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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (66 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Las dos muchachas miraron el rostro aguileño del hombre con idéntica furia, aunque en el de Elizabeth se leía cierto temor. No había perdido a su niño todavía; sin embargo, una nueva cabalgata en esas condiciones podía ser fatal. Jim, que percibió el atisbo de miedo, no hizo nada para tranquilizarla. Si quería llevarse a Pequeña Brasa de allí, debía ser inflexible. Ya vería cómo se las arreglaba cuando la tuviera en su tierra, como su mujer. Tal vez Luna Azul colaborara en la tarea, enseñando a la joven de Boston a vivir como una cherokee.

El resto de la noche transcurrió sin sobresaltos y cuando al amanecer emprendieron la marcha Jim Morris descubrió que, al menos en su odio hacia él, aquellas dos mujeres se sentían unidas.

La morosidad con que el gobierno resolvía los asuntos de frontera irritaba tanto a los de un bando como a los del otro. Rumores de atrocidades cometidas por ambos surcaban el desierto y los espíritus se alimentaban de odio. En el medio de la lucha, el gaucho optaba por ayudar al indio cuando huía de la autoridad y por plegarse al blanco si buscaba vengarse de algún atropello.

El capitán Pineda fumaba en su despacho de la comandancia, luego de un día agitado.

—Están todos alzados, como una manada de machos cabríos, tanto del lado de Chile como del nuestro, malhaya... Ni las remesas de trigo son promesa suficiente para ellos ahora.

—Es por culpa de Calfucurá. El muy ladino sabe cómo engatusarlos. Hasta lo toman por adivino.

Pineda lanzó un escupitajo desdeñoso ante las palabras de su baqueano. Los dos hombres habían entablado una firme amistad en esos meses de correrías por la línea de frontera.

—¡Quiá! Veremos si adivina su propia suerte, entonces —repuso—. Porque se las verá fieras cuando el ejército arremeta, dentro de poco. Los chilenos los están azuzando, les conviene mandarlos para este lado de la cordillera, pues roban ganado que comercian allá a buen precio. ¿No ha visto, Pereyra, con cuánta largueza andan negociando los ministros chilenos con los caciques? El gobierno argentino reclama y se hacen los sordos, pero ya vendrá el momento, ya vendrá.

—¿Y para cuándo será eso, mi capitán?

Pineda soltó una columna de humo que se mantuvo suspendida ante sus ojos un instante y respondió, pensativo:

—Había creído que sería ya mismo, pero no. Vaya uno a saber qué piensan los de la ciudad. Como ellos no están acá, helándose las patas en los fortines...

Permanecieron en silencio unos momentos hasta que Laureano Pereyra preguntó con cierto reparo:

—¿Y al mocito ése, amigo de don Zaldívar, usted le cree?

—¿Por qué no? Si él mismo fue atacado.

Ante la falta de respuesta, Pineda lo observó con atención.

—¿Acaso usted desconfía?

Pereyra se encogió de hombros.

—Usted perdone, mi capitán, yo llevo años detrás de estos indios y a mí se me hace que ese hombre no es lo que parece.

—A ver si me aclara, Pereyra, que la noche es fría y no tengo ganas de adivinanzas.

—Para mí, el tal Peña y Balcarce es un indio nomás. Y de los bravos.

El capitán Pineda sintió un escalofrío hasta en los huesos. ¿Sería el señorito ese un espía de Calfucurá? ¿Podría tenerlos engañados a todos, incluido al mismo Armando Zaldívar? Pobre hombre si era así, cobijando bajo el alero de su casa a uno de los asesinos de su propio hijo...

Como invocado por las palabras del capitán, apareció Francisco en el patio del fortín, después de dar el santo y seña a los guardias. Se reponía con rapidez de sus heridas en la estancia de los Zaldívar. Don Armando había partido a la ciudad para dar a su esposa la triste noticia del ataque indio. No quiso que se enterara por otros, pues temía la reacción de la frágil mujer ante la desaparición de su único hijo. Francisco hizo suyo el dolor del padre al ver a aquel hombre cabalgando con entereza rumbo a tan triste misión.

