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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (22 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—¡Para ello bastará con hacer suficientes agujeros en su nave dragón! — exclamó Lof con una sonrisa.

—Mejor sería hacerles esos agujeros a los elfos —añadió Limbeck, y hubo un grito general de asentimiento.

—Sí, y ellos os los harán a vosotros y ya estaremos otra vez —replicó Jarre, airada, lanzando una torva mirada a Limbeck.

El enano, impertérrito, asintió y sonrió. Pero su mueca pareció sombría y fría, rematada por los cristales de los anteojos.

—Recordad esto, compañeros de armas —prorrumpió—: Si conseguimos abatir la nave elfa, habremos conseguido una gran victoria. Los elfos ya no volverán a amarrar sus naves dragón en Drevlin y evitarán incluso acercarse. Esosignifica que pensarán mejor lo de tener tropas desplegadas aquí abajo. Éste podría ser el primer paso para expulsarlos.

Los enanos lanzaron nuevos vítores.

Haplo fue a comprobar que su nave seguía a salvo.

Regresó satisfecho. Las runas que había activado no sólo protegían la nave sino que creaban también una especie de camuflaje que la hacía confundirse con los objetos y las sombras del entorno. Haplo no podía hacer invisible la nave, pues tal cosa no entraba en el abanico de las posibilidades probables y, por tanto, no podía conseguirse con su magia. Pero sí podía hacerla tremendamente difícil de ver, y así sucedía. Un elfo habría tenido que tropezar físicamente con ella para advertir su presencia, y tal cosa era imposible porque los signos mágicos creaban en torno al casco un campo de energía que repelía cualquier intento de acercarse.

Cuando regresó, los enanos marchaban ya a atacar los Levarriba y la nave elfa que estaba allí amarrada, flotando en el aire y sujeta a los brazos mediante cabos. Haplo, Bane, Limbeck, Jarre y el perro se encaminaron en dirección opuesta, hacia los túneles que corrían bajo la Factría.

Haplo había recorrido aquella ruta una vez, en la anterior ocasión que había visitado la Factría. Sin embargo, no habría recordado el camino y se alegró de llevar una guía. El tiempo y las maravillas presenciados en otros mundos habían hecho borroso su recuerdo de la Tumpa-chumpa, pero, al llegar a la presencia de la enorme máquina, volvió a experimentar la misma sensación de asombro y respeto. Una especie de temor reverencial al que se unía esta vez una sensación de incomodidad, de inquietud, como si estuviera en presencia de un cadáver. Recordó la enorme máquina latiendo, llena de vida: los lectrozumbadores zumbando, las girarruedas dando vueltas, las manos de hierro machacando y moldeando, las zarpas de cavar hurgando el suelo. Ahora, todo estaba quieto. Todo estaba en silencio.

Los túneles lo condujeron más allá de la máquina, debajo de ella, encima, alrededor, a través... Y de pronto lo asaltó el pensamiento de que se había equivocado. La Tumpa-chumpa no era un cadáver. La máquina no estaba muerta.

—Está esperando —dijo Bane.

—Sí —contestó Haplo—. Creo que tienes razón.

El chico se acercó al patryn y lo miró con los párpados entrecerrados.

—Cuéntame lo que sabes de la Tumpa-chumpa.

—No sé nada.

—Pero dijiste que había otra explicación...

—Dije que podía haberla, nada más. —Se encogió de hombros—. Llámalo una suposición, un presentimiento.

—No quieres decírmelo.

—Veremos si mi conjetura es acertada cuando lleguemos, Alteza.

—¡El abuelo me ha encargado esa máquina a mí! —le recordó Bane, enfurruñado—. ¡Tú sólo estás aquí para protegerme!

—Eso es precisamente lo que me propongo hacer, Alteza —replicó Haplo.

