La criatura la observó con la cabeza baja, los largos bigotes negros apoyados en el hocico mojado. Mabel vio sangre y tuvo que hacer acopio de fuerzas para no vomitar. El zorro estaba devorando a un animal muerto; la sangre salpicaba la nieve y manchaba su hocico.
—¡No! ¡Fuera! ¡Lárgate! —Mabel agitó los brazos hacia el zorro y entonces, sintiéndose enfadada y valiente, se movió hacia él. El animal titubeó, quizá porque no deseaba renunciar a su comida, pero luego dio media vuelta y trotó tras los pasos de la niña.
Mabel llegó hasta donde estaba el zorro y vio lo que esperaba no ver. Un horrendo espectáculo: intestinos plateados, huesecillos, sangre y plumas.
No había contado las gallinas esa mañana. Miró más de cerca y entonces se percató de que no era una de las suyas, sino un pájaro silvestre con plumas moteadas de color marrón y la cabeza pequeña y torcida.
Dejó aquella criatura medio devorada y siguió los pasos de niña y zorro entre los árboles. A medida que andaba, una ráfaga de viento derribó nieve de las ramas de los árboles y azotó con fuerza la cara de Mabel. Le costaba respirar, de manera que desvió la cabeza y se internó en el bosque. El viento sopló de nuevo, levantando la nieve del suelo, formando torbellinos en el aire. Luego empezó a soplar de manera constante, y Mabel se dejó llevar por él, con la mirada baja, sin distinguir hacia dónde iba. Una ventisca se levantó de la nada. Mabel dio la espalda al viento y emprendió el camino de regreso a casa. No iba vestida para esa excursión, y a buen seguro la niña estaba ya demasiado lejos. Cuando llegó a la altura del establo, la nieve había cubierto ya tanto sus propias huellas como el rastro de la niña y el zorro. No vio el ave muerta, ni las manchas de sangre, cuando volvió a pasar por el lugar. También se habían borrado.
—He visto a la niña —anunció Mabel a Jack a la hora de la cena—. La niña a la que viste la otra noche. Detrás del establo.
—¿Estás segura?
—Sí. Sí. Un zorro la seguía, y pensé que había matado a una de nuestras gallinas, pero era otra cosa. Un pájaro silvestre.
Jack entrecerró los ojos, como si fuera bizco.
—La he visto, Jack.
Él asintió y colgó el abrigo en la percha que había al lado de la puerta.
—¿Has oído algo sobre una niña extraviada? —preguntó ella—. Ayer, cuando fuiste a la ciudad, ¿oíste algo así?
—No. En absoluto.
—¿Preguntaste? ¿Le hablaste de ella a alguien?
—No, Mabel. No vi ninguna razón para hacerlo. Me imaginé que había vuelto a casa o habrían estado organizando un equipo de búsqueda.
—Pero ha vuelto a estar aquí hoy. Al lado de la puerta del establo. ¿Por qué ha venido? Si está perdida o necesita ayuda, ¿por qué no llama a la puerta?
Él asintió con aire comprensivo, pero cambió de tema enseguida. Dijo que lo único que había visto ese día había sido un alce hembra con su cría. Le advirtió que tendrían que matar a las gallinas en cuanto se quedaran sin comida porque no tenían dinero para alimentarlas. La buena noticia, prosiguió, era que se había encontrado con George en el restaurante del hotel y había invitado a los Benson a cenar el domingo siguiente.
Mabel solo le prestó atención cuando llegó a ese punto. Se alegraba de que hubiera invitado a los Benson. Estaba segura de que Esther podría darle información sobre la niña; conocía a las familias del valle y quizá sabría por qué aquella cría deambulaba sola por el bosque.
Por la noche, cuando Jack cerró los ojos para dormir, sus párpados conservaban imágenes de ramas, huellas de presas y acantilados nevados, y el sueño se fundió con las largas jornadas de caza. Llevaba varios días levantándose antes de que amaneciera y saliendo con el rifle en busca de un alce, sintiéndose siempre como un impostor. Desperdició más de una tarde acechando algo que resultó ser un puercoespín, al que encontró mordisqueando una rama baja. Había seguido el curso del río Wolverine en ambas direcciones, hacia las montañas, y recorrido los pies de las colinas hasta la saciedad.
