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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (19 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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»¿Qué podíamos hacer frente al poder del imperio elfo? —Limbeck descargó con fuerza el puño sobre su propio pecho—. Los enanos no sabíamos nada de combatir. La primera vez, los habíamos obligado a rendirse por pura superioridad numérica. En esa ocasión, tuvimos mucha suerte de que no nos atacaran pues, de haberlo hecho, la mitad de los enanos habría huido al instante.

»Ningún enano vivo había alzado jamás un arma contra nadie. Parecía que no teníamos la menor oportunidad, que deberíamos rendirnos. Pero Bothar'el dijo que no, que debíamos resistir, y nos enseñó la manera.

Tras las gafas, los ojos de Limbeck brillaron con un súbito destello de astucia, casi de crueldad.

—Por supuesto —continuó su relato—, Bothar'el y ese jefe rebelde tenían sus propias razones para querer que lucháramos. Eso no tardé en deducirlo. De este modo, en lugar de concentrar todas sus fuerzas en los elfos rebeldes, el imperio de Tribus se veía forzado a dividir sus ejércitos y enviar la mitad de ellos aquí, para combatirnos. Tribus daba por descontado que sería una campaña corta y que pronto podrían volver para hacer frente a la revuelta de su propio pueblo y, quizá, también a los humanos. Así que ya ves, amigo mío, que a Bothar'el y a sus rebeldes les convenía ayudarnos a mantener ocupados a los ejércitos de Tribus.

»Cuando llegaron en sus enormes naves dragón, los elfos no nos encontraron por ninguna parte. Se apoderaron de los elevadores, pero eso era inevitable desde el principio. Después, intentaron bajar a los túneles, pero pronto se dieron cuenta de que cometían un error.

»Hasta entonces, a la mayoría de mi pueblo le daba igual que los elfos nos invadieran. Lo único que les importaba de verdad era cuidar de la Tumpa-chumpa y de su familia. ¡De hecho, los ofinistas incluso intentaron hacer las paces con los invasores! Enviaron una delegación a su encuentro. Pero los elfos mataron a los emisarios. A todos. Y, entonces, los demás nos enfurecimos.

Haplo, que había visto combatir a los enanos en otros mundos, podía imaginar muy bien qué había sucedido a continuación. Los enanos estaban estrechísimamente unidos entre ellos. La filosofía de los enanos podía resumirse en un lema: «Lo que le sucede a un enano, les sucede a todos».

—Los elfos que salvaron la vida huyeron —continuó Limbeck con una sonrisa hosca—. Al principio, creí que abandonaban Drevlin definitivamente, pero debería haber sabido que no lo harían. Se hicieron fuertes en torno a los elevadores. Algunos de los nuestros querían continuar la lucha, pero Bothar'el nos hizo ver que esto era precisamente lo que querían los elfos: que saliéramos a campo abierto, donde estaríamos a merced de los hechiceros de sus naves y de sus armas mágicas. Así pues, dejamos en sus manos los elevadores y el agua. También se han apoderado de nuestra Factría. Pero ya no bajan a los túneles.

—Estoy seguro de ello —apostilló Haplo.

—Y desde entonces les hemos hecho difícil la existencia —continuó Limbeck— . Saboteamos tantas de sus naves dragón que ya no se atreven a posarlas en Drevlin. Tienen que transportarse a través de los elevadores y se ven obligados a mantener un gran ejército aquí abajo para proteger el suministro de agua.

Y tienen que reemplazar a sus soldados con mucha frecuencia, aunque creo que esto último se debe más al Torbellino que a nosotros.

»Los elfos no soportan la tormenta, según nos ha contado Bothar'el. No soportan estar encerrados en un recinto, y el ruido constante y combinado de la tormenta y la Tumpa-chumpa vuelve locos a algunos. Continuamente, tienen que enviar nuevos hombres. Y han traído esclavos (rebeldes elfos capturados, a los que se ha cortado la lengua,
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o a todos los nuestros que consiguen atrapar) para ocuparse de su parte de la Tumpa-chumpa.

«Nosotros los atacamos en pequeños grupos, los acosamos. Nos hemos convertido en una molestia que los obliga a mantener en Drevlin un gran ejército, en lugar del pequeño destacamento simbólico que habían previsto. Pero ahora...

Limbeck frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—... pero ahora estáis en un callejón sin salida —terminó la frase Haplo—. Vosotros no podéis recuperar los elevadores y los elfos no pueden sacaros de vuestros túneles. Y ambas partes dependéis de la Tumpa-chumpa, de modo que debéis seguir como estáis.

—Todo eso es verdad —asintió Limbeck, sacándose las gafas para frotarse las marcas rojas de la nariz, donde se apoyaban los anteojos—. Así estaban las cosas, hasta ahora.

—¿Estaban? —inquirió Haplo, sorprendido—. ¿Qué ha cambiado?

—Todo —respondió Limbeck con voz lúgubre—. Los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa.