Bane le dirigió una mirada hosca, malévola, pero no dijo nada. Sabía que sería inútil discutir. No obstante, al cabo de un rato, o bien el muchacho olvidó el agravio, o decidió que no era propio de su dignidad mostrar resentimiento. Abandonando la compañía del patryn, Bane corrió unos pasos hasta llegar a la altura de Limbeck. Haplo envió al perro para escuchar la conversación entre ambos.

A decir verdad, el perro no captó nada interesante. De hecho, escuchó muy pocas palabras. La visión de la Tumpa-chumpa inmóvil y callada producía un efecto deprimente sobre todos ellos. Limbeck la estudió a través de las gafas con expresión seria y tensa. Jarre contempló con profunda tristeza la máquina que un día había atacado. Al llegar a una parte en la que había trabajado, la enana se acercó a unos conductos y les dio unas palmaditas de consuelo, como si fueran un niño enfermo.

Pasaron entre numerosos enanos que permanecían en la zona en una forzada inactividad con un aspecto desvalido, asustado y abatido. La mayoría de ellos había seguido acudiendo a su trabajo todos los días desde que la máquina se había detenido, aunque ahora no había ningún trabajo que hacer.

Al principio habían confiado en que todo aquello no era más que un error, una avería pasajera, un desajuste temporal de proporciones monumentales. Los enanos permanecían sentados o plantados en la oscuridad, iluminados sólo por aquellas luces que podían improvisar, y contemplaban la Tumpa-chumpa con expectación, esperando que reviviera con un rugido. Cuando terminaba su turno, volvían a sus casas y otro turno ocupaba su lugar. Pero, a aquellas alturas, la esperanza empezaba a desvanecerse.

—Volved a casa —les decía Limbeck en sus discursos—. Volved a casa y esperad allí. Aquí sólo malgastáis luz.

Algunos le habían hecho caso, otros se habían quedado. Algunos se habían marchado y habían vuelto. Otros se habían quedado y, más tarde, se habían marchado.

—No podemos seguir así —declaró Limbeck.

—Sí, tienes razón —lo apoyó Jarre, asintiendo a sus palabras por una vez—. Sucederá algo terrible.

—¡Un juicio! —gritó una voz ronca y crispada desde la oscuridad excesivamente silenciosa—. ¡Un juicio, eso es de lo que se trata! ¡Has traído la cólera de los dioses sobre nuestras cabezas, Limbeck Aprietatuercas! ¡Yo digo que nos presentemos ante los welfos y nos rindamos! Les diremos a los dioses que lo sentimos. Quizás así nos devuelvan la Tumpa-chumpa.

—Sí —murmuraron otras voces, al amparo de las sombras—. Queremos que todo vuelva a ser como antes.

—¿Lo ves? ¡Ya te lo dije! —indicó Limbeck a Jarre—. Cada día se extiende más este tipo de comentarios.

—Pero... ¡es imposible que crean que los elfos son dioses! —protestó Jarre, volviendo la vista hacia las sombras susurrantes con una mueca de preocupación—. ¡Los hemos visto morir!

—No lo creen —respondió Limbeck con aire sombrío—. Pero estarían dispuestos a jurar su fe si ello significara recuperar la luz y el calor y el tranquilizador estruendo de la Tumpa-chumpa.

—¡Muerte al survisor jefe! —se oyó entre los susurros.

—¡Entreguémoslo a los welfos!

—¡Aquí tienes una tuerca para que la aprietes, Aprietatuercas!

Algo cruzó la oscuridad con un zumbido: una tuerca, del tamaño de la mano de Bane. La pieza de metal no se acercó en absoluto al objetivo, sino que golpeó el muro posterior sin causar daños. Los enanos aún sentían cierto respecto por su líder, que les había proporcionado dignidad y esperanza durante un breve tiempo. Pero aquel respeto no se mantendría mucho tiempo. El hambre, la oscuridad, el frío y el silencio alimentaban el miedo.

Limbeck no dijo nada, no agachó la cabeza ni pestañeó. Sus labios se apretaron en una mueca sombría y continuó caminando. Jarre, pálida de preocupación, se apostó a su lado y lanzó miradas desafiantes a cuantos enanos aparecían a su paso. Bane se apresuró a volver junto a la protección de Haplo.

