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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (39 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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—Vivirán ustedes ahí —contestó la pajeña de Sally—. Es un edificio presurizado y hermético, con garaje y coches a su disposición.

—Son ustedes unos magníficos anfitriones —dijo Horace Bury, rompiendo el admirado silencio.

Le llamaron desde el principio el Castillo. No había duda de que había sido diseñado y construido exclusivamente para ellos. Había sitio suficiente para unas treinta personas. Su belleza y su lujo seguían la tradición de Esparta... con unas cuantas notas sorprendentes.

Whitbread, Staley, Sally y los doctores Hardy y Horvath sabían controlarse. Retuvieron la risa cuando sus Fyunch(click) les mostraron sus respectivas habitaciones. Los técnicos especiales Jackson y Weiss se vieron forzados al silencio y se les advirtió que no dijesen tonterías. El pueblo de Horace Bury tenía estrictas tradiciones de hospitalidad; además, para él todas las costumbres eran extrañas salvo las levantinas.

Pero el pueblo de Renner respetaba la franqueza; y la franqueza, según él había descubierto, hacía la vida más fácil a todos. Salvo en la Marina. En la Marina había aprendido a mantener la boca cerrada. Afortunadamente su Fyunch(click) tenía puntos de vista similares a los suyos.

Revisó el apartamento que le habían asignado. Cama doble, vestidor, un gran armario, un sofá y una mesita de café; todo recordaba vagamente las cosas que les había enseñado a los pajeños. Era cinco veces mayor que su cabina de la
MacArthur.

—Magnífica habitación —dijo muy satisfecho; olfateó: no olía a nada—. Hicieron un gran trabajo con el filtrado de aire.

—Gracias.

La ventana iba del suelo al techo, de pared a pared. La ciudad se
alzaba
sobre él; la mayor parte de los edificios que se veían eran mayores que el Castillo. Renner descubrió que estaba mirando directamente hacia una calle de la ciudad con un magnífico crepúsculo en el que se dibujaban todos los matices del rojo. Los peatones eran una apresurada horda de masas coloreadas, predominantemente Rojos y Marrones, pero también algunos Blancos. Miró un rato y luego se volvió.

Había una alcoba junto a la cabecera de su cama. Miró dentro. Contenía un vestidor y dos muebles de extraño aspecto que Renner reconoció. Recordaban lo que la Marrón había hecho con la cama del camarote de Crawford.

—¿Dos? —preguntó.

—Nos asignarán un Marrón.

—Le enseñaré una palabra nueva. Se llama «intimidad». Se refiere a la necesidad humana...

—Sabemos lo que es la intimidad —dijo la pajeña—. ¡No estará usted sugiriendo que deba aplicarse entre un hombre y su Fyunch(click)! Renner asintió solemnemente.

—Pero... Pero... Renner, ¿es que no tiene usted respeto a la tradición?

—¿Cómo?

—No, no lo tiene. Maldita sea. Muy bien, Renner. Pondremos una puerta aquí. ¿Con cierre?

—Sí. Y he de añadir que probablemente los demás piensen lo mismo, lo digan o no.

La cama, el sofá, la mesita, no mostraban ninguna de las innovaciones pajeñas conocidas. El colchón quizás fuese demasiado duro, pero qué demonios. Renner echó una ojeada al cuarto de baño y se echó a reír. El inodoro era como los de caída libre, parecido a los del transbordador, tenía una cisterna dorada, tallada en forma de cabeza de perro. La bañera era... extraña.

—Tengo que probar esa bañera —dijo Renner.

—Ya me dirá lo que le parece. Hemos visto algunas fotografías de bañeras entre las imágenes que nos enseñaron, pero parecen ridículas, dada la anatomía humana.

—Desde luego. Nadie ha diseñado nunca una bañera decente. ¿No había inodoros entre las imágenes que visteis?

—Aunque parezca extraño, no.

—Vaya, vaya —dijo Renner; e hizo un boceto de uno. Cuando acabó, su pajeña dijo:

—¿Cuánta agua utilizan?

—Mucha. Demasiada para las naves espaciales.

—Bueno, veremos lo que se puede hacer.

—Ah, y es mejor que pongan otra puerta entre el cuarto de baño y la sala.

—¿Más intimidad?



.

La cena aquella noche fue como una cena solemne del viejo hogar de Sally en Esparta, pero extrañamente modificada. Los criados (silenciosos, atentos, respetuosos, guiados por el anfitrión, que, por deferencia al rango, era la pajeña del doctor Horvath) eran obreros de un metro y medio de altura. La comida procedía de la
MacArthur,
salvo un aperitivo, un fruto parecido al melón, endulzado con una salsa amarilla.

—Les garantizamos que no es venenoso —aseguró la pajeña de Renner—. Hemos encontrado algunos alimentos que podemos garantizar, y estamos buscando más. Pero en cuanto al gusto, tendrán que ir probando.

La salsa mataba el sabor amargo del melón y la combinación resultaba deliciosa.

—Esto quizás sea explotable comercialmente —dijo Bury—. Sería mejor que nos lleváramos las semillas, no el melón mismo. ¿Es difícil el cultivo?

