Él temía que esto la enfureciera, pero pareció tener el efecto contrario. Ella le puso la mano en el brazo.
—Lo sé, lo sé. Lo que yo quiero es que trates de ver en esto una situación en la que una mujer consentía en acostarse con un hombre con el que no deseaba acostarse —se quedó pensativa un momento—. He hablado con ella pocas veces. Pero mi madre la aprecia, la quiere de verdad, y yo me fío de su opinión.
—¿Qué opina de ella tu madre?
—Que no miente. Y, si te dijo que hacía eso contra su voluntad…, y creo que lo de «gustos malsanos» así lo indica, entonces es violación. Aunque durase dos años y aunque el motivo fuera el de proteger la propia estimación del marido —al observar que la expresión de él no cambiaba, añadió, en tono más suave—: Tú trabajas en el campo de la ley en este país, Guido, y, por lo tanto, sabes lo que habría ocurrido si ella hubiera acudido a la policía y si algo de esto hubiera llegado a los tribunales. Por lo que habrían tenido que pasar ese anciano, y ella —lo miró fijamente, pero él optó por no responder, por no hacer objeciones—. Nuestra cultura tiene ideas muy primitivas sobre el sexo —agregó ella.
Para despejar el ambiente, Brunetti dijo:
—Me parece que nuestra sociedad tiene ideas muy primitivas acerca de muchas cosas —pero, no bien lo hubo dicho, se dio cuenta de que él así lo creía firmemente, por lo que la frase no le levantó el ánimo.
Y entonces fue cuando ella dijo:
—En fin, yo le daría una medalla.
Brunetti suspiró, se encogió de hombros y alargó el brazo para apagar la luz.
Al sentir la presión, comprobó que la mano de Paola no se había apartado de su brazo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
—Voy a dormir.
—¿Y esta mañana? —preguntó ella apagando su lámpara.
—Hablar con Patta.
—¿Qué le dirás?
Brunetti se volvió hacia la derecha, para lo que tuvo que desasirse. Se incorporó, golpeó la almohada varias veces y se tendió poniendo la mano izquierda en la parte interna del brazo de ella.
—No lo sé.
—¿En serio?
—En serio —dijo él, y entonces se durmieron.
* * *
Los periódicos se abalanzaron sobre el caso, le hincaron los dientes, lo sacudían hacia uno y otro lado y no lo soltaban porque la presa reunía todos los ingredientes que eran del gusto de su público: gente rica pillada en falta; esposa joven con amante; violencia, sexo y muerte. Camino de la
questura,
Brunetti volvió a ver la foto de Franca Marinello de joven; en realidad vio numerosas fotos de ella y se preguntó cómo había podido la prensa encontrar tantas en tan poco tiempo. ¿Se las habían vendido los compañeros de universidad? ¿La familia? ¿Amigos? Al llegar a su despacho, abrió los periódicos y leyó la noticia tal como la daba cada uno de ellos.
En medio del mar de palabras, aparecían más fotos de ella en varios actos sociales de los últimos años, y se especulaba extensamente sobre la razón que había podido inducir a una mujer joven y atractiva a alterar lo que poco faltaba para que llamaran «don del cielo», limitándose a describirlo como «su aspecto natural», para acabar con semejante cara. Se hacían entrevistas a psicólogos: uno decía que aquella mujer era producto de una sociedad consumista, siempre insatisfecha con lo que tenía, siempre ansiosa de un logro simbólico que demostrara su estatus; otro, una mujer, manifestaba a
L'Osservatore Romano
que lo consideraba un lamentable ejemplo del afán de las mujeres por intentar cualquier cosa a fin de aparecer más jóvenes y atractivas a los ojos de los hombres. En ocasiones, añadía la psicóloga con mal disimulado regodeo, los intentos fracasaban, si bien el fracaso rara vez servía de escarmiento para las que seguían empeñadas en perseguir el efímero objetivo de la belleza física.
Otro periodista especulaba acerca de la índole de las relaciones de Franca Marinello con Bárbaro, cuyo delictivo pasado se ventilaba en varias páginas. Se habían convertido en una pareja habitual, al decir de varias persoñas que no daban su nombre, a la que se veía en los mejores restaurantes y, con frecuencia, en el Casino.
Al parecer, se había adjudicado el papel de marido engañado a Cataldo, magnate, ex concejal, bien conceptuado en los medios económicos del Véneto, que se había divorciado de su primera esposa tras treinta y cinco años de matrimonio, para casarse con Franca Marinello, treinta años más joven. Ni él ni Marinello habían hecho declaraciones, ni se había cursado orden de arresto. La policía seguía interrogando a los testigos, en espera del resultado de la autopsia.
Brunetti, uno de los testigos del crimen, no había sido interrogado; como tampoco, según pudo comprobar con sendas llamadas telefónicas, Griffoni ni Vasco.
—¿Quién demonio se supone que nos está interrogando? —preguntó en voz alta sin poder contenerse.