El patryn notó un hormigueo en la piel; bajó la mirada y vio que los tatuajes mágicos empezaban a despedir un leve fulgor azulado, reaccionando a un peligro.

Era extraño, se dijo. La magia de su cuerpo no reaccionaría así en respuesta a un puñado de enanos asustados, unas cuantas amenazas y el lanzamiento de una pieza de maquinaria. Allí, en alguna parte, había algo o alguien verdaderamente peligroso, una amenaza para él. Para todos ellos.

El perro gruñó y enseñó los dientes.

—¿Qué sucede? —inquirió Bane, alarmado. Había vivido entre patryn lo suficiente como para reconocer las señales de advertencia. —No lo sé, Alteza —contestó Haplo—. Pero, cuanto antes volvamos a poner en funcionamiento la máquina, mejor. Por tanto, démonos prisa.

Penetraron en los túneles, que, según recordaba Haplo de su última estancia allí, se bifurcaban, se dividían y se entrecruzaban debajo de la Tumpa-chumpa. Allí abajo no encontraron enanos. Aquellos túneles permanecían vacíos normalmente, ya que no conducían a ninguna parte que alguien tuviera motivos para visitar. La Factría no había sido utilizada desde hacía tiempo inmemorial, salvo como lugar de reunión, y esto último había terminado cuando los elfos se habían adueñado del lugar y lo habían convertido en acuartelamiento.

Lejos de los cuchicheos y de la visión de la máquina exánime, todos se relajaron perceptiblemente. Todos, menos Haplo. Las runas de su piel sólo emitían un levísimo resplandor, pero éste aún permanecía. El peligro seguía presente, aunque no conseguía imaginar dónde o en qué forma. El perro también estaba inquieto y, de vez en cuando, prorrumpía en un sonoro y bronco gruñido que sobresaltaba a todo el grupo.

—¿No puedes hacer que se calle? —Se quejó Bane—. Va a conseguir que me moje en los pantalones. Haplo posó la mano con suavidad en la cabeza del animal. El perro se tranquilizó, pero no estaba satisfecho. Y tampoco Haplo.

¿Los elfos? Haplo no recordaba que su cuerpo hubiera reaccionado nunca a un peligro procedente de los mensch, pero los elfos de Tribus tenían fama de crueles y perversos. ¿Era posible que...?

—¡Vaya, mirad! —exclamó Jarre, señalando con el dedo—. ¡Mirad eso! ¡Nunca he visto nada parecido! ¿Y tú, Limbeck? Señaló una marca en la pared. Una marca que emitía un luminoso resplandor rojizo.

—No —reconoció el enano, y se quitó las gafas para contemplarla. Su voz estaba impregnada del mismo tono de asombro y curiosidad infantiles que lo había llevado, tiempo atrás, a plantearse los primeros porqués acerca de los welfos y de la Tumpa-chumpa—. ¿Qué será?

—¡Yo lo sé! —Exclamó Bane—. ¡Es una runa sartán!

—Chist! —le avisó Haplo, cogiendo la mano del muchacho y apretándola enérgicamente.

—¿Una qué? —Limbeck se volvió hacia ellos con los ojos como platos. Dominado por la curiosidad, había olvidado la razón que los había levado allí abajo y su necesidad de darse prisa.

—Los dictores hacían marcas como ésa. Luego te lo explicaré —dijo Haplo, dirigiendo al grupo hacia adelante.

Jarre continuó avanzando, pero no miraba por dónde andaba. Sus ojos seguían fijos en la runa.

—Vi algunos de esos curiosos dibujos luminosos cuando el hombre y yo bajamos al lugar de los muertos. Pero aquéllos eran azules, no rojos.

«¿Por qué, entonces, la sigla que hemos encontrado es roja?», se preguntó Haplo. Las runas sartán eran parecidas a las patryn en muchos aspectos. El color rojo era una advertencia.