CAPÍTULO 11

WOMBE,

DREVLIN REINO INFERIOR

—¡Fuera de funcionamiento! —Exclamó Bane—. ¡La máquina entera!

—Ya hace siete ciclos de eso —asintió Limbeck—. Mira ahí fuera y tú mismo lo verás. Está oscuro y en silencio. No se mueve nada. No funciona nada. No tenemos luz, ni calor. —El enano exhaló un suspiro de frustración—. Hasta ahora, no habíamos sabido lo mucho que la Tumpa-chumpa hacía por nosotros. Culpa nuestra, por supuesto, pues a ningún enano se le había ocurrido nunca pensar por qué se ocupaba de nosotros.

»Ahora que las bombas se han detenido, muchos de los túneles más profundos se están llenando de agua. Mi pueblo tenía hogares en ellos y muchos enanos se han visto obligados a marcharse para no morir ahogados. Las viviendas que nos quedan están abarrotadas.

»En Herot teníamos unas cuevas especiales donde cultivábamos nuestra comida. Unas linternas que brillaban como el sol nos proporcionaban luz para las cosechas. Pero, cuando la Tumpa-chumpa dejó de funcionar, las linternas se apagaron y desde entonces estamos a oscuras. Las plantas empiezan a marchitarse y pronto morirán.

»Pero, además de todo eso —continuó Limbeck, frotándose las sienes—, mi pueblo está aterrorizado. Cuando los elfos atacaron, nadie mostró miedo, pero ahora están paralizados de pánico. Es el silencio, ¿sabéis? —Miró en torno a sí con un pestañeo—. No pueden soportar el silencio.

Naturalmente, era más que eso y Limbeck lo sabía, se dijo Haplo. Durante siglos, la vida de los enanos había girado en torno a su gran y amada máquina, a la que servían con fidelidad, con devoción, sin molestarse nunca en preguntar comos y porqués. Y, ahora que el corazón del amo había dejado de latir, los siervos no tenían idea de qué hacer de sí mismos.

—¿A qué te refieres, survisor jefe, cuando dices que «los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa»? ¿Cómo? —preguntó Bane.

—¡No lo sé! —Limbeck se encogió de hombros en un gesto de impotencia. —Pero ¿estás seguro de que han sido los elfos? —insistió Bane.

—Disculpa, príncipe Bane, pero, ¿qué importa eso? —inquirió el enano con acritud.

—Podría tener importancia, y mucha —explicó Bane—. Si los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa, podría ser que hubieran descubierto cómo ponerla en marcha...

A Limbeck se le ensombreció la expresión. Se llevó las manos a las gafas y terminó con éstas colgadas de una sola oreja en un ángulo inverosímil.

—¡Eso significaría que controlarían nuestras vidas! ¡Es intolerable! ¡Tenemos que luchar!

Mientras el enano hablaba, Bane observaba a Haplo por el rabillo de sus azules ojos, con una leve sonrisa en los labios suavemente curvados. El muchacho estaba complacido consigo mismo; sabía que le llevaba un paso de ventaja al patryn en la partida que jugaban, fuera la que fuese.

—Ten calma —pidió Haplo al enano—. Pensemos en esto un momento.

Si Bane tenía razón en lo que decía, y Haplo se vio obligado a reconocer que la sugerencia parecía sensata, era muy probable que los elfos hubieran aprendido a hacer funcionar la Tumpa-chumpa, algo que nadie había conseguido hacer desde que los sartán habían abandonado misteriosamente su gran máquina, tantos siglos atrás. Y, si los elfos sabían ponerla en acción, también sabrían controlarla, controlar sus acciones, el alineamiento de las islas flotantes, el agua y, en definitiva, todo aquel mundo.

«Quien domina la máquina, domina el agua. Y quien domina el agua, gobierna a quienes deben beberla para no perecer.»

Palabras de Xar. El Señor del Nexo esperaba llegar a Ariano como salvador, para imponer el orden en un mundo en caos. No le interesaba presentarse en un mundo forzado a la sumisión por el puño de hierro de los elfos de Tribus, que no cederían su dominio por las buenas.

Haplo reflexionó y comprendió que estaba cometiendo la misma torpeza que Limbeck. Dejaba que lo preocupase algo que podía no tener la menor importancia. Lo primero que debía hacer era averiguar la verdad. Era posible que la condenada máquina se hubiera descompuesto, sencillamente, aunque la Tumpa-chumpa, por lo que le había contado Limbeck en el pasado, era muy capaz de repararse a sí misma y así lo había hecho durante todos aquellos años.

Pero cabía otra posibilidad, se dijo el patryn. Y, si tenía razón y ésa era la verdadera situación, los elfos debían de estar tan desconcertados y preocupados como los enanos ante la inactividad de la Tumpa-chumpa. Se volvió hacia Limbeck.

—He entendido que sólo os desplazáis por el Exterior durante las tormentas y que utilizáis éstas como camuflaje, ¿es así?

Limbeck asintió. Finalmente, consiguió ajustarse las gafas.

—Y ésta no va a durar mucho más —apuntó.