Se quedó en la cama hasta más tarde de lo habitual y se planteó la posibilidad de no levantarse. Sin embargo, sabía que George tenía razón: si conseguía cazar un alce, él y Mabel podrían alimentarse a base de carne y patatas hasta la cosecha. Habían terminado las provisiones de café, azúcar, compota de manzana, leche en polvo y manteca. Tendrían que matar a los pollos y poner a dieta al caballo. No habría retales de telas ni caprichos de la ciudad. Sería un invierno penoso, pero no pasarían hambre.
Se levantó, se vistió y decidió que al día siguiente iría a la ciudad a interesarse por el trabajo en la mina. No sabía si su viejo cuerpo lo aguantaría, pero al menos obtendría una recompensa al final del día. Betty le había dicho que, a pesar de la nevada, el tren seguía funcionando y la mina estaba abierta. La Marina había aumentado el pedido de carbón, y el ferrocarril había contratado a una cuadrilla para que despejara las vías de nieve. Nadie sabía cuánto duraría el trabajo, pero de momento aún buscaban gente.
Todo en la ciudad cerraba los domingos, así que decidió invertir otro día en el bosque. Disponía de tiempo hasta la tarde, ya que entonces llegarían los Benson. Salió de la cabaña armado con el rifle y la bolsa, y caminó en paralelo a la vía del tren hacia el campo más alejado. Las botas se le llenaban de nieve. No tenía intención de ascender hacia las montañas, donde la nieve era aún más honda. Se mantendría cerca de casa con la esperanza de que la nevada hubiera obligado a los animales a descender río abajo.
El cielo estaba encapotado, oscuro, y el ánimo de Jack se ensombreció con él. Atravesó el campo, despacio debido a la nieve, y se internó en el bosque. Era consciente, sin embargo, de que su corazón no estaba en la tarea.
Nunca se había considerado un chico de ciudad. Había trabajado duro toda su vida en la granja familiar, en el valle del río Allegheny. Sabía manejar herramientas y animales, sabía arar la tierra. Pero allá en su hogar, la tierra había sido cultivada durante generaciones, lo cual se apreciaba en las suaves ondulaciones del terreno y los árboles frutales. Incluso los ciervos parecían casi domesticados, perezosos y bien alimentados, pastando en los campos en barbecho. De niño, había paseado por el barranco, más allá del huerto de la granja. Había arrancado briznas de hierba y había mordisqueado los extremos tiernos. El aire soplaba cargado de un suave verdor, ni demasiado frío ni demasiado cálido, una brisa amable. Él se había subido a las acogedoras ramas de los robles y descendido por lomas alfombradas de hierba. Aquellos paseos sin rumbo de su infancia se hallaban entre sus recuerdos más preciados.
Pero esa tierra no se parecía en nada a la de su hogar. No disfrutaba de la soledad de esos bosques, más bien se ponía en tensión, alerta, embargado por una gran inseguridad sobre sus propias aptitudes. Cuando trabajaba la tierra, chocaba con esas alargadas raíces, talaba tronco tras tronco para despejar apenas unos metros de terreno, y apartaba rocas tan grandes que debía ayudarse del caballo para arrastrarlas fuera del campo. ¿Cómo podía cultivarse una tierra así?
Dondequiera que paraba de trabajar, la naturaleza estaba allí, anciana, feroz, más fuerte que el mejor de los hombres. Había zonas en que los flacos abetos negros eran tan densos que apenas cabía un brazo entre ellos, y todo ser vivo parecía agresivo, hostil: espinas diabólicas que te arrancaban la piel, ortigas que provocaban heridas, y en ocasiones enjambres de mosquitos tan espesos que desataban un profundo pánico. En primavera, cuando empezó a cortar árboles y remover la tierra, los mosquitos se alzaron como nubes de la tierra ultrajada. Se vio obligado a ponerse un sombrero con red; dificultaba la visión, pero no lo habría soportado sin él. Cuando pasaba la mano por el flanco del caballo, la palma salía cubierta de sangre e insectos.