Fran se presentó en la comandancia, sin advertir el efecto que provocaba en aquellos hombres que acababan de nombrarlo.

—¿Qué lo trae por acá, señor Peña y Balcarce?

—Espero no interrumpir —dijo, al ver al baqueano con cara de pocos amigos.

—En absoluto. Siéntese.

El capitán hizo sitio, empujando los papeles que cubrían su modesto escritorio.

Pineda era un hombre respetado por su gente. El capitán compartía las estrecheces de la vida de campaña con el resto de la guarnición sin rechistar. Jamás hacía ostentación de su cargo y trataba de ser justo en aquellas circunstancias donde la línea entre el bien y el mal se difuminaba.

Los hombres se saludaron con un gesto sobrio.

—Vea, capitán, vine por un asunto delicado en el que espero toda la ayuda que pueda darme.

—Usted dirá.

Francisco sabía que la horrible muerte del doctor Nancy había causado pavor entre los soldados y, a pesar de que el francés no era apreciado debido a su carácter presuntuoso, su suerte había sido demasiado espeluznante como para no compadecerlo. Su cuerpo, despojado de la cabeza, fue enterrado en el terreno contiguo a la empalizada, donde también se levantó una cruz de dos palos como recordatorio. No se sabía si tenía familia que lo reclamase, de manera que ésos serían los honores por el momento. En cuanto a las reliquias que el hombre destinaba a su museo europeo, nadie conocía dónde las guardaba así que, al cabo de unos días, el asunto pasó al olvido. Y hubo que solicitar nuevo médico al Fortín Mercedes, uno de los más importantes en la línea de frontera. Dando por sabido todo esto, Francisco fue al grano:

—Necesito una partida de hombres para rescatar a la señorita O'Connor.

El capitán Pineda aplastó su cigarro sobre la madera y guardó silencio. Pereyra parecía incómodo, jugaba con su rebenque y miraba la punta de sus botas. Fran dejó pasar un tiempo prudencial y luego, impaciente por la falta de respuesta, agregó:

—Serán recompensados.

Pineda levantó la cabeza y se atusó el bigote, pensativo.

—Mire, señor, le voy a ser franco. No es cuestión de dinero. Necesito todos los hombres que pueda usar en la defensa de la frontera. Créame si le digo que emplear aunque sea cinco de ellos en una causa particular sería criminal, por las consecuencias que pudieran sobrevenir.

Fran sintió el temido latir en las sienes al escuchar semejante excusa, pues no le cabía duda de que se trataba de eso. Elizabeth no era la primera mujer cautiva ni sería la última, y adentrarse en territorio indio para recuperarla podía significar la muerte. Todos lamentaban la suerte de la maestra de Boston y esperaban que, al menos, diese con un esposo indio que la protegiese de las represalias de las mujeres y de los trabajos forzados a que se veían sometidas las blancas arrancadas de su civilización. Otra cuestión ensombrecía las miradas de todos: el ultraje. Una mujer blanca jamás podría regresar con facilidad a la sociedad de la que había sido arrebatada, pues esa sociedad prefería verla muerta antes que mujer de un indio, tal era el odio engendrado entre las civilizaciones opuestas. Aunque no todos pensaban así, la mayoría sentía mayor la afrenta que la compasión. Él mismo había amenazado a Elizabeth con ejecutarla antes de que cayese en manos de los salvajes. Sin embargo, prefería tenerla entre sus brazos que matarla en vida, olvidándola.

—Entiendo sus razones, capitán, le aseguro que don Armando Zaldívar está muy dispuesto a colaborar con la guarnición en lo que sea. Sé que me acompañaría si estuviese aquí, pero acaba de partir hacia Buenos Aires.

—Me pone usted en una situación difícil, señor —objetó el militar—. No depende sólo de mí.

