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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (42 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Por fortuna, no. No quedaría nada de mí si lo hiciese. Soy una mujer delicada y este lugar polvoriento hace estragos en mi salud.

Como para ilustrar lo que decía, tosió sobre el pañuelito.

—Vengo cuando los hombres de mi familia se demoran en regresar a Buenos Aires. Como en esta Navidad, por ejemplo. Si hubiese permanecido en mi casa de la ciudad, estaría sola como un hongo. Aunque algo de bueno trajo la ingratitud masculina, me permitió conocerla. Es usted una joven interesante, Elizabeth. Me pregunto cuáles son sus planes para el futuro.

La entrada de Chela con el té y los pasteles dio tiempo a Elizabeth de pensar su respuesta. El hilo que tejía las conversaciones de la señora de Zaldívar no le quedaba claro, aunque sospechaba la intención. La criada depositó la bandeja y sonrió a la maestra con simpatía.

—Chela, atiende a los señores, sírveles del licor que está en el baúl del despensero. Luego puedes retirarte a descansar hasta la hora del té.

Una vez cerrada la puerta del recibidor, doña Inés volvió al ataque.

—Disculpe mi imprudencia al entrometerme en asuntos personales, Elizabeth. Sucede que no tengo muchas ocasiones de hablar con alguien como usted, en especial aquí en El Duraznillo, y al verla tan joven, entregada a una causa perdida...

Elizabeth frunció el entrecejo.

—¿Por qué perdida, señora Zaldívar?

—Por favor, llámeme Inés. Bueno, imagino que sus alumnos han de ser lo que se dice "salvajes", o poco menos.

—Son un poco díscolos, sí —sonrió la joven, al recordar escenas con los niños de la laguna—. Aunque no los cambiaría por ninguno, le aseguro.

Después permaneció callada, pensando que, en efecto, iba a cambiarlos por otros cuando regresara a Buenos Aires.

—El gobierno le debe tener reservada una escuela hecha y derecha, no me cabe duda, donde usted podrá poner en práctica sus enseñanzas con mayor éxito que aquí. Por otro lado, no es bueno que una joven de su clase se relacione con gente que no está a su altura. Salvo mi marido y mi hijo, ¿qué otros vecinos de calidad encontraría en la laguna? En Buenos Aires podrá reunir las dos cosas, trabajo y vida social, que es bastante intensa. Venga con nosotros después de Navidad, Elizabeth, y le prometo que pasará una temporada estupenda. Habrá bailes de Carnaval, agasajos, y podrá conocer la casa de verano que poseemos en las barrancas.

La tentación de regresar en la galera de los Zaldívar en lugar del carretón de Eusebio era grande, contaría con la compañía de Julián, que le haría menos amargo el viaje; sin embargo, una fuerza inexplicable le impidió acceder de inmediato.

—Le agradezco, todavía no conozco la fecha exacta de mi partida, aunque sé que será pronto. Tal vez, si todavía están aquí cuando me decida...

—Podemos esperar, no faltaría más. Viaja con su criada, ¿verdad?

—Lucía es, en realidad, criada de Aurelia Vélez. Ella me proporcionó su compañía para que yo pudiera venir hasta aquí.

Doña Inés sorbió el té para disimular la sorpresa que le produjo saber que la señorita O'Connor tenía relación con una mujer a la que la sociedad había privado de su trato. Claro que, siendo extranjera, quizá no considerase la situación de Aurelia tan criticable.

Elizabeth también aprovechó el silencio para preguntar lo que le interesaba saber:

—No sabía que el señor Santos fuese un viejo amigo de la familia.

—¿El señor Santos? —la esposa de Armando pareció perdida.

—Sí, creía que era empleado de la finca, pero veo que me equivoqué. Como lo conocí cuando vivía en la cabaña de los médanos...

Inés Durand no podía relacionar todos esos datos y mostró una expresión de tan sincera sorpresa que Elizabeth comprendió al instante su error.