Dobló los periódicos y los arrojó a la papelera, consciente de que aquello no era sino un gesto de protesta autoindulgente e inútil, pero se sintió mejor. Patta no llegó hasta después del almuerzo, la
signorina
Elettra avisó por teléfono de su llegada a Brunetti y él bajó para hablar con su superior.
La
signorina
Elettra le dijo al verlo entrar en su despacho:
—Ahora veo que no encontré datos suficientes sobre ella, ni sobre Bárbaro. O no los encontré a tiempo.
—¿Eso quiere decir que ya ha leído los periódicos?
—Por encima, y me han parecido más repelentes de lo habitual.
—¿Cómo está él? —preguntó Brunetti moviendo la cabeza en dirección a la puerta de Patta.
—Acaba de hablar con el
questore,
de modo que imagino que querrá verlo a usted.
Brunetti llamó a la puerta con los nudillos y entró, consciente de que el humor de Patta solía tener una obertura de una sola nota.
—Ah, Brunetti —dijo el
vicequestore
al verlo—. Pase.
Bien, hoy tenía más de una nota, pero estaban en clave menor, lo cual denotaba a un Patta contenido, lo que, a su vez, significaba un Patta que perseguía algo y que no estaba seguro de conseguirlo y, menos aún, de poder contar con la ayuda de Brunetti para su propósito.
—Se me ha ocurrido que tal vez querría hablar conmigo,
vicequestore
—dijo Brunetti en su tono más deferente.
—Así es, en efecto —respondió Patta con énfasis. Señaló un asiento, esperó a que su subordinado se acomodara y dijo—: Deseo que me hable de ese incidente del Casino.
Brunetti se sentía más y más inquieto por momentos: era el efecto que le producía invariablemente un Patta cortés.
—Yo estaba allí con objeto de vigilar a ese hombre, Bárbaro. Su nombre había aparecido durante la investigación de la muerte de Guarino —Brunetti creyó preferible no mencionar la foto que le había enviado el
maggiore,
y estaba seguro de que a Patta no se le ocurriría preguntar—. El encargado de seguridad del Casino me había llamado para avisarme de su presencia. Me acompañaba la comisaria Griffoni.
Patta escuchaba desde detrás de la mesa en actitud casi mayestática.
—Sí. Continúe.
—Poco después de que llegáramos, Bárbaro tuvo una mala racha y, cuando empezó a alborotar, el encargado de seguridad y su ayudante intervinieron para llevarlo a la salida —Patta volvió a mover la cabeza afirmativamente, convencido de la necesidad de ocultar posibles problemas de la vista del público—. Él estaba en compañía de una mujer, y ella los siguió —Brunetti cerró los ojos, como si reconstruyera la escena, y continuó—: Lo llevaron hasta el pie del primer tramo de la escalera, y supongo que debieron de pensar que ya había pasado el peligro, porque le soltaron los brazos y esperaron un momento para ver si se había calmado. Entonces los empleados de seguridad del Casino empezaron a subir la escalera para volver a las salas de juego —miró a Patta, porque sabía que a su superior le gustaba que lo mirasen cuando le hablaban—. Entonces, por algún motivo que no se me alcanza, Bárbaro sacó una pistola y nos apuntó, no sé si a nosotros o a los de seguridad —esto era verdad: él no sabía a quién apuntaba Bárbaro—. Para entonces Griffoni y yo ya habíamos sacado las armas y, al vernos, él debió de pensarlo mejor y dio la pistola a la
signora
Marinello —le pareció buena señal que Patta no demostrara extrañeza al oírle referirse a ella tan ceremoniosamente—. Entonces —prosiguió—, en sólo cuestión de segundos, él se volvió y levantó el brazo como si fuera a golpearla. No a abofetearla, sino a darle un puñetazo. Tenía el puño cerrado, yo lo vi —daba la impresión de que Patta estaba oyendo un relato que ya conocía—. Entonces ella le disparó. Él cayó al suelo, y ella volvió a dispararle —Patta no hizo pregunta alguna a este respecto, pero Brunetti añadió—: No sé por qué hizo tal cosa.
—¿Eso es todo?
—Todo lo que yo vi, señor.
—¿Ella dijo algo? —preguntó Patta, y Brunetti fue a responder, pero Patta especificó—: Me refiero a cuando habló con ella en el Casino. Sobre por qué lo hizo.
—No, señor —respondió Brunetti sin faltar a la verdad.
Patta echó el sillón hacia atrás y cruzó las piernas, dejando al descubierto un calcetín más negro que la noche y más terso que la mejilla de una niña.
—Tenemos que proceder con tiento, Brunetti, supongo que se hará cargo.
—Desde luego.
—He hablado con Griffoni, y corrobora lo que usted me ha contado, o usted corrobora lo que me ha contado ella. Me ha dicho lo mismo que usted, que él le entregó la pistola y luego fue a darle un puñetazo.
Brunetti asintió.
—Hoy he hablado con el marido —dijo Patta, y Brunetti disimuló el asombro con un ligero carraspeo—. Hace años que nos conocemos —explicó el
vicequestore
—. Del Lions Club.