—Tenemos que descubrir la verdad acerca de la máquina. No querrás enviar a tu pueblo a una guerra sangrienta que tal vez sea innecesaria, ¿verdad? Tengo que entrar en la Factría. ¿Puedes ayudarme? Bane asintió enérgicamente y murmuró: —Allí debe de estar el control central.

—Pero ahora la Factría está vacía. Allí no ha habido nada desde hace mucho tiempo.

—En la Factría, no. Debajo de ella —replicó Haplo—. Cuando los sartán (los dictores, como vosotros los llamáis) vivían en Drevlin, construyeron una red de salas y túneles subterráneos que ocultaron bajo la protección de su magia de modo que nadie pudiera encontrarlas nunca. Los controles de la Tumpa-chumpa no están en ningún lugar de la superficie de Drevlin, ¿verdad? —preguntó, mirando a Bane.

El muchacho sacudió la cabeza.

—No sería lógico que los sartán los dejaran al aire libre —respondió—. Más bien procurarían protegerlos, ponerlos a salvo. Naturalmente, los controles podrían encontrarse en cualquier lugar de Drevlin, pero lo más lógico es pensar que estarán en la Factría, que es donde nació la Tumpa-chumpa..., por decirlo de algún modo. ¿Qué sucede?

Limbeck parecía terriblemente excitado.

—¡Tienes razón! ¡Existen esos túneles secretos, ahí abajo! ¡Unos túneles protegidos por la magia! Jarre los vio. Ese..., ese otro hombre que estaba con vosotros, el criado de Su Alteza. El que andaba siempre tropezando con sus propios pies...

—Alfred —apuntó Haplo con una ligera sonrisa.

—¡Sí, Alfred! ¡Él llevó a Jarre ahí abajo! Pero ella —Limbeck recuperó su anterior expresión sombría— dijo que lo único que vio allí fue gente muerta. «¡De modo que es ahí donde estuve!», se dijo Haplo.
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Y no lo sedujo especialmente la idea de volver. —Aquí abajo hay más que eso —dijo, esperando que fuera verdad—. Veréis...

—¡Survisor! ¡Survisor jefe! —De la parte delantera de la nave les llegaron unos gritos, acompañados de un ladrido—. ¡La tormenta está amainando!

—Tenemos que irnos. —Limbeck se puso en pie—. ¿Queréis venir con nosotros? Aquí, en la nave, no estaréis seguros, una vez que los elfos la vean. Aunque, probablemente, la destruirán. Eso, o sus magos intentarán apoderarse de ella y...

—No te preocupes —lo interrumpió Haplo con una sonrisa—. Yo también tengo poderes mágicos, ¿recuerdas? Nadie se acercará a la nave si no lo permito. Pero iremos contigo. Necesito hablar con Jarre.

Haplo mandó a Bane a recoger sus ropas y, sobre todo, el diagrama de la Tumpa-chumpa que el muchacho había dibujada Luego se ciñó una espada con inscripciones rúnicas y guardó una daga con parecidos signos mágicos en la caña de la bota.

Se miró las manos y observó los tatuajes azules visibles en su piel. La vez anterior que había visitado Ariano, había ocultado los signos mágicos bajo unas vendas y tampoco había revelado su condición de patryn. En esta ocasión, no era necesario que ocultara su identidad. Ese momento ya había quedado atrás.

Se unió a Limbeck y a los dos enanos cerca de la escotilla. La tormenta soplaba con la misma fuerza de siempre, por lo que Haplo pudo calcular, aunque consideró posible que el huracán hubiera menguado un ápice para convertirse en un chaparrón torrencial. Granizos enormes continuaban golpeando el casco de la nave, y los rayos abrieron tres cráteres en la coralita durante el breve rato en que Haplo permaneció observando. Podía utilizar la magia para transportarse y hacer lo propio con Bane pero, para que funcionaran las posibilidades que regían su magia, tenía que visualizar exactamente adonde quería ir, y el único lugar de Drevlin que recordaba con claridad era la Factría.

De pronto, lo asaltó la ominosa idea de aparecer entre un círculo de llamas azules justo en medio del ejército elfo.

Estudió lo mejor que pudo, a través de la cortina de agua de la claraboya, los artilugios que utilizaban los enanos para viajar a través de la tormenta.

—¿Qué son esas cosas?

—Carretillas de la Tumpa-chumpa —explicó Limbeck. Se quitó las gafas y esbozó una sonrisa vaga que recordó por fin al Limbeck de antes—. Idea mía. Es probable que no lo recuerdes, pero te llevamos en una cuando estabas herido, esa vez que las zarpas excavadoras los llevaron arriba. Ahora hemos vuelto las carretillas del revés y hemos puesto las ruedas en la parte abierta, en lugar de en el fondo, y las hemos cubierto de coralita. Cabrás en una de ellas, Haplo —añadió en un afán tranquilizador—, aunque estarás bastante justo e incómodo. Yo iré con Lof. Tú puedes ocupar la mía...

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