—Aun así, si usted da la orden...

—Meter a mis hombres en territorio indio sin salvaguarda de ningún tipo sería mandarlos a una muerte segura.

—El gobierno está organizando el rescate de todos los cautivos —dijo Francisco, enterado ya de los proyectos que se amasaban en la ciudad.

—Llevará su tiempo, supongo. Y cuando se haga será a lo grande, con el respaldo de un ejército, algo que, como usted puede ver, nos falta aquí.

El capitán Pineda hablaba con voz pausada y sin alterarse, aunque Francisco percibía soterradas emociones bajo su apariencia controlada. Pereyra parecía deseoso de dar su opinión en aquel diálogo forzado.

—¿Entonces no se hará nada por salvar a una mujer indefensa de su cautiverio?

La voz de Francisco adquirió matices afilados y amenazantes, lo que motivó un respingo de Pereyra.

Fran no era consciente del aspecto que ofrecía, con su cabello crecido, la barba de varios días, la expresión adusta que acentuaba sus facciones toscas y aquellos ojos extraños, iluminados en ese momento por la ira. Pasaría por cualquier cosa antes que por un mocito bien de Buenos Aires. El capitán lanzó una mirada de reojo a su baqueano, como dándole la razón acerca de sus sospechas. Francisco podría ser un Peña y Balcarce, pero se parecía mucho más a un gaucho matrero.

—No puedo prometerle ayuda, a menos que me lleguen refuerzos —mantuvo con firmeza, pese a la actitud hostil del visitante.

—Condena a la señorita O'Connor a una existencia miserable, por no decir a una muerte ignominiosa —bramó Fran, poniéndose de pie.

El baqueano se interpuso, como si pudiese atajar la furia del hombre.

—Si me permite un consejo, amigo —dijo, ante la sorpresa de Pineda—. No arriesgue la vida de los hombres por una cautiva.

Esas palabras tuvieron el efecto de encender a Francisco como no lo había hecho ninguna cosa hasta entonces. Pateó la silla hacia atrás, incrustándola en la puerta con estrépito, y tomó a Pereyra por el cuello de la camisa, pegando su nariz a la de él para que no se perdiese ni un ápice de su respuesta.

—Dígamelo cuando rapten a su esposa o a su hija, "señor". Sólo un cobarde negaría su protección a una dama.

Antes de que desenvainasen el cuchillo, como era de esperar, el capitán los sujetó de los hombros para contenerlos y habló con voz firme que no admitía réplica:

—Calma. Los dos tienen razón.

Francisco y Pereyra se miraron con furia, manteniendo una postura combativa, mientras el capitán continuaba.

—Lo que mi baqueano le dice, señor, es que a veces las mujeres robadas nos dan el esquinazo.

Ante la expresión incrédula de Fran, prosiguió:

—No es la primera vez que un hombre se atreve a negociar con el indio un rescate, o a caerle encima con toda la tropa para recuperar a su mujer y, cuando se cree victorioso, resulta que ella elige quedarse en la toldería, fiel al crinudo que la tomó por la fuerza. No digo que sea la naturaleza de la señorita —agregó con rapidez, al ver la cara de Francisco—, pero hay que considerarlo cuando se trata de arriesgar el pellejo de tantos. No olvide que las cautivas, muchas veces, conciben hijos mestizos. ¿A qué mujer puede exigírsele que abandone a sus hijos?

Las razones del capitán no hicieron sino enfurecer a Francisco, al punto que temió por su cordura si permanecía un momento más en aquel sitio. La mención de un hijo provocó un nuevo dolor, hasta entonces desconocido, que le retorció las entrañas.

La rescataría solo, decidió. Era lo correcto, tomando en cuenta que había sido rudo con ella desde el primer día y la había convertido en una mujer deshonrada sin reparar en el daño. Ahora que sus sentimientos quedaron al desnudo, dejaría la piel a tiras si era necesario, y la recuperaría fuera como fuese. En cuanto a lo que decía Pineda, estaba seguro de que Elizabeth no le volvería la espalda, a pesar de los resentimientos que pudiese albergar hacia el "señor de la laguna".