Lo único bueno del invierno era que el frío ahuyentaba a los mosquitos. Con ellos había desaparecido la frondosidad del verano, el intenso verdor de las copas de los álamos, las anchas hojas de las chirivías, el destello de las adelfas. Libres de follaje, las ramas nevadas y los barrancos se elevaban hacia las montañas como huesos sin carne. Jack miraba a través de los árboles desnudos sin ver la menor señal de vida. Ni alces, ni ardillas, ni un simple pájaro. Un cuervo sarnoso sobrevoló la zona, pero avanzó sin pararse, como quien busca suelos más fértiles.
Cuando Jack informó a sus hermanos de que se trasladaba a Alaska, éstos le envidiaron. El país de Dios, dijeron. La tierra de la leche y la miel. Alces, caribúes y osos: tantas presas que uno no sabía contra cuál disparar primero. Y arroyos rebosantes de salmones, tantos que podías usarlos como piedras para cruzar la corriente de un lado a otro.
Qué distinta era la verdad. Alaska no daba nada con facilidad. Era enjuta, salvaje e indiferente a los esfuerzos del hombre. Él lo había visto en los ojos de aquel zorro rojo.
Jack llegó hasta un tronco e intentó sin muchas ganas apartar la nieve antes de sentarse. Apoyó el rifle entre las rodillas, se quitó el gorro de lana y pasó los dedos por sus cabellos. Permaneció un rato sentado, con los codos sobre el rifle y la cabeza en las manos. La inseguridad le pesaba en los hombros, lista para agarrarlo por la garganta, susurrándole al oído: eres viejo. Un simple viejo.
Si cayera muerto en el bosque, nada saldría en su ayuda. El viento del norte soplaría desde el glaciar, el suelo seguiría helado, y un zorro rojo como el que había visto sería seguramente el primero en olisquear su cadáver y darle un par de mordiscos. Cuervos y urracas descenderían para picotear trozos de carne congelada y quizá una manada de lobos terminaría encontrando su cuerpo; en poco tiempo no sería más que un montón de huesos. Su única esperanza sería Mabel. La imaginó luchando para arrastrar su peso muerto. Se puso de pie y se llevó el rifle al hombro.
Solo había llorado unas cuantas veces en toda su vida adulta: tras la muerte de su madre, y cuando él y Mabel perdieron al bebé. No iba a dejarse vencer. Dio un paso adelante y caminó sin ver ni sentir nada.
Fue el silencio lo que le sacó de la melancolía. Un silencio lleno de presencia. Levantó la cabeza.
Era ella. La niña estaba ante él, a unos cuantos metros. Estaba sobre la nieve, con los brazos a los lados, una leve sonrisa en sus labios pálidos. El forro de pelo blanco asomaba por el abrigo y por las botas. Su carita estaba enmarcada por ese pelo aterciopelado y marrón de un sombrero de marta, y llevaba puestos los mitones y la bufanda azul de Mabel. La niña estaba cubierta por todas partes de cristales de hielo, como si acabara de salir de una tormenta o hubiera pasado una noche fría a la intemperie.
Jack le habría dicho algo, pero algo en los ojos de la niña lo contuvo: eran de un azul que recordaba a un río helado, a las grietas de un glaciar, a la luz de la luna. Parpadeó, la escarcha brilló en sus pestañas rubias, y luego se marchó.
—¡Espera! —gritó él. Tropezó al ir tras ella—. ¡Espera! ¡No tengas miedo!
Avanzaba con torpeza, trastabillando con sus propias botas y levantando la nieve. Ella aceleró, pero se detuvo varias veces para volverse hacia él.
—¡Por favor! —gritó Jack en voz más alta—. ¡Espera!
Un sonido llegó a oídos de Jack, como el viento que arrastra hojas secas o la nieve que cae sobre el hilo. O quizá un susurro lejano. Chist…
No volvió a llamarla. Se agachó para pasar bajo las ramas y avanzó por la nieve, mientras la niña le conducía cada vez más lejos, hacia el interior del bosque. Tenía que ver dónde ponía los pies para no tropezar, pero siempre que levantaba la cabeza, la veía esperándole.