—En absoluto, aunque requiere una técnica especial —respondió el pajeño de Bury—. Les daremos la oportunidad de examinar el suelo. ¿Ha visto usted más cosas que le parezcan adecuadas para el comercio?

Bury frunció el ceño y miró su plato. Nadie había reparado en aquellos platos. Todo era oro: platos, cubiertos, incluso las botellas de vino, aunque imitaban el más fino cristal. Pero no podían
ser
de oro, porque no conducían el calor; y eran simples copias de los utensilios de plástico de caída libre del transbordador de la
MacArthur,
e incluso llevaban estampadas las mismas marcas de fábrica.

Todos esperaban la respuesta de Bury. Las posibilidades comerciales influirían profundamente en la relación entre Paja y el Imperio.

—En el recorrido hasta el Castillo estuve buscando artículos de lujo entre ustedes. No vi ninguno salvo en los objetos diseñados concretamente para los seres humanos. Quizás no pudiese identificarlos.

—Conozco la palabra, pero nosotros no nos ocupamos gran cosa de los lujos. Nosotros (hablo, claro está, en nombre de los que dan órdenes) insistimos más en el poder, el territorio y el mantenimiento de una casa y una dinastía. Lo que nos interesa es proporcionar un puesto adecuado en la vida a nuestros hijos.

Bury archivó la información:
«Hablo en nombre de los que dan órdenes».
Estaba tratando, pues, con un criado. No. Un agente. Debía tener en cuenta eso. Y determinar hasta qué punto eran válidas las promesas de su Fyunch(click).

Sonrió y dijo:

—Qué lástima. Los artículos de lujo son excelentes para el comercio. Supongo que comprenderá mi problema al buscar artículos comerciales si le digo que para mí apenas si sería provechoso comprarles oro.

—Eso mismo había pensado yo. Tenemos que ver si encontramos algo más valioso.

—¿Obras de arte, quizás?

—¿Arte?

—Permítame —dijo la pajeña de Renner; pasó a hablar su lenguaje, con sonidos muy rápidos y agudos, durante unos veinte segundos y luego miró a su alrededor, a los reunidos—. Perdón, pero era más rápido así.

—Entendido —dijo el pajeño de Bury—. ¿Querrían ustedes los originales?

—A ser posible.

—Desde luego. Para nosotros la copia es tan buena como el original. Tenemos muchos museos; organizaremos algunas visitas.

Se hizo evidente que aquellas visitas les complacían mucho a todos.

Cuando volvieron de la cena, Whitbread casi se echó a reír al ver que ya había una puerta en el cuarto de baño. Su pajeña se dio cuenta y dijo:

—El señor Renner dijo algo sobre la intimidad. —Señaló luego la puerta que ahora cerraba su alcoba.

—Oh, no era necesario eso —dijo Whitbread. No estaba acostumbrado a dormir solo. ¿Quién hablaría con él hasta que se durmiese de nuevo si se despertaba en mitad de la noche?

Alguien llamó a la puerta. El técnico especial Weiss; de Tabletop, recordó Whitbread.

—Señor, ¿puedo hablar con usted en privado?

—Desde luego —dijo la pajeña de Whitbread, y se retiró a la alcoba. Los pajeños habían entendido muy pronto la idea de intimidad. Whitbread pasó a Weiss a la habitación.

—Señor, tenemos un problema —dijo Weiss—. Jackson y yo, quiero decir. Bajamos a ayudar, ya sabe, a transportar el equipaje y limpiar y cosas así.

—Bien. No tendrán que hacer nada de eso. Todos tenemos asignado un Ingeniero.

—Lo sé, señor, pero es más que eso. Jackson y yo tenemos asignado un Marrón cada uno. Y, y...

—Y los Fyunch(click).

—Exactamente.

—Bueno, hay ciertas cosas de las que no se puede hablar. —Los dos suboficiales estaban estacionados permanentemente en la cubierta hangar y no sabían gran cosa sobre la tecnología del Campo.

—Sí, señor, sabemos eso. No se puede contar historias de guerra, ni se puede hablar de las armas ni del impulsor de la nave.

—Muy bien. Por lo demás, están ustedes de vacaciones. Viajando en primera clase, con un criado y un guía nativo. Disfruten. No digan nada por lo que el Zar pudiera mandar colgarles, no se molesten en preguntar dónde está el barrio libertino de la ciudad, y no se preocupen por los gastos. Diviértanse, y recen porque no les envíen de nuevo arriba en el próximo vehículo.

—De acuerdo, señor —Weiss sonreía abiertamente—. ¿Sabe? Por eso ingresé en la Marina. Mundos extraños. Esto es lo que nos prometen los reclutadores.

—«Lejanas ciudades doradas...» También a mí me lo prometieron.

Después de esto Whitbread se acercó al ventanal. La ciudad brillaba con un millón de luces. La mayoría de los vehículos pequeños había desaparecido, pero las calles seguían vivas, con inmensos y silenciosos camiones. Los peatones habían disminuido. Whitbread localizó a un ser alto y flaco que corría entre los Blancos como si éstos fuesen objetos estacionarios. Se situó detrás de un inmenso porteador y desapareció.

