Había buscado explicaciones razonables. Le había preguntado a Esther sobre los niños que vivían por la zona. Había instado a Jack a que investigara en la ciudad. Pero en ningún momento había olvidado aquellas primeras huellas en la nieve: empezaban junto a la destruida niña de nieve e iban hacia el bosque. No había huellas de entrada en el patio.
Luego había la escarcha que cristalizó en la ventana ante sus ojos y los de Jack, y la tormenta de nieve que la había hecho regresar a casa. Sobre todo, estaba la niña, su rostro como reflejo del que Jack había tallado en la nieve, sus ojos que parecían de hielo. Era fantástico e imposible, pero Mabel sabía que era verdad: ella y Jack la habían hecho de nieve, de ramas de abedul y hierba helada. La verdad la asombraba. No solo era un milagro, aquella niña era su obra. Y uno no crea una vida para luego abandonarla en el bosque.
Unos días después de que la cesta hubiera aparecido en la puerta, Mabel decidió escribir una carta a su hermana, que aún vivía en la casa familiar, en Filadelfia. Quizá aquel libro estuviera todavía en la buhardilla junto con los baúles de ropa y los recuerdos que se habían acumulado durante años. Se sentó a la mesa, con una hogaza de pan en el horno, y encontró consuelo en el acto de escribir. Le confería un objetivo racional. Tal vez el libro estuviera allí o tal vez no, pero si su hermana lo encontraba y se lo enviaba, Mabel estaba segura de que sería importante. El libro le contaría el destino de los ancianos, y de la niña de nieve.
«Queridísima hermana: Espero que al recibo de la presente te encuentres bien. Aquí en la finca nos enfrentamos al invierno», empezó.
Prosiguió con la descripción de la nieve y de las montañas, y de sus nuevos amigos, los Benson. Preguntó por los hijos de su hermana, ya mayores, y por la casa. Luego, como de pasada, se interesó por el libro.
«¿Lo recuerdas, Ada? Fue uno de mis preferidos durante la infancia. Creo que la cubierta era de piel azul, pero recuerdo muy poco de la historia, ni siquiera me acuerdo del final. Quizá te esté pidiendo una tarea imposible, pero llevo semanas intentando recordar los detalles de la historia. Es como cuando tienes el nombre de alguien en la punta de la lengua y no acabas de recordarlo. Solo espero que por casualidad sepas de qué libro te hablo, y sobre todo que puedas encontrarlo en todo ese montón de trastos que llenan la buhardilla.»
Mabel también pidió a su hermana si podía enviarle algunos lápices, ya que tenía intención de retomar su antiguo pasatiempo y ya casi no tenía con qué dibujar.
Cerró la carta, la dejó aparte y se dirigió al horno. Sacó el pan, presionándolo con suavidad para comprobar si estaba tierno antes de meterlo otra vez. Su mirada se posó en la ventana y vio a Jack junto a la leña. Y entonces vio a la niña.
Estaba en los árboles, detrás de Jack, quien no la había visto. Él se había quitado el abrigo y se dedicaba a hacer astillas un tronco tras otro, levantando en el aire la pesada hacha y descargándola sobre la madera con un fuerte crujido. La niña le observó y luego se acercó, escondida detrás de un abedul, sacando la cabeza. Llevaba el mismo abrigo azul forrado de lana blanca. Esa vez Mabel vio que, debajo del abrigo, asomaba un floreado vestido azul celeste que le llegaba por debajo de las rodillas, y las botas altas confeccionadas en piel y forradas también de pelo.
Mabel paseó frente a la ventana. ¿Acaso debía salir a la puerta a avisar a Jack, o esperar a que él viera a la niña? No quería asustarla, pero al mismo tiempo estaba tan cerca… Entonces vio que Jack levantaba la cabeza y descubría a la niña. No estaba a más de diez metros. Mabel contuvo la respiración. Veía hablar a Jack, sin oír lo que decía. La niña permaneció inmóvil. Jack dio un paso hacia ella, tendiéndole la mano. La niña retrocedió y Jack siguió hablándole. Aunque resultaba difícil verlo desde la ventana, Mabel creyó vislumbrar que la niña levantaba la mano, cubierta por el mitón azul, y dirigía un breve saludo. El aliento de Mabel nubló el vidrio. Lo limpió justo a tiempo de ver cómo la niña daba media vuelta y salía corriendo entre los árboles. Jack se quedó parado, con los brazos a los lados, el hacha en el suelo. Mabel se apresuró a abrir la puerta.
