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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (69 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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La voz enronquecida le resultó familiar y a la vez extraña.

—Madre, la maestra despertó.

Hubo un movimiento a su izquierda y otro rostro, curtido y bello, apareció ante sus ojos. Reconoció a la mujer que la cuidaba. El tacto de sus manos y sus susurros tranquilizadores eran recuerdos familiares. Elizabeth intentó sonreír a su vez.

—Beba esto.

La mujer india acercó a los labios de Elizabeth un cuenco que despedía un olor amargo y, sin embargo, reconfortante. La joven se entregó a los cuidados sin oponer resistencia. Después de todo, había estado en manos de aquella gente desde hacía... ¿cuánto tiempo?

Su mirada fue interpretada por Huenec, que respondió con sencillez:

—Lleva tres días aquí.

El líquido discurrió a través de la garganta, provocando escozor, y Elizabeth tosió.

—Un poco más.

Obediente, bebió otros dos sorbos y apoyó la cabeza con cansancio sobre el cojín de lana.

—Tiene mucha fiebre —explicó la mujer con voz suave—, pero su cuerpo no se cura porque hay mucha tristeza.

Aquellas palabras simples expresaban tanta verdad que Elizabeth se sorprendió de no haber aplicado ese pensamiento otras veces. Recordó, con la imprecisión de un sueño lejano, que alguien padecía una enfermedad del espíritu. Allí mismo, donde ella yacía, había escuchado las palabras que lo afirmaban. ¿Tendría ella la misma dolencia? ¿Y quién era el que la sufría? Su mente no podía relacionar los recuerdos desmenuzados que se agolpaban sin sentido y gimió, derrotada.

—¿Misely? —dijo el indio, consternado.

—No es nada. Tiene que acostumbrarse a lo que ve —intervino la mujer.

Era increíble la percepción de aquella india, nada escapaba a su mente. Elizabeth cerró los ojos, fatigada, y permitió que las manos sanadoras cambiaran la compresa y palparan su cintura a través de la manta. No escuchó el murmullo que siguió, pues cayó en un sopor sin descanso.

—Ahora entiendo —dijo despacio Huenec—. La mujer
huinca
lleva un hijo en su vientre.

Tanto Tayin como Eliseo se sobresaltaron con la noticia.

—Necesito medicina más fuerte —dijo la tehuelche con firmeza—. Hijo —y era la primera vez, desde su regreso, que lo llamaba de ese modo—. Ve a buscar a "la abuela".

Eliseo tragó saliva, preocupado. Si necesitaban a "la abuela", que vivía sola en el monte, la situación debía ser delicada. Se incorporó y salió a todo correr, rumbo a la soledad del desierto.

Huenec pasó su mano grande y callosa sobre la frente de Elizabeth.

—Kooch
te protege, tu
hámel
debe nacer.

Francisco alcanzó los roquedales próximos al Azul tíos días después de la partida, a lomos de un alazán de las cuadras de El Duraznillo.

Durante la travesía, encontró algunos pampas y parlamentó con ellos, una vez seguro de que no iban en malón. Su escaso conocimiento de la lengua no impidió los intercambios de rigor: cigarros y azúcar por un lazo de tripa y plumas de avestruz. Eran pampas de Cachul, pacíficos. Por ellos supo que en los alrededores no habían cautivado mujeres. La noticia lo decepcionó, aunque un dato dicho al azar le dio esperanza: el hijo del Calacha había regresado con su padre. Después de haber maloqueado con los salineros, el rebelde había sentado cabeza. Francisco pensó que si lograba aliarse con el muchachito podría recibir ayuda en el rescate. Recordaba a Eliseo como un jovencito arrogante y de mal genio, pero hasta el más taimado sabía reconocer el valor de una recompensa. Si no iba de buen grado, al menos iría por codicia. Fran hizo tintinear las monedas en su faltriquera, ilusionándose con poder comprar a Elizabeth y pagar la ayuda que le brindasen. Lamentaba no contar con Gitano. ¿Quién hubiese dicho que el desgraciado de Jim Morris se aliaría con los alzados de las Salinas? Nunca le había gustado, ahora entendía la razón. Sin embargo, le costaba imaginarlo dañando a Elizabeth, cuando parecía desearla. De seguro la habría forzado a compartir su lecho. Pensarlo le produjo un estallido en la cabeza. Buscó el tónico y tomó un sorbo. Debía cuidarlo, o no llegaría a rescatar a la maestra antes de terminarlo. Todavía no imaginaba cómo encararía la situación de su doble personalidad. Por más que demoraba el sueño cada noche tratando de hallar la mejor solución, no acababa de decidir si presentarse como Santos Balcarce, el naturalista aficionado, o Francisco Peña y Balcarce, el loco de la laguna. A juzgar por su aspecto, era más fácil convencer a Elizabeth de ser este último.