—Ah, claro —dijo Brunetti poniendo en su voz la admiración que la entidad suscita en el vulgo—. ¿Qué le ha dicho él?
—Que su esposa sintió pánico al ver que Bárbaro iba a golpearla —entonces, en tono confidencial, como otorgando a Brunetti las prerrogativas de socio por un día del club de viejos camaradas, Patta agregó—: Ya puede usted imaginar lo que habría sido de su cara si él llega a golpearla. Podría habérsela roto.
Brunetti sintió una convulsión en el estómago al oír estas palabras, pero enseguida comprendió que Patta hablaba en serio y en sentido literal. Tras un momento de reflexión admitió que, probablemente, su jefe estaba en lo cierto.
—Y, cuando él cayó al suelo, ella le vio mover la mano hacia su pierna. Me ha dicho el marido que eso la impulsó a volver a disparar —y entonces, encarándose con Brunetti—: ¿Usted lo vio?
—No, señor. Yo la miraba a ella y, de todos modos, tampoco hubiera podido apreciarlo con mi ángulo de visión —esto no tenía sentido, pero Patta deseaba creer lo que le habían contado, y Brunetti no veía motivo alguno para impedírselo.
—Lo mismo me ha dicho Griffoni —subrayó Patta.
Un punto de malicia indujo a Brunetti a preguntar:
—¿Qué han decidido usted y el marido,
vicequestore?
Patta captó la pregunta sin oír las palabras exactas y respondió:
—Me parece que bien claro está lo ocurrido, ¿no?
—Sí, señor.
—Ella se sintió amenazada y se defendió del único modo que supo —explicó Patta, y Brunetti comprendió que lo mismo había dicho al
questore
—. En cuanto a ese Antonio Bárbaro, he pedido a la
signorina
Elettra que se informara sobre él y lo ha conseguido con asombrosa rapidez. Tenía antecedentes de violencia.
—Ah —se permitió exclamar Brunetti, y preguntó—: Por lo tanto, la posibilidad de presentar cargos…
Patta ahuyentó la idea como si fuera una mosca.
—No es necesario, desde luego —e, infundiendo patetismo en el tono, el
vicequestore
agregó—: Ya han sufrido bastante —seguramente, incluía al marido en el plural, y Brunetti pensó que tenía razón. Habían sufrido. Se puso en pie.
—Me alegro de que esto esté resuelto.
Patta obsequió a Brunetti con una de sus esporádicas sonrisas y Brunetti, como le ocurría cada vez que veía sonreír a su superior, se sorprendió de lo guapo que era.
—Así pues, ¿hará usted el informe, Brunetti.
—Por supuesto, señor —dijo el comisario, movido por un insólito deseo de obedecer al jefe—. Ahora mismo.
—Bien —dijo Patta acercándose unos papeles.
Una vez en su despacho, Brunetti recordó su deseo de poseer su propio ordenador, aunque en este momento su falta no le producía gran pesar. Escribió un relato, ni corto ni largo, de lo sucedido en el Casino dos noches antes. Se limitó a describir lo que había visto, atribuyendo a Franca Marinello una actitud pasiva, como la persona que había seguido a Bárbaro por la escalera y a la que él había entregado la pistola. Según el relato de Brunetti, ella no había adoptado una conducta activa hasta el momento en que Bárbaro le había levantado la mano, y aquí Brunetti describía su reacción. No consignó haberla visto hablar a Bárbaro ni mencionó que ella le preguntara por Ovidio, como tampoco hizo referencia a su cita en la
gelateria.
Sonó el teléfono y Brunetti contestó.
—Aquí Bocchese —dijo el jefe del laboratorio.
—Sí —dijo Brunetti sin dejar de escribir.
—Acabo de recibir por mail los resultados de la autopsia del hombre muerto en el Casino.
—¿Sí?
—Tenía en la sangre mucho alcohol y una sustancia aún no identificada. Podría ser éxtasis o cosa por el estilo. Pero algo había. Harán más pruebas.
—¿Y ustedes? —preguntó Brunetti—. ¿Han encontrado algo?
—Me han enviado las balas y les he echado un vistazo. Los de Mestre ya me habían enviado las fotos de la bala que sacaron del lodo del depósito de Marghera. Si no concuerda, dimito y pongo una tienda de antigüedades.
—¿Eso piensa hacer cuando se jubile? —preguntó Brunetti.
—No será necesario —respondió el técnico—. Conozco ya a tanta gente del ramo que no me haría falta la tienda. Así me ahorraría los impuestos.
—Desde luego.
—¿Aún quiere que investigue el asunto aquel, qué era, del individuo de Tessera, que tenía camiones?
—Se lo agradeceré.
—Me llevará un par de días. Tendré que azuzarles para que me envíen las fotos de las balas.
—Insista, Bocchese. Ahí puede haber algo.
—De acuerdo, si usted lo dice. ¿Eso es todo?
Estaba el dentista, y su asesinato aún sin aclarar. Si la policía comprobaba que la pistola era el arma del crimen, podrían relacionar a Bárbaro con el dentista, ¿no?