—Oh, no quise parecer entrometida, doña Inés, le ruego me perdone si...

—No, no, al contrario, estoy de lo más intrigada. ¿Dice que hay un señor llamado Santos al que conocemos?

—Pues sí, el mismo que almorzó con nosotros hoy —dudó la joven.

Los ojos celestes de Inés Durand se abrieron como ostras y se entrecerraron después, con sagacidad, al ir comprendiendo la situación.

—Ah, ¿se refiere a Francisco? Por supuesto, los Peña y Balcarce son antiguos amigos. Fran solía visitarnos a menudo, aunque hacía tiempo que no pasaba una temporada con nosotros. El y Julián anduvieron juntos desde la infancia; por cierto, son bastante diferentes. Confío en que no se haya sentido, digamos... avasallada por Francisco.

Inés Durand dijo esto último mirando a Elizabeth con preocupación. La joven no respondió, atontada por el conocimiento de que el "señor Santos" era, en realidad, Francisco Peña y Balcarce. Recordó que Julián lo había llamado "Fran" con anterioridad. Una rabia incontenible le abrasó el pecho al sentirse burlada por el hombre de la laguna. No sólo los había atemorizado a ella y a sus alumnos, sino que se había presentado ante todos con un nombre falso. Las razones que podía tener para tal conducta se le escapaban y, a decir verdad, tampoco le importaban. El "señor Santos" podía irse al infierno, si de ella dependía. Casi ni escuchó las recomendaciones de la señora de Zaldívar, tanta era su furia.

—No sé en qué circunstancias conoció a Francisco, Elizabeth, pero me siento en el deber de prevenirla sobre su carácter, eh... algo dominante.

—¿Dominante?

—Puede decirse así, aunque "seductor" es la verdadera palabra. Francisco es conocido en la sociedad porteña por sus lances amorosos, y si bien nunca deshonró a ninguna joven de buena cuna, no sería honesta si no le advirtiese sobre sus inclinaciones. Usted es un bocado demasiado tierno y se encuentra muy sola en estos parajes.

Elizabeth captó el sentido del término usado por Lucía, "gavilanes". A él se refería la mujer cuando se preocupaba por su seguridad. También recordó la firmeza con que se impuso para impedir que ella lo cuidase durante su convalecencia. Todo cuadraba con lo que acababa de saber. Ella tenía algo a su favor, sin embargo: Francisco no sabía que estaba enterada de su farsa. El burlador podía ser burlado. Dominando su decepción, continuó su charla con Inés Durand, que derivó hacia temas más banales. En un momento, Elizabeth percibió que la dama se veía algo fatigada y, con tacto, sugirió que le vendría bien un paseo hasta la hora del té, dejando a la madre de Julián en libertad de recostarse un rato si lo deseaba.

Al salir del cuarto, encontró que los hombres habían partido, sin duda a recorrer los campos, de modo que se arrellanó en uno de los sillones para descansar. Al cabo de un rato, aburrida, salió al patio y echó a andar en dirección al camino lateral de la casa, flanqueado por eucaliptos. Caminó sin rumbo por donde la senda la llevaba, aspirando el aire mentolado. Presa del calor de la siesta, se quitó la pechera de encaje, dejando al aire la piel del cuello. Nadie la veía, así que no se cuidó del aspecto que podía ofrecer. Unos metros más adelante, le molestaron también los frunces del corpiño y soltó un poco las cintas, aumentando la porción de piel que escapaba del escote. El viento caliente no daba respiro, aunque al menos movía los pliegues de la falda de Elizabeth, que se sentía libre al caminar de esa manera, sola por el campo. Al llegar a una curva, la tomó sin pensarlo y vio que se trataba de un atajo que conducía a la casa principal desde atrás, usado con probabilidad por los peones de a caballo. Siguió andando, sacudiendo la pechera de encaje con una mano y levantando la falda con la otra, para evitar que se ensuciara, hasta que tuvo la incómoda sensación de ser observada. La sospecha la tornó prudente y aminoró el paso. Comenzó a caminar de puntillas sobre la tierra apisonada y dura, como si huyese de alguien, y habría intentado hacerlo de no haber sido atrapada por una mano firme que la sacó del camino con un brusco tirón. Se encontró cara a cara con el "señor Santos", que la miraba con expresión seria.