—Ve, Jack. Ve tras ella. —Su voz sonó más aguda de lo que pretendía.
Jack dio un respingo, su mirada viajó de Mabel al bosque y luego volvió a ella. Por fin se decidió a seguir a la niña; primero despacio, luego ya al trote sobre la nieve. Sus piernas parecían muy largas y torpes, calzadas con aquellas botas enormes. Nada que hacer ante la ligereza de aquella niña.
Ella esperó junto a la ventana. De vez en cuando se acercaba a la puerta, la abría y miraba en todas direcciones, pero tanto el patio como el bosque se veían vacíos. Pasaron minutos, luego una hora, y otra. Se planteó la posibilidad de ponerse las botas y el abrigo para salir tras ellos, pero sabía que no era sensato. Anochecía muy deprisa en esos días cortos de invierno.
A medida que la oscuridad cercaba la cabaña, Mabel encendió los candiles, añadió leña al fuego e intentó detener aquellos paseos. Pensó en su madre, en las veces en que la había visto paseando, retorciéndose las manos, cuando su padre llegaba tarde de alguna reunión de la universidad. Pensó en las esposas de los mineros, de los buscadores de oro o los tramperos, de los borrachos y adúlteros, todas condenadas a esperar durante noches enteras. ¿Por qué el destino de las mujeres era siempre esperar temiendo lo peor?
Por fin Mabel se obligó a sentarse a coser frente al horno de leña e intentó concentrarse en las puntadas. Se quedó dormida sin darse cuenta y despertó cuando Jack entró en la cabaña. Traía la barba y el bigote recubiertos de hielo y los pantalones empapados y llenos de nieve. No se molestó en quitarse las botas, ni en sacudir la nieve de las suelas: se acercó al fuego y se calentó las manos. No llevaba guantes cuando ella le envió en pos de la niña. Mabel le cogió las manos para que entraran en calor. Jack soltó un gemido.
—¿Estás helado?
—No lo sé. Frío tengo. —Las palabras se le encallaban, ya fuera por el hielo del bigote o por el agotamiento.
Mabel le frotó las manos para activar el flujo sanguíneo y que éste le llegara a los dedos.
—¿La encontraste? ¿Qué viste?
Él apartó las manos y se arrancó hielo del bigote y la barba. Se quitó las botas, y luego el abrigo y el pantalón, que colgó en los ganchos que había detrás del horno de leña para que se secaran. La cabaña olía a lana caliente y mojada.
—¿Jack? ¿Me has oído? ¿Qué has encontrado?
Cuando le respondió, lo hizo sin mirarla. Le dio la espalda y caminó, tambaleante, hacia el dormitorio.
—Nada. Estoy cansado, Mabel. Demasiado cansado para hablar.
Se metió bajo las mantas y tardó poco en dormirse, dejando a Mabel, una vez más, sola junto al fuego.
Jack siempre se había considerado a sí mismo un hombre, si no valiente, sí al menos competente y seguro de sí mismo. Era consciente de los auténticos peligros, de los caballos encabritados que podían partirle a uno el espinazo y de las herramientas de labranza capaces de amputar miembros, pero siempre había desdeñado cualquier tema que entrara dentro de la superstición o lo sobrenatural. A solas en las profundidades del bosque, bajo aquella evanescente luz invernal, había descubierto en sí mismo, sin embargo, un miedo atávico. Y lo que más le avergonzaba era que no conseguía ponerle nombre. Si Mabel le hubiera preguntado qué fue lo que le aterró cuando seguía a la niña hacia las montañas, él solo podría haber respondido con la incertidumbre tímida de un niño que teme a la oscuridad. Su cerebro se había plagado de ideas inquietantes, cuentos que debía haber oído de niño y que hablaban de brujas del bosque y de hombres transformados en osos. No era tanto la niña lo que le asustaba como el extraño mundo de nieve, rocas y árboles espectrales por los que ella se movía con una facilidad pasmosa.
La niña saltó sobre troncos y recorrió el bosque como si fuera un hada. Él se acercó lo bastante para ver de cerca el forro marrón de su sombrero y las botas de piel de caña alta que llevaba. Cuando le dirigió la palabra, estando aún junto al montón de leña, incluso se percató de sus pestañas rubias y de los ojos de un azul intenso, y a la pregunta de si le había gustado la muñeca, la vio sonreír. La dulce y tímida sonrisa de una niña pequeña.