27 • Recorrido turístico

Renner se levantó antes de amanecer. Mientras se bañaba en la extraña bañera, los pajeños eligieron ropa para él. Dejó que los pajeños eligiesen las prendas a su gusto. Se pondría lo que le dijeran; aquéllos podrían ser los últimos criados no militares que tuviese en su vida. Su arma personal estaba discretamente metida entre su ropa, y después de pensárselo mucho, Renner la metió bajo una chaqueta civil hecha de unas fibras de maravilloso brillo. No es que desease llevar el arma, pero las normas eran las normas y había que cumplirlas.

Todos los demás estaban desayunando, contemplando el amanecer a través del gran ventanal. Era como el crepúsculo: se apreciaban en él todos los matices del rojo. El día de Paja Uno tenía unas cuantas horas más que el de la Tierra. De noche permanecían levantados más tiempo; dormían más tiempo por las mañanas, y cuando se levantaban, aún no había amanecido.

El desayuno consistió en huevos cocidos, grandes y de forma notablemente ovoidal. Dentro de la cáscara era como si el huevo hubiese estado previamente batido, con una cereza marrasquina enterrada en el centro. A Renner le dijeron que no merecía la pena probar aquella especie de cereza, y no lo hizo.

—El museo está sólo a unas manzanas de aquí —dijo la pajeña del doctor Horvath, frotándose las manos derechas con viveza—. Iremos andando. Supongo que querrán ustedes ropas de abrigo.

Los pajeños tenían siempre aquel problema: ¿qué par de manos utilizar para imitar los gestos humanos? Renner temía que la pajeña de Jackson acabase psicótica. Jackson era zurdo.

Fueron caminando. En las esquinas soplaba una brisa fría. El sol era grande y mate; podía mirarse hacia él perfectamente a aquella hora temprana del día. A dos metros por debajo de ellos, pasaban infinidad de coches pequeños. El olor del aire de Paja Uno les llegaba débilmente a través de los filtros de los cascos, y lo mismo el suave rumor de los coches y la rápida algarabía de las voces pajeñas.

El grupo de humanos avanzaba, ignorado entre las multitudes de pajeños de todos los colores. Luego, un grupo de peatones de piel blanca se quedó a la vuelta de la esquina examinándolos desde lejos. Hablaban con tonos musicales y miraban con curiosidad.

Bury parecía incómodo; procuraba colocarse en el centro del grupo. No quería que le miraran, pensó Renner. El piloto vio de pronto que le examinaba fijamente una Blanca muy embarazada; la masa del feto destacaba sobre las complejidades de la principal articulación de la espalda. Renner le sonrió, y le volvió la espalda. Su Fyunch(click) canturreó en tonos bajos, y la Blanca se aproximó más, y luego media docena de Blancos pasaron una docena de pequeñas manos sobre sus vértebras.

—¡Bien! Un poco más abajo —decía Renner—. Magnífico, rasque exactamente ahí. Ahhh.

Cuando los Blancos se fueron, Renner se apresuró a unirse a los demás. Su pajeña caminaba a su lado.

—Espero que no se me contagie su falta de respeto —dijo su Fyunch(click).

—¿Por qué no? —preguntó Renner, muy serio.

—Cuando se vayan nos darán otro trabajo. No, no se alarme. Si ustedes son capaces de satisfacer a la Marina, no creo que yo tenga mayor problema para satisfacer a los que dan órdenes.

Hablaba en un tono voluntarioso, pensó Renner... pero no estaba seguro. Si los pajeños tenían expresiones faciales, él aún no las sabía distinguir.

El museo estaba bastante lejos. Era, como los demás edificios, alto y cuadrado, pero la fachada era de cristal, o algo parecido.

—Tenemos muchos sitios que se ajustan a vuestra palabra «museo» —decía la pajeña de Horvath—, en ésta y en otras ciudades. Éste es el que quedaba más cerca y está dedicado a pintura y escultura.

Pasó ante ellos uno de aquellos porteadores de tres metros de altura y otro metro más encima debido a la carga que llevaba en la cabeza. Era una hembra; Renner se dio cuenta por el bulto alargado de la preñez que destacaba en la parte superior de su abdomen. Tenía unos ojos suaves de animal, sin conciencia, y pasó ante ellos sin disminuir un instante la marcha.

—El estar embarazada parece que no afecta mucho a la mujer pajeña —observó Renner.

Hombros y cabezas marrones y blancos se volvieron hacia él.

—No, claro que no —dijo la pajeña de Renner—. ¿Por qué habría de afectarle?

Sally Fowler intentó explicar minuciosamente lo inútiles que eran las hembras humanas preñadas.

—Es una de las razones de que las sociedades se orienten en función del varón. Y...

Aún seguía perorando sobre los problemas del embarazo cuando llegaron al museo.

La puerta no llegaba más que hasta la nariz de Renner. Los techos eran más altos; le rozaban el pelo. El doctor Horvath tenía que agachar la cabeza.

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