—No debe aventurarse sola por los campos —la reconvino, sin soltarla.

Elizabeth tiró de su brazo sin conseguir zafarse.

—Estamos dentro de la estancia —le respondió desafiante—. Nada puede suceder.

—Si cree de verdad eso, es más tonta de lo que parece.

Elizabeth sacudió el brazo, enfurecida, hasta que pudo escapar de la garra del hombre.

—¿Me estaba espiando, "señor Santos"?

La manera insidiosa en que la joven pronunció su nombre debería haber advertido a Francisco, pero él estaba concentrado en dos cosas: la imprudencia de la señorita O'Connor y la visión de su escote.

—Agradezca que lo hice, señorita. Estos no son tiempos de paseos campestres.

—Los indios no van a irrumpir en la estancia del señor Zaldívar —contestó ella, aunque no estaba muy segura de lo que eran capaces de hacer los indios.

—Tal vez —repuso él con tranquilidad—, aunque no sólo debe cuidarse de los indios.

—Ah, ¿no? ¿Y de quiénes más?

—Hay mucha gente en una estancia, peones que vienen por sólo una temporada, gente que nadie conoce salvo por su trabajo, y que pueden resultar peligrosos para jóvenes inconscientes como usted.

La rabia, acumulada desde horas antes, se le subió a la cabeza como un vino caliente y Elizabeth se enfrentó a Francisco con el semblante acalorado.

—¿Cómo se atreve a denigrarme de ese modo? No es la primera vez que sugiere que no sé cuidarme. Le aclaro, "señor Santos", que soy muy capaz de manejarme sola.

Francisco la contemplaba entre divertido y molesto. Al parecer, la señorita maestra no recordaba el episodio de la pulpería en Dolores. Sería cuestión de refrescarle la memoria.

—¿Así que es capaz de defenderse, señorita O'Connor?

—Por cierto.

—¿Y qué haría usted si un hombre la sujetase así, por ejemplo? —y Francisco acompañó sus palabras con un abrazo repentino, tomando a Elizabeth por la cintura y pegándola a su pecho.

La joven soltó el aire, sofocada, y no pudo separar su cuerpo por más que empujó con sus manos el fornido pecho. Francisco la mantenía apretada con ridícula facilidad, convirtiendo en burla la aseveración anterior. Ella lo miró con furia y se quedó helada al percibir un brillo especulador en los ojos de él. Siempre le habían maravillado los ojos de Santos, a causa de su semejanza con los de un felino. En ese momento, mientras la miraban con voracidad, casi olvidó que se trataba de un hombre y sintió un escalofrío recorriendo su espalda. Entre el pecho voluptuoso de Elizabeth y el sólido de Francisco, el vientre aplastado contra la hebilla del cinturón, la joven sintió que algo duro y amenazador se incrustaba en su pelvis. No podía creer que fuera lo que estaba pensando. Iba a lanzar una exclamación cuando la cabeza de Santos bajó con brusquedad sobre la suya y su boca firme capturó la de Elizabeth con la misma facilidad con que pudo reducirla con una mano. La muchacha se revolvió, pero el abrazo era ineludible. Poco a poco, la tensión dio paso a una laxitud que la adormecía, como si sus piernas le fallasen. Los labios, sellados con fuerza para mostrar su rechazo, se le abrieron sin darse cuenta, permitiendo la intrusión de la lengua de Francisco, caliente y movediza, que hurgaba en todos los rincones de su boca como si se apurase a requisarla antes de que algo sucediera. Elizabeth no sabía si estaba consciente o no de lo que le pasaba, sus sentidos se colmaban del hombre que la sostenía y no supo cuándo aquellas manos comenzaron a recorrer su espalda, deteniéndose en la curva del trasero y presionando con fuerza. Casi al mismo tiempo, las manos indiscretas se movieron hacia delante, subiendo por las costillas y apropiándose de la parte inferior de sus senos. Todo aquello sin que la boca de Santos dejara de moverse sobre la suya, ni ella pudiese hacer nada para impedirlo. Sus pensamientos eran retazos que no se unían entre sí, manteniéndola en la confusión, como un animalito al que su depredador hipnotiza para poder atrapar con facilidad. De pronto, tan rápido como había empezado, el ataque se interrumpió y la voz del hombre se coló en la bruma de su mente.