Partió del lugar sin despedirse, dispuesto a preparar su rescate. Tendría que llevar provisiones y abalorios que atrajesen al indio, para el caso de que hubiese una negociación. Traspasó al galope el portón del fortín, sin escuchar la recomendación del capitán Pineda en medio del ruido de los cascos:

—¡No sea arrojado, amigo, aguarde los refuerzos del gobierno!

Cerró los sentidos a todo lo que no fuese el propósito que perseguía y enfiló hacia la hacienda. Si algún indio bombero lo veía recorrer el desierto de rocas y matorrales a la velocidad del viento, inclinado sobre el lomo del animal, con el semblante contraído y los músculos tensos, pensaría que se trataba de un pampa, con el negro cabello ondeando sobre sus hombros y los ojos entrecerrados, fijos en el camino, en una meta que, a partir de ahora, se convertiría en la razón de su vida: Elizabeth.

CAPÍTULO 29

Jim Morris las sometía a una marcha forzada a través del territorio más desolado que Elizabeth hubiese visto. Sólo rocas y montes espinosos constituían el paisaje del que el agua parecía haberse evaporado para siempre. Cada tanto, una hondonada recordaba que allí había desembocado un río, aunque de aquella laguna sólo quedaba un fondo salino que el sol convertía en plata bruñida. Tenía sed, se sentía sucia y le dolía todo el cuerpo. Había sido un milagro no haber abortado durante el ataque a la galera. Si ese niño estaba tan aferrado a su seno sería porque de él iba a sacar las fuerzas para salir adelante.

Elizabeth miró de reojo el perfil de su captor. Nada conservaba del gentil pasajero que le procuró compañía al descender del
Lincoln.
Sus facciones endurecidas parecían talladas sobre piedra, llevaba el cabello en una coleta, rozando los omóplatos, y su vestimenta cada vez se asemejaba más a la de cualquier indio. Ella había percibido un atisbo de ese salvajismo el día que Jim Morris la visitó en la capilla y la acompañó hasta la laguna. Ahora la mutación era completa. Aquel hombre cortés, vestido con ropa elegante y modales de caballero sureño, se había ido despojando de las capas de civilización para quedar en su esencia desnuda, igual que las rocas que los rodeaban por todas partes. ¿Cómo pudo equivocarse tanto? Ella, que consideraba al señor de la laguna un energúmeno, tenía frente a sí la prueba de que otros podían superarlo. Francisco, por lo menos, había sabido ser tierno cuando hizo falta.

—No piense tanto, Elizabeth, o se le calentará la cabeza.

Indignada porque ese hombre supiese que estaba pensando en él, clavó la vista en el camino y se mantuvo callada.

Pulquitún marchaba unos metros al costado, por un sendero paralelo, sin dignarse a echarles una mirada. Elizabeth no la culpaba por su actitud hostil: ella también era una prisionera, por lo que pudo deducir. Al principio la creyó celosa, luego comprobó que detestaba a Morris tanto o más que la propia Elizabeth.

Jim decidió hacer un alto al llegar el sol al cénit, para evitar la insolación. Las mujeres no llevaban sombreros y sus rostros sofocados le decían que aguantarían poco más sin beber agua ni descansar. Claro que ninguna de las dos lo reconocería. En tozudez, no creía que hubiese diferencias entre la india y la dama de Boston. Se encaminó hacia una cueva que formaba una sombra protectora con su alero rocoso. Desmontaron, y Pulquitún se ocupó de desensillar los caballos y frotarlos, tarea que parecía agradarle. Jim fabricó una especie de nido con las mantas que traía enrolladas sobre el lomo de Sequoya e instó a Elizabeth a recostarse sobre ellas. Le tendió la cantimplora y la muchacha bebió con afán. Él se la quitó antes de que pudiese dar el tercer trago.

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