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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (19 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Las implicancias de la pregunta provocaron un sonrojo en la muchacha. La presencia de aquel hombre enigmático resultó de pronto turbadora y se alejó un poco, observando a los niños.

—Hábleme de usted —comentó al pasar—. ¿Cómo es que su amigo le pide que cuide una casa en este lugar tan inhóspito? ¿El vive aquí?

Lo que menos deseaba Francisco era contar las circunstancias de su vida, de modo que sólo atinó a actuar como un niño que busca escapar de la indagatoria de una madre o un maestro.

—¡Mire!

Elizabeth siguió la mano que señalaba hacia el este. Un maravilloso espectáculo se estaba desplegando ante ellos: como salido del propio rayo del sol, un grupo de aves zancudas, enormes y gráciles, volaba rozando apenas la superficie del agua, creando ondas nacaradas que reflejaban su plumaje de subido color rosa. Elizabeth jamás había visto nada tan bello. El sol, más anaranjado a medida que descendía en el cielo, contribuía a acentuar el raro tono de aquellas aves de picos ganchudos cuyos graznidos se confundían con el bramido del viento y las olas furiosas.

Todos, hasta el propio Francisco, permanecieron extasiados contemplando la danza acuática. También Eliseo, que había evidenciado poco interés en lo que el señor Santos tuviese para decir, se veía mudo de asombro, la boca abierta y la mirada plena de encandilamiento infantil. Por unos momentos, se mostró como el niño que todavía era.

—Son hermosos —suspiró Elizabeth—. ¿Qué son, sabe usted?

—Flamencos rosados —la voz de Francisco sonaba suave, como si no quisiese perturbar el hechizo creado por la bandada de flamencos.

—¿De veras? En el sur de mi país dicen que hay muchos, aunque jamás los he visto.

—No es común verlos aquí tampoco. Ha sido un regalo para todos.

Las palabras de Santos conmovieron a Elizabeth. La grosera bestia había desaparecido para dejar aflorar al hombre sensible, capaz de apreciar la belleza.

—Gracias.

Francisco la miró, sorprendido.

—¿Por qué? Puedo asegurarle que yo no los he traído.

—Por dejarnos quedar el tiempo suficiente para verlos. Con este espectáculo tendremos material para varios días de trabajo en la escuela. Fíjese, podemos dibujar flamencos, pintarlos, imitar el grito de los flamencos, escribir la palabra "rosa" y comparar dos cosas rosadas, la flor y el flamenco, infinitas posibilidades...

La muchacha hablaba con el entusiasmo de cualquier jovencita, sólo que en lugar de comentar la próxima fiesta y los vestidos que elegiría, se regodeaba con la forma de instruir a unos pobres niños que jamás saldrían de ese rincón olvidado. Francisco sintió un nudo en el pecho al pensar que la visión de unos flamencos ocuparía varias clases en aquella escuela.

Volvió la cabeza y dijo con brusquedad:

—Hora de volver. Pronto hará frío y el camino de regreso debe hacerse con luz de día. ¿Han venido a pie?

La maestra negó, algo amoscada por el cambio de tono.

—Eusebio nos ha traído en su carro. Somos pocos y cabemos, aunque apretados. No me habría aventurado a pie con los niños —agregó, molesta porque él pudiese considerarla incapaz de manejar una clase.

Dejando a Francisco en el médano, Elizabeth se dedicó a reunir a sus alumnos, que le obedecían de buen grado.

—¿Éstos son todos?

—Son todos los que conseguí que vinieran a la escuela. Hay más, pero sus padres se niegan a enviarlos. Algunos viven lejos. El problema es la desconfianza, les parece peligroso mandar a sus hijos a aprender y no enviarlos a vender sandías o huevos por los caminos —rezongó ella, a pesar suyo.

Ahí estaba el desafío. Era evidente que la maestrita se cuestionaba su capacidad al no poder lograr la asistencia completa de los niños de la región.

—Esto no es Nueva Inglaterra. Aquí no hay edificios ni calles iluminadas.

Si bien quiso consolarla, sus palabras sonaron en los oídos de Elizabeth como una burla.

—No soy estúpida, señor Santos, sé adónde he venido. Aun así, debo reconocer que esta gente es más dura de entendederas de lo que yo creía. Ni siquiera con el atractivo de una buena comida caliente he podido reunir más de ocho niños en lo que va del ciclo escolar. Y no siempre vienen. Cuento con Eusebio, que a veces los va a buscar y los trae a regañadientes. Hay padres que ni hablan español, o fingen que no lo hablan.

—¿No hablan español? —se interesó Francisco.

