Señaló al más lejano de los edificios adyacentes.
—Deberían estar en casa. Por lo menos a ella la he visto por la mañana.
Carl le enseñó la placa, lo que hizo que el campesino girase la llave de encendido.
—Ese hijo ¿es Lars Henrik Jensen? —preguntó Carl.
El campesino se frotó los ojos mientras pensaba.
—No, no creo que se llame así. Es un tipo raro, larguirucho. ¿Cómo diablos se llama?
—O sea, que Lars Henrik, no.
—No, no es Lars Henrik.
Aquello era como un vaivén. Arriba y abajo, de cerca y de lejos. A Carl ya le había pasado antes. Un sinfín de veces. Era de eso, entre otras cosas, de lo que estaba cansado.
—Dice que en ese edificio de ahí —insistió, señalando con el dedo.
El campesino asintió en silencio mientras soltaba un escupitajo que aterrizó en el capó de su reluciente juguete Ferguson, recién comprado.
—¿De qué viven? —preguntó Carl, abarcando con un gesto el paisaje.
—No lo sé. Me arriendan un poco de su tierra. A Kristoffersen, el otro vecino, también le arriendan algo. Después tienen algo en barbecho subvencionado, y probablemente ella tendrá también algo de pensión. Un par de veces por semana llega un coche de alguna parte con unos cachivaches de plástico, que por lo visto tienen que limpiar, y aprovechan la ocasión para traerles algo de comida para ellos. Creo que la señora y su hijo se las arreglan —declaró, riendo—. Aquí estamos en el campo. No nos falta de nada.
—¿Un coche del ayuntamiento?
—No, qué va. No, es un coche de una naviera, o algo así. Lleva un distintivo que se ve a veces en barcos por la tele. No sé de dónde vienen. Todo eso del mar y el océano nunca me ha interesado.
Cuando el campesino siguió traqueteando camino del molino, observaron los edificios tras la porqueriza. Era extraño que no hubieran reparado en ellos desde la carretera, porque eran bastante grandes. Sería porque el seto era muy tupido y aquel año habían brotado antes las hojas gracias al calor.
Además de la granja en forma de U y la gran nave sin terminar había tres edificios planos escalonados sobre una zona de gravilla que probablemente pensaron asfaltar más adelante. La cizaña y las semillas llevadas por el viento crecían por doquier en torno a los edificios y, aparte de un sendero bastante ancho que unía todas las casas, todo lo demás estaba cubierto por la vegetación.
Assad señaló las huellas de ruedas delgadas que había en el sendero. También Carl las había visto. Delgadas como ruedas de bici, paralelas. Seguramente de una silla de ruedas.
En el momento en que se acercaron a la casa más retirada, la que les había indicado el campesino, el móvil de Carl sonó con estridencia. Vio la mirada de Assad mientras maldecía por no haberlo puesto en modo silencio.
Era Vigga quien llamaba. Era especialista en llamar por teléfono en momentos inadecuados. Alguna vez había estado rodeado de líquido de cadáveres putrefactos mientras ella le pedía que comprase nata para el café. O lo había pillado mientras el móvil estaba en una chaqueta debajo de un bolso en el coche patrulla mientras perseguía a toda velocidad a unos sospechosos. Vigga era capaz de todo eso y más.
Colgó y puso el aparato en modo silencio.
Fue entonces cuando levantó la cabeza y se encontró frente a un hombre alto y flaco de veintipocos años. La cabeza era extrañamente alargada, casi deforme, y un lado de su cara estaba marcado por cráteres y piel contraída, síntomas típicos de las cicatrices de quemaduras.
—No pueden estar aquí —dijo con una voz que no era de adulto, pero tampoco de un niño.
Carl le enseñó la placa, pero el joven no pareció entender su significado.
—Soy policía —dijo Carl con amabilidad—. Nos gustaría hablar con tu madre. Sabemos que vive aquí. ¿Podrías preguntarle si podemos entrar un rato? Te lo agradecería mucho.
El joven no pareció impresionado ni por la placa ni por los dos hombres. Así que no era tan inocente como parecía a primera vista.
—¿Cuánto tengo que esperar? —preguntó Carl con brusquedad. El chico se sobresaltó. Después desapareció en el interior de la casa.
Transcurrieron un par de minutos en los que Carl notó que aumentaba la presión de su pecho y se maldijo por no haber sacado su arma reglamentaria del depósito de armas de Jefatura ni una sola vez desde que le dieron el alta.
—Ponte detrás, Assad —le ordenó. Ya estaba viendo los titulares de los periódicos: «Agente de la Brigada de Homicidios sacrifica a su asistente en un dramático tiroteo. Por tercer día consecutivo, el subcomisario Carl Mørck, del Departamento Q de Jefatura, es motivo de escándalo».
Dio un empujón a Assad para recalcar la gravedad del asunto y se colocó pegado al marco de la puerta. Si salían con una escopeta de cartuchos o algo así, su cabeza no iba a ser lo primero a lo que apuntara el cañón del arma.
Entonces salió el joven y les pidió que entrasen.