El alazán trepó a una loma sin dificultad y desde allí Francisco dominó el panorama: un monte espeso se levantaba como un manchón en el desierto, y de él partían dos figuras. A pesar de la distancia, distinguió con claridad que una de ellas llevaba un poncho pampa. La otra era más pequeña, no podía saberse si era hombre o mujer, pues sus ropas eran un montón de trapos superpuestos. Francisco espoleó al caballo para descender de la loma antes de ser visto. Si bien no parecían peligrosos, podían llevar armas. Tal vez fueran del campamento donde retenían a Elizabeth o, al menos, podrían darle razón de ella. Las novedades corrían por el desierto de manera asombrosa. Una mujer blanca no pasaría desapercibida.

Al cabo de varios kilómetros, la abuela obligó a Eliseo a detenerse. Sus huesos ya no resistían la cabalgata y nadie iba a imponerle un ritmo al que no estaba acostumbrada.

—Hágame dar un poco de agüita, hijo.

Eliseo la miró con impaciencia. Se le hacía eterno el viaje hacia los toldos con la vieja. No hacía más que quejarse de todo: la montura, el frío, el calor, la sed... Esperaba que aquella mujer conservase toda su ciencia pues, por lo que él veía, sólo era una vieja medio loca, empeñada en vivir sola en medio del monte, sin otra compañía que los pumas.

Sacó su cantimplora y le ofreció un trago de agua.

—¡Puaj! Está caliente —protestó la abuela—. Qué, ¿no tienes agüita fresca?

—Se calienta por lo que tardamos,
cucu
—le respondió de mala gana.

No sabía si la abuela era tehuelche, como los de su raza, o se había mezclado con los araucanos del otro lado, como ocurría con la mayoría de los indios. La mujer hablaba "la castilla" como si fuese su lengua madre.

—Dame una ginebra, entonces. ¿No tienes?

Eliseo resopló. ¡Linda abuela llevaba para curar a Misely! ¿Sabría su madre que la mujer empinaba el codo? Estaba a punto de contestar algo despectivo cuando la vieja se tocó la frente y lanzó un alarido que parecía el grito de un chimango. Eliseo sintió erizarse la piel bajo el poncho.

—Ay, ay, ay, ay, ay... —canturreó la abuela, meciéndose sobre el lomo del caballo que le habían prestado.

—¿Qué pasa,
cucu
? ¿Qué tiene?

—Ay, ay, ay, ay, ay... qué pena que me da, tanta tristeza, qué pena...

Creyendo que la mujer desvariaba, Eliseo se aprestaba a conducirla de nuevo hacia el monte, dispuesto a asumir la responsabilidad de volver con las manos vacías, cuando avistó al jinete. Montaba un regio alazán y marchaba hacia ellos sin temor. Parecía un gaucho matrero, aunque...

Entrecerrando los ojos, Eliseo escudriñó al hombre surgido de la nada. A medida que se perfilaba mejor, captó algo familiar en el modo de cabalgar, una actitud autoritaria que le traía un recuerdo. Los hombros anchos, inclinados hacia adelante, cierta languidez en los movimientos propia del que se siente seguro de sí, cada rasgo que se revelaba lo ponía más nervioso, pues su corazón le estaba diciendo algo que su mente no aceptaba: ¡el hombre de la laguna!