—La luz se está apagando —anunció Jarre, aún vuelta hacia atrás. De inmediato, dio un traspié.

—La estructura de runas está rota —indicó Bane a Haplo—. Ya no puede hacer nada..., nada de lo que se suponía que debía hacer.

Sí, Haplo sabía que el armazón de signos mágicos se había desestructurado. Era algo evidente: grandes extensiones de la pared habían quedado enterradas, bien por obra de la Tumpa-chumpa o bien de los enanos. Las runas sartán estaban apagadas; algunas habían desaparecido por entero y otras, como aquélla, aparecían resquebrajadas y privadas de su poder. Fuera cual fuese su propósito — advertir, detener, impedir la entrada—. Habían perdido el poder para llevarlo a cabo.

—Tal vez eres tú —sugirió Bane, mirando al patryn con una sonrisa picara—. Tal vez no les gustas a esas runas.

«Tal vez», pensó Haplo. Pero la última vez que había bajado allí, ninguna runa había emitido aquel fulgor rojo.

Continuaron caminando.

—Es por aquí —anunció Jarre. Se detuvo bajo una escalerilla y alzó el guingué hacia el hueco.

Haplo miró a su alrededor. Sí, ya sabía dónde se encontraban. Lo recordaba. Estaban justo debajo de la Factría. Una escalerilla conducía hacia arriba y, allí, una pieza del techo del túnel se deslizaba a un lado y permitía el acceso a la Factría propiamente dicha. Haplo estudió la escalerilla y volvió la vista a Limbeck.

—¿Tienes idea de qué hay ahí arriba, ahora? No me gustaría aparecer en mitad del comedor de los elfos en pleno desayuno.

Limbeck movió la cabeza.

—No —respondió—. Ninguno de los nuestros ha estado en la Factría desde que los elfos se apoderaron de ella.

—Iré a ver —se ofreció Bane, sediento de aventuras.

—No, Alteza —Haplo se mostró firme—. Tú, quédate aquí. Perro, vigílalo.

—Iré yo. —Limbeck miró a un lado y otro con aire confuso—. ¿Dónde está la escalerilla?

—¡Ponte las gafas! —se burló Jarre. Limbeck se sonrojó, llevó la mano al bolsillo, encontró los anteojos y se los ajustó a las orejas.

—Quedaos todos aquí. Seré yo quien vaya a echar un vistazo —resolvió Haplo, que ya tenía un pie en el primer peldaño—. ¿Cuándo has dicho que empezaba esa maniobra de distracción?

—Según lo previsto, en cualquier momento —respondió Limbeck, mirando hacia las sombras de lo alto con expresión cegata.

—¿Esto..., quieres el guingué? —preguntó Jarre con un titubeo. La enana estaba visiblemente impresionada ante el resplandor azulado de la piel de Haplo, algo que no había visto nunca en su vida.

—No —fue la lacónica respuesta de Haplo. Su cuerpo despedía suficiente luz. Podía pasarse sin el estorbo del guingué de la enana. Empezó a escalar los peldaños.

Había recorrido la mitad del camino cuando escuchó un revuelo a sus pies y escuchó un agudo lamento de Bane. Al parecer, el muchacho había intentado seguirlo y el perro había clavado los dientes con firmeza en los fondillos de los calzones de Su Alteza.

—¡Chist! —siseó el patryn, con una mirada furiosa.

Prosiguió la ascensión y llegó a la plancha metálica. Según recordaba de la vez anterior que había hecho aquello, la plancha se deslizaba fácilmente y —algo aún más importante— en silencio. Ahora, a no ser que algún elfo hubiera colocado algún mueble justo encima...

Apoyó los dedos en el metal y lo forzó con cuidado.

Se movió, y por la rendija entró una luz que lo bañó. Se detuvo y esperó, aguzando el oído. Nada.

Empujó de nuevo la plancha, no más que la longitud de su índice. Luego, hizo otra pausa, absolutamente inmóvil y en completo silencio.

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