La madre estaba en medio de la habitación, en silla de ruedas y fumando un cigarrillo. Era difícil calcular su edad por lo gris, arrugada y gastada que estaba, pero a juzgar por la edad de su hijo no podía tener más de sesenta y pocos. Sentada como estaba en su silla de ruedas, parecía encorvada. Sus pantorrillas estaban extrañamente torcidas, como ramas rotas que hubieran tenido que encontrar un modo de fundirse de nuevo. No cabía duda de que el accidente de coche había dejado sus huellas, ver aquello inspiraba lástima y tristeza.
Carl miró en derredor. Era una estancia grande, unos doscientos cincuenta metros cuadrados o más, pero a pesar de la altura de cuatro metros apestaba a tabaco. Siguió con la mirada las volutas de humo de su cigarrillo hasta las ventanas del techo. La única fuente de luz eran diez ventanas Velux, de modo que la estancia tenía un aspecto sombrío.
Todo estaba en aquella estancia. La cocina junto a la puerta de entrada, la puerta del cuarto de baño a un lado. La sala estaba llena de muebles de Ikea y alfombras baratas que cubrían el suelo de hormigón, que se extendía quince o veinte metros hasta la sección donde aparentemente dormía ella.
Aparte del aire sofocante, reinaba un orden perfecto. Allí veía la televisión, leía revistas y probablemente pasaba la mayor parte de su vida. Su marido había muerto y ahora se las arreglaba lo mejor que podía. Menos mal que tenía a su hijo para ayudarla.
Carl vio que la mirada de Assad atravesaba con lentitud la estancia. Había algo de diabólico en su mirada, que se deslizaba sobre todos los objetos y de vez en cuando se detenía para fijarse en algún detalle. Estaba profundamente concentrado, con los brazos colgando pesadamente a los lados y las piernas sólidamente plantadas en el suelo.
La mujer los recibió con relativa amabilidad, pero sólo dio la mano a Carl. Este hizo las presentaciones y le pidió que no se inquietase. Le dijo que estaban buscando a su hijo mayor, a Lars Henrik. Querían hacerle unas preguntas, nada especial, algo rutinario. Y le preguntó si podía decirles dónde podían encontrarlo.
—Lasse trabaja en la mar —dijo ella, sonriendo. O sea que ella lo llamaba Lasse—. En este momento no está en casa, pero dentro de un mes volverá a desembarcar. Entonces se lo diré. ¿Tiene alguna tarjeta de visita para que se la dé?
—No, lo siento —repuso Carl, forzando una sonrisa inocente, pero la madre no picó el anzuelo—. Le enviaré mi tarjeta cuando vuelva al despacho. Por supuesto.
Trató nuevamente de sonreír. Esta vez en un momento más oportuno. Era la regla de oro: decir algo positivo y sonreír después, así parece uno más sincero. Hecho al revés puede significar cualquier cosa. Insinuación, flirteo. Es decir, puro egoísmo. La mujer ya había aprendido eso de la vida.
Hizo ademán de retirarse y agarró a Assad de la manga.
—Entonces quedamos en eso, señora Jensen. Por cierto, ¿en qué naviera trabaja su hijo?
Ella ya conocía el orden de afirmación y sonrisa.
—Huy, ya me gustaría recordarlo. Pero es que navega con tantas…
Entonces llegó su sonrisa. Carl había visto antes dientes amarillos, pero nunca tan amarillos como aquellos.
—Es primer oficial, ¿verdad?
—No, es camarero jefe. Lasse tiene buena mano para la comida, desde siempre.
Carl trató de imaginarse al chico que agarraba del hombro a Dennis Knudsen. Al chico a quien llamaban Átomos porque su difunto padre fabricaba algo para las centrales nucleares. ¿Dónde había desarrollado sus conocimientos gastronómicos? ¿En la familia adoptiva, donde le pegaban? ¿En el orfanato? ¿Cuando era un chaval en casa de su madre? También Carl había pasado por muchas cosas en la vida, pero no era capaz de freír un huevo. Si no fuera por Morten Holland, no sabía cómo se las habría arreglado.
—Es magnífico cuando les va bien a los hijos. ¿No te alegras de volver a ver a tu hermano? —añadió, volviéndose al muchacho desfigurado que los miraba con desconfianza, como si hubieran llegado para robarles.
Su mirada vagó hacia donde estaba su madre, pero ésta no se inmutó. De la boca del chico no iba a salir nada, eso era seguro.
—¿Dónde navega su hijo esta vez?
La madre lo miró, mientras sus dientes amarillos desaparecían lentamente tras los labios resecos.
—Lasse navega mucho por el Báltico, pero creo que ahora está en el mar del Norte. A veces zarpa con un barco y vuelve con otro.
—Debe de ser una naviera grande, ¿no recuerda cuál es? ¿Puede describir el logotipo de la naviera?
—No, lo siento. No soy buena para ese tipo de cosas.
Carl volvió a mirar al joven. Aquel chaval lo sabía todo, era evidente. Seguro que sabría dibujar el maldito distintivo si lo dejaran hacerlo.