No quería que le importara, y ya estaba sintiendo rabia hacia los padres que causaban trastornos a la señorita O'Connor.

—Lucía dice que han de ser indios que viven por la zona.

—¿Indios? ¿Dónde viven?

—Pues no sé bien. El padre de Eliseo es uno de ellos. Sospecho que él viene por su cuenta, sin decir nada a nadie, porque le gusta. No aprende mucho, se siente avergonzado de ser mayor que los otros y no saber leer ni escribir. Al mismo tiempo le interesa ver qué hacemos. Es inteligente, me apeno al pensar que no tendrá oportunidades.

—Ésta es la tierra de las oportunidades perdidas, señorita O'Connor, jamás verá tantas como aquí. Debería haber sabido a qué se enfrentaba antes de venir desde tan lejos. Los indios son cosa seria. Todavía quedan malones y cada tanto se tiene noticia de ellos, para tragedia de los habitantes. Le recomiendo que considere sus opciones y vuelva a Buenos Aires. También allí hay niños a los que enseñar. No crea que es necesario acudir siempre a las causas perdidas.

La indignación se dibujó en las delicadas facciones de Elizabeth, que al principio no pudo articular palabra. Cuando recuperó el habla, farfulló:

—¿Qué clase de hombre es usted, que prefiere la comodidad de un sitio abrigado cuando sabe que lo necesitarían más en otro lado, aun corriendo riesgos o sufriendo incomodidades? Después de todo, ¿no se encuentra aquí, custodiando la casa de su amigo, en medio de la nada? ¿O acaso hay algo más que no dice? ¿Qué busca Usted en el desierto de arena, señor Santos? Un hombre cómodo y desalmado como usted no debería molestarse por nadie, ni siquiera por un amigo. ¿No será usted un "pairata"? —y la mirada de Elizabeth recorrió la costa, como buscando una encalladura secreta.

Los niños habían rodeado a su maestra y contemplaban atónitos el estallido de la siempre compuesta señorita O'Connor. Al parecer, ese hombre provocaba en ella reacciones inapropiadas.

—¿Qué es "pairata", Misely? —se atrevió a preguntar un chico de aspecto morrudo, repitiendo la forma en que la señorita O'Connor, llevada por la indignación, había pronunciado la palabra.

—Nada que debamos explicar ahora, Luis. Vamos, que es tarde —y para dar énfasis a sus palabras, Elizabeth giró sobre sus pasos, emprendiendo la retirada. Trepaba tan aprisa que Francisco tardó en darse cuenta de que estaba subiendo por el lado equivocado del médano. Si seguía por allí, divisaría el matorral donde se ocultaba su refugio. La sola idea de que ella descubriese dónde y cómo vivía le produjo tal espanto que, sin pensar, gritó de modo alarmante, previniéndola como si fuese a ocurrir un desastre. La muchacha, asustada, perdió pie y comenzó a resbalar por la arena, sin poder sujetarse de nada porque nada había en su camino. Vestida de pies a cabeza, estaba condenada a rodar cuesta abajo. Los niños corrieron también, para ver a su maestra girando de modo indecoroso, en un revoltijo de prendas interiores, cada vez más rápido, hasta rebotar en una mata de espinos y caer en la orilla barrosa de la laguna, cuyas aguas lamieron el bajo de su falda y la arrastraron más aún en su caída.

Brotaron exclamaciones de las gargantas de los chicos, admirados de la velocidad adquirida por Misely en su descenso. Francisco se apuró a descender también a zancadas y la encontró de cara en el barro, en cuatro patas, escupiendo la arena que había tragado en su precipitado trayecto y maldiciendo en inglés, sin cuidarse de que la oyesen o no. Conteniendo la risa, se aproximó para ofrecer su ayuda.

—¿Está bien, señorita O'Connor?

—¿Bien? ¿Cree usted que puedo estar bien después de caer como un guijarro rebotando en la arena?
My God
¿Qué diablos creía que hacía asustándome de ese modo? ¡Suelte! ¡Yo misma me levantaré!

Los esfuerzos de Elizabeth por incorporarse en medio del zafarrancho de ropas mojadas eran patéticos. Sin hacer caso de sus protestas, Francisco la tomó en sus brazos y la levantó.

—¡Suelte, le digo! ¡Qué van a decir los niños! ¡Bájeme, señor! Los niños seguían riendo, aunque algunos estaban dudando de las intenciones de aquel hombre. Después de todo, al principio había querido "quemarles el trasero" a todos ellos.

—¿Está bien, Misely? —gritó Eliseo, belicoso.

La voz del muchacho devolvió la cordura a Elizabeth. No quería provocar ninguna pelea y sabía que Eliseo era de cuidado.