Pero luego se convirtió en un fantasma, en una mancha silenciosa. Mientras Jack intentaba seguirla, una niebla helada avanzó por el bosque. El aire se llenó de diminutos cristales de hielo, que se unieron formando una manta de escarcha sobre las ramas de los árboles y las pestañas de Jack. Apenas veía más allá de unos metros. Se detuvo de vez en cuando para descansar, con las manos apoyadas en las rodillas mientras el sudor se le congelaba en la frente. Intentó amortiguar su pesada respiración, pero lo único que oyó fue el crujido de la nieve debajo de las botas. La niña no emitía ruido alguno. Él oyó alguna ramita que se partía, pero al mirar solo encontró la huella de una liebre dibujada junto a los alisos, y más tarde, a medida que caía la noche, el ulular de un búho a lo lejos. En ningún momento oyó a la niña. A ratos ni siquiera estaba seguro de continuar siguiéndola, sino más bien abriéndose paso a ciegas entre los árboles como haría un embrujado, un demente. Pero entonces la veía, ahí delante, parada, como si deseara ser vista.
Ignoraba lo lejos que había llegado o cuánto tiempo llevaba fuera, pero siguió adelante, pasó las sesenta y cuatro hectáreas de su finca, hasta llegar a los pies de las montañas donde había ido a cazar el alce, e incluso más allá, hasta la zona donde los árboles se reducían a ramas de abedul y arbustos de té de Labrador. Avanzó por un risco con vistas al valle nevado del río y la siguió hasta más arriba, hasta coronar una cima y hallarse en la estrecha garganta de una montaña, rodeado de escarpados acantilados de esquisto.
Una extraña ráfaga de viento soplaba por la cañada. Más arriba se distinguía una cascada de hielo que descendía sobre la montaña entre los acantilados rocosos. A sus pies, las aguas del arroyo tintineaban contra pedazos de hielo y se abrían paso entre rocas y ramas. La niña, sin embargo, no estaba a la vista.
Siguió sus huellas con cuidado por el barranco. Éstas desaparecían luego en la colina nevada. No tenía sentido, pero eso es lo que vio: el rastro no se mantenía colina arriba ni por el barranco, sino que se metía en uno de los lados de la montaña. Entonces reparó en algo que parecía una puertecilla incrustada en la colina bajo una cúpula redondeada cubierta de nieve. Jack se agachó detrás de una roca, notando un sudor frío en la nuca. Podía acercarse a aquella puertecilla y llamar a la niña, pero no lo hizo. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Una criatura de esas que mantenía cautivas a las niñas en una cueva, propia de los cuentos de hadas? ¿Una bruja cruel? O simplemente nada, ni niña, ni huellas, ni puerta, solo una muestra cruda de locura en esa nieve intacta… Quizá fuera eso lo que más temía: descubrir que había estado persiguiendo un espejismo.
Por no afrontar esa posibilidad, Jack dio media vuelta y emprendió el camino de regreso. Durante un rato, siguió las huellas. A veces era un doble rastro, las de la niña y las suyas, de mayor tamaño; otras, distinguía solo las suyas, y Jack se dijo que probablemente había destruido las de la niña con sus enormes botas mientras la seguía. A pesar de esa explicación, la visión de sus pasos solitarios entre los árboles le hizo sentir incómodo. Oscurecía, y temió que aquel rastro vacilante le condenara a extraviarse en el bosque durante las horas más frías y negras de la noche, de manera que dejó de seguirlo y se encaminó directamente a la orilla del río. A su lado podía seguir el curso del río Wolverine y llegar a la finca; esperaba estar en casa en no más de una hora.
Pero la ruta resultó más difícil de lo que pensaba, ya que le condujo por empinados barrancos donde la nieve le llegaba a las rodillas y a través de densos bosques de abetos negros que amenazaban con desorientarle. No reconoció el río cuando llegó hasta él, no hasta haber recorrido parte de su curso helado y oír el rugido del agua bajo sus pies. Retrocedió rápidamente hasta estar seguro de pisar tierra firme, y entonces descendió hasta llegar a su finca, confiando en la difusa línea del lecho del río como única guía.
Sabía que Mabel le estaría esperando, ansiosa de recibir noticias. Aunque era algo razonable, en ese momento fue demasiado para él. Estaba cansado, dolorido y probablemente con síntomas de congelación, y lo único que tenía para ofrecerle era la imagen de un viejo cansado que no se había atrevido a llamar a la puerta de una niña.