—Pero está pintado en el coche que trae provisiones un par de veces por semana —intervino Assad. No era el momento adecuado. La mirada del joven se llenó de inquietud y la mujer aspiró el humo hasta el fondo de los pulmones. La expresión de su rostro quedó oculta en una densa nube de humo que expulsó de una vez.
—Bueno, no sabemos gran cosa de eso —terció Carl—. Es porque un vecino nos ha dicho que lo había visto, pero puede haberse equivocado.
Tiró de Assad.
—Ha sido usted muy amable —dijo después a la madre—. Pídale a su hijo Lasse que me telefonee en cuanto vuelva. Le haré ese par de preguntas y listo.
Se encaminaron a la puerta, seguidos por la mujer en su silla de ruedas.
—Hans, sácame fuera —le pidió a su hijo—. Necesito algo de aire fresco.
Carl sabía que la mujer no los quería perder de vista hasta que se fueran. Si hubiera habido un coche en el patio o allí, en la parte trasera, habría pensado que la madre quería salir para ocultar que Lars Henrik Jensen se encontraba en uno de los edificios. Pero a Carl la intuición le decía otra cosa. El hijo mayor no estaba en casa, ella sólo quería que se marcharan.
—Vaya conjunto de edificios más impresionante —exclamó—. ¿Qué era antes? ¿Una fábrica?
La madre venía detrás. Dando caladas a otro cigarrillo mientras la silla de ruedas traqueteaba por el sendero. Su hijo empujaba con las manos aferradas a los puños de la silla de ruedas. Tras su rostro destrozado parecía muy cabreado.
—Mi marido tenía una fabrica que fabricaba contenedores para centrales nucleares. Acabábamos de mudarnos de Koge cuando murió.
—Sí, recuerdo el suceso. Lo siento muchísimo —dijo Carl, y señaló los dos primeros edificios bajos—.Y la producción ¿iba a llevarse a cabo ahí?
—Sí, ahí y en la nave grande —confirmó la mujer, señalando con el dedo—. El taller de soldadura ahí, la cámara para pruebas de presión ahí, y el montaje en la nave. Donde vivo yo debería haber estado el almacén de sistemas de contención fabricados.
—¿Por qué no vive en la casa? Tiene aspecto de ser una buena casa —preguntó, y reparó en una serie de cubos gris oscuro delante de uno de los edificios que desentonaban con el paisaje. Tal vez estuvieran allí desde los tiempos del anterior propietario. En lugares como aquél el tiempo pasaba a veces con infinita lentitud.
—Bueno, ya sabe, aquí hay muchas cosas que no pertenecen a esta época. Además, los umbrales de las puertas me exigen un gran esfuerzo —añadió, golpeando uno de los reposabrazos de la silla de ruedas.
Notó que Assad lo llevaba a un lado.
—Nuestro coche está ahí, Assad —protestó, apuntando con la cabeza en la otra dirección.
—Es que prefiero atravesar el seto ahí y después subir a la carretera —repuso Assad, pero Carl vio que toda su atención estaba concentrada en los montones de chatarra desperdigados por un suelo de hormigón gastado.
—Sí, esa basura ya estaba cuando vinimos —informó la mujer en tono de disculpa, como si medio contenedor de chatarra pudiera empeorar la impresión general de la propiedad, ya de por sí bastante pobre.
Era basura inclasificable. En la parte superior del montón había más cubos gris oscuro. No llevaban ningún distintivo, pero parecían haber sido empleados para guardar aceite, o tal vez alimentos en grandes cantidades.
Le habría parado los pies a Assad si hubiera sabido lo que tenía pensado, pero su asistente había saltado ya por encima de las barras metálicas, el cordaje enmarañado y los tubos de plástico para cuando Carl quiso reaccionar.
—Perdone, es que mi compañero es un coleccionista incorregible. ¿Has encontrado algo, Assad? —gritó.
Pero Assad no era ya su compañero de juego. Iba a la caza: dio una patada a la chatarra, removió algo y finalmente metió la mano y sacó una delgada placa de metal, que tras manipularla resultó tener medio metro de alto y por lo menos cuatro de largo. Le dio la vuelta. Ponía Interlab, S. A.
Assad miró a Carl y éste le dirigió una mirada aprobatoria. Eso sí que era tener buena vista. Interlab, S. A. El gran laboratorio de Daniel Hale, que se había mudado a Slangerup. De manera que había una relación directa entre la familia y Daniel Hale.
—La empresa de su marido no se llamaba Interlab, S. A., ¿verdad, señora Jensen? —preguntó Carl, sonriendo a los apretados labios de la mujer.
—No, ésa es la empresa que nos vendió el terreno y un par de edificios.
—Mi hermano trabaja en una farmacéutica. Creo recordar que alguna vez ha mencionado esa empresa —añadió Carl, disculpándose mentalmente ante su hermano mayor, que en aquel momento debía de estar cebando visones en Frederikshavn—. En Interlab ¿no fabricaban enzimas, o algo así?
—Era un laboratorio de pruebas.