—Ya ve, señorita O'Connor, que no es tan fácil defenderse como usted cree.

Las palabras se agolparon en la boca de Elizabeth, su pecho palpitó de ira y, como no pudo decir nada de lo que hubiese querido, lanzó sus puños contra el pecho que tenía delante, aporreándolo con alma y vida, acompañando los golpes con patadas en las rodillas del odioso Francisco Peña y Balcarce. Aun en medio de su furia, no le dijo que sabía quién era; guardaría esa carta en la manga para cuando le conviniese, quizá más adelante. Le haría pagar la mentira y la humillación. Decidió que saldría rumbo a Buenos Aires en compañía de Julián y de su madre. No pensó en el arrepentimiento que sentiría al abandonar a sus niños, no pensó en nada más que en castigar a aquel hombre prepotente.

Más tarde, cuando el sol estaba a punto de caer y Elizabeth aguardaba la llegada de Eusebio, tal como le había prometido a Lucía, la familia Zaldívar se reunió en torno a la chimenea apagada y doña Inés comenzó a repartir los regalos navideños que había preparado para la ocasión: una pipa nueva para Armando, pese a que el hombre prefería los cigarros, y pañuelos de hilo con las iniciales AZ bordadas en seda; un broche de plata para sujetar el pañuelo al cuello para Julián, junto con un libro de exquisita encuadernación; Francisco recibió un juego de navajas de afeitar con mango de nácar y Elizabeth, que no esperaba nada, se sorprendió al abrir una bolsita de terciopelo y hallar un precioso camafeo en cuya tapa esmaltada se dibujaban pétalos azules. Doña Inés recibió algo que su hijo y su esposo, en complicidad, le habían preparado: una diadema de perlas que se prendía al cabello por medio de horquillas invisibles.

Tras la algarabía producida por los regalos, recibieron la inesperada visita del doctor Nancy. El médico había querido acercarse a El Duraznillo para saludar en Navidad y se había hecho acompañar por un soldado del fortín. Al llegar, le sorprendió encontrar a una joven dama invitada de doña Inés. Sintió renacer en él toda su vena cortesana y se acomodó a su gusto para compartir lo que restaba de la velada con tan exquisitas señoras. Ninguno de los hombres se alegró por la presencia del caballero francés, aunque las damas parecían disfrutar de su conversación zalamera y frívola. Elizabeth, que no lo conocía, encontró en la achispada conversación del hombre un modo de distraerse de la conmoción producida por su encuentro con el señor de la laguna. Francisco no ocultó su disgusto y optó por refugiarse en el corral junto con Gitano. Que otros hiciesen la corte al repugnante médico, él no sería uno de ellos. Poco a poco, la presencia del caballo aquietó su espíritu, como solía ocurrirle, y dejó que los pensamientos vagaran, tomando el inevitable rumbo de la señorita O'Connor. Besarla había sido un error. Quiso castigarla por producir en él el efecto de un volcán y salió quemado por la lava. La dulzura de la boca de la maestra, rendida ante la suya, y la tibieza de su cuerpo redondeado estuvieron a punto de volverlo loco. Sería un buen recuerdo para consolarse cuando a él le quedase poco tiempo de vida.

BOOK: La Maestra de la Laguna
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