—Muy bien, niños, estoy muy bien. Ahora mismo el señor Santos me ayudará a enderezarme para que podamos irnos. ¿No es así?

Miró con intención a Francisco, justo a tiempo de ver cómo él contemplaba su boca, hipnotizado.

—Bájeme, señor Santos —dijo en tono bajo Elizabeth.

Su voz sonó temerosa. Percibía una fuerza oculta en aquel hombre, e intuía que su presencia allí respondía a motivos distintos de los que él alegaba.

Francisco reaccionó, dejando que Elizabeth resbalase hasta tocar el suelo, con su cuerpo tan pegado al suyo que ambos pudieron sentir cómo sus concavidades encajaban unas con otras, en un roce que erizó la piel de Elizabeth y tensó las entrañas de Francisco.

—Váyase, señorita O'Connor —murmuró—. Váyase y no aparezca nunca más por aquí. No respondo de lo que haré si vuelve, ¿entendió?

La amenaza puso los pelos de punta a la muchacha que, sin reparar en el estado de sus ropas, emprendió el camino de regreso bordeando la laguna, bien alejada de las blanduras del médano. Francisco la observaba con expresión contenida, respirando con fuerza y apretando la mandíbula. Aquella mujer estaba a punto de desbaratar su vida y de provocarle un ataque, tal vez el peor de todos. Maldijo al destino que la había enviado al mismo lugar donde él pensaba retirarse del mundo.

Los niños caminaron en la misma dirección, vigilando desde arriba del médano a su maestra, temerosos quizá de que aquel hombre malhumorado le hiciese daño de algún modo. Eliseo fue el Último en salir, después de dirigir una mirada aviesa a Francisco.

No se movió hasta que el último de los chicos de la escuelita desapareció tras las estribaciones del desierto de arena. Sólo entonces buscó el refugio de su rincón secreto, sintiendo ya el palpitar en las sienes que le auguraba una marea de dolor.

Eusebio vio llegar a la comitiva silenciosa y apreció el desarreglo en las ropas de Elizabeth, así como la enorme cantidad de arena que se desprendía de su cabello. No dijo nada hasta que todos subieron al carro.

Sólo cuando ya se avistaba la acogedora luz del candil de su rancho, largó su comentario:

—Parece peligroso ese lugar. Dicen que hay cangrejos.

Elizabeth le dirigió una mirada fulminante y respondió:

—Eusebio, haga el favor de alcanzar a los más pequeños a sus casas. Se ha hecho más tarde de lo que creí y pueden estar preocupados. Yo ayudaré a Zoraida con la cena.

—Como guste, señorita.

Antes de que Elizabeth descendiera del carro, Eliseo la enfrentó y, con un ímpetu desacostumbrado, le espetó:

—Si ese hombre le dijo algo malo, Misely, yo...

—Tranquilo, Eliseo, que nada me ha dicho ese hombre. Se llama Santos y ya lo conocía. Fue mi escolta a través del llano cuando vine aquí. Ya ves, no hay de qué preocuparse.

El muchacho apretó los labios y mantuvo la vista fija en su maestra, hasta que el carro que los llevaba la dejó atrás, envuelta en una nube de tierra.

CAPÍTULO 06

Dolor. Círculo de llamas. Hervor profundo.

En la oscuridad acogedora del refugio, Francisco se replegaba sobre sí como un animal herido, mordiéndose la parte interna de las mejillas para no gemir. Se mecía de atrás hacia adelante en rítmico vaivén, soportando el incesante martilleo. Clavos ardientes se hundían en sus sienes. La cabeza estaba en llamas. No podía pensar ni sentir más que dolor, hundirse en él, complacerse en el dolor hasta desgarrarse y que su cerebro estallara.

El crepúsculo había traído frescura, pero él ardía hasta en los bordes del cuero cabelludo. Otras veces, la melancolía había anticipado el dolor. Una sensación de pesadez y una niebla ante los ojos habían sido el preludio de la brusca afluencia de sangre invadiendo su cráneo. Ese día había sido completamente distinto, porque "ella" había desencadenado el dolor.

Él lo intuyó apenas la vio.

Había descubierto que su dolencia estaba relacionada con una alteración emocional, pues los ataques, que al principio eran simples jaquecas, sucedían después de alguna discusión o un disgusto. En los últimos meses, antes de descubrir su condición de bastardo, se habían acrecentado en intensidad, y el enfrentamiento con su padrastro lo había catapultado al ataque más intenso que había tenido hasta entonces. Fue cuando tomó la decisión de alejarse, tanto por la repulsa que le provocó saberse bastardo como