Y de pronto, junto a esa convicción, surgió otra, más dramática: el padre del hijo de Misely. Sólo esa razón justificaba su presencia en aquel desierto. Eliseo albergó la aviesa intención de ocultarle el paradero de la maestra, pues nunca había aceptado a aquel hombre, cuando la abuela intervino con su voz cascada, desbaratando sus propósitos:

—¿Este será el que viene por la enferma?

Fran alcanzó a escuchar la frase, aun en medio de las ráfagas de viento, y azuzó al caballo hasta casi tocar las cabalgaduras de los otros.

—Buenas —dijo sin preámbulos—, ¿van para las casas?

No aclaraba las casas de quién, esperando que esa información le fuese brindada.

—Ay, ay, ay, sí, señor, así es, vamos para lo de mi
ñañug,
que tiene a alguien "malito" en su
ruca.

Eliseo miró con rabia a la vieja. La "abuela", como la llamaban en la toldería, no era pariente de ellos. Si llamaba "nuera" a Huenec sería por una cuestión de edad, o tal vez porque se consideraba madre de todos los hombres del grupo. Las palabras, dichas en
mapuzugun,
revelaban que no era tehuelche.

—¿Usted —preguntó con hostilidad—, para dónde va? Francisco observó al joven y sintió la misma familiaridad que había captado Eliseo antes.

—Voy en busca de una mujer blanca —respondió sin rodeos.

Un muchacho y una vieja no eran rivales para él. Si sus palabras despertaban sospechas, no correría riesgos.

—Entonces vamos juntos —repuso la vieja con aire satisfecho—. Y si el señor tiene una ginebra para que esta pobre mujer moje su gorguero, se agradece.

La rabia de Eliseo podía palparse. Francisco no era bienvenido en la comitiva y esa convicción lo decidió a ir con ellos. Eso, y las palabras anteriores de la vieja sobre "la enferma". Poca cosa para fundar tamaña esperanza, pero en medio del desierto y sin rastros de Elizabeth, debía aferrarse a cualquier indicio. Sacó de entre sus ropas una botellita forrada en cuero y la extendió hacia la vieja que, golosa, trasegó el líquido como un hombre.

—Buen licor —comentó, chasqueando la lengua.

Eliseo rehusó el ofrecimiento de beber y les dio la espalda, enfilando hacia los toldos, tan huraño como cuando el hombre de la laguna despertaba el odio en su pecho.

Marcharon a través de las soledades durante horas, sin hablarse. La abuela cabeceaba sobre el lomo de su caballo viejo, manteniéndose erguida de modo misterioso. A veces, murmuraba letanías con las que acompañaba el paso lento de los animales. Al atardecer, cuando el cielo del oeste se tragaba toda la luz, divisaron unas elevaciones cubiertas de vegetación espinosa y hacia allí se dirigieron, siempre tras el joven indio, que parecía seguro del camino.

Francisco reconoció la toldería del Calacha, donde había sufrido aquel bochornoso ataque hacía tantos meses, y volvió la vista con rapidez hacia el indio que los guiaba. ¿Cómo no lo supo antes? ¡Eliseo, el alumno hostil de Elizabeth! Estaba cambiado y, sin embargo, su estampa le había parecido conocida. Ese descubrimiento lo embargó de alegría y avanzó en un trote largo hacia los promontorios rocosos. No escuchó la voz airada de Eliseo, aunque sí el grito áspero de la vieja:

—¡Huija, apurado va el que viene por lo suyo!

Los cascos del alazán retumbaron en la toldería y las mujeres asomaron sus cabezas, curiosas. El campamento estaba iluminado por los fogones encendidos en cada tienda.

Francisco no recordaba cuál era la del Calacha y no hizo falta preguntar, pues la aparición de una mujer alta en una de ellas lo llevó hacia allí. Huenec contempló la figura del hombre y en un santiamén reconoció el "mal del espíritu" que le había pronosticado tiempo atrás. Así, pues, la tristeza de la mujer blanca venía de allí. Más atrás, las siluetas de su hijo y de la abuela la tranquilizaron. Necesitaba toda la ayuda que pudiera obtener de la magia curativa de aquella mujer.

Ignorando a Francisco, Huenec se aproximó a los otros y ayudó a la vieja a desmontar.

—Ay, ay, ay, ay... —gimió la abuela—. Ya no estoy para estos trotes. ¿Qué me trae por acá, si se puede saber?

—Un mal muy grande, abuela, que no puedo sacar yo sola. La vieja miró a Huenec con ojillos astutos y repuso, más complaciente:

—Vayamos, pues.

Descolgó una bolsa sucia de la montura y la cargó sobre su hombro, echando a caminar junto a Huenec sin ocuparse del recién llegado ni de Eliseo. Cierta dignidad se desprendía de su menudo cuerpo.

Una vez adentro, se dirigió sin dudar al lecho de Elizabeth, acercando el cuarteado rostro para aspirar los humores del mal que rodeaba a la joven. Sacudió la cabeza y se dejó caer a un costado del catre, hurgando en su bolso mientras mascullaba. Huenec permanecía junto a ella, observando.


Cutrán... cutrán...
—decía sin parar la vieja, mirando de reojo la reacción de los testigos.

Con esas palabras, reconocía la existencia de una enfermedad en el cuerpo de la paciente. Huenec, Tayin y los demás reconocían las voces araucanas porque la convivencia había entremezclado los vocablos y en la vida cotidiana se hablaba tanto la lengua madre como la del pueblo dominante y hasta la castilla del blanco. Ese colorido vocabulario impactó en los oídos de Francisco cuando entró, agachado, para esquivar la colgadura de cuero. Elizabeth.

Una punzada de dolor le atravesó el pecho al verla tendida entre las rústicas mantas y, al mismo tiempo, lo inundó el alivio de saberla viva. Contuvo el impulso de arrojarse sobre el lecho al sentir fija sobre él la mirada de Eliseo. Quería constatar si respiraba, si conservaba sus dulces colores y, sobre todo, quería asegurarse de que nada malo le hubiese sucedido en su cautiverio. Apretó los puños hasta hacerse daño mientras contemplaba la palidez de la joven a través del humo que invadía la estancia. La vieja seguía susurrando mientras sacaba objetos de su bolsa: un ovillo de hilo sobado con sal, unas piedritas, un manojo de yuyos que arrojó al fuego sin consultar a nadie y un jarro que extendió hacia la esposa del Calacha, ordenando que fuese llenado.


Pulque
—decía, sacudiendo el jarro.

Tanto Eliseo como Francisco fruncieron el ceño, pues ambos habían visto a la vieja beber con fruición durante el camino. Huenec los ignoró y ordenó que se cumpliese la voluntad de la abuela.

Siempre inmersa en sus rezos, la vieja sacó de la bolsa dos palitos con plumas de ñandú en la punta e indicó a dos mujeres de la tribu que los sostuvieran, mientras ella rellenaba dos calabacitas con piedras para entregarlas a dos hombres. Miró en derredor, buscando a los candidatos, y se topó con los rostros desconfiados de Francisco y Eliseo. Como si le divirtiera la situación y estuviese a punto de cometer una travesura, la abuela extendió esas maracas improvisadas a ambos hombres que, en su desconcierto, las tomaron sin objetar.

La vieja se mostró dudosa de pronto, mirando hacia todas partes, hasta que Huenec interpretó su dilema: había que sacrificar un animal, ya que el hilo sobado debía anudarse en torno a un corazón sangrante, formando un rosario que se colgaría del cuello. El dedo sarmentoso se levantó, dibujando círculos en apariencia al azar sobre la escasa concurrencia de la tienda, hasta detenerse en la figura imponente de Francisco.

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