.
Capitán, ordenará usted, por lo tanto, que todos los civiles salgan de su nave. Tendré los botes de la
Lenin
fuera de nuestro campo protector. Enviará usted a dos oficiales de confianza para acompañar a los civiles. Dispondrá también el envío a la
Lenin
de todos los artefactos pajeños que considere importantes. Debe intentar recuperar el control de su nave siempre que las acciones que emprenda no contradigan estas órdenes... pero además debe actuar rápidamente, capitán, porque a la primera señal de cualquier transmisión desde su nave que no sea por medio del circuito seguro que enlaza conmigo, destruiré la
MacArthur.

Blaine asintió fríamente.

—Entendido, señor.

—Entonces, está claro. —La expresión del almirante no cambió—. Y actúe deprisa, capitán Blaine.

—¿Y qué me dice del transbordador? —preguntó Rod—. Señor, tengo que hablar con el transbordador...

—Yo me encargaré de avisar al personal del transbordador, capitán. No. No habrá ninguna transmisión desde su nave.

—De acuerdo, señor. —Rod miró a su alrededor, en el puente. Todos miraban a su alrededor. Los soldados prepararon sus armas, mientras uno de los suboficiales se ocupaba de una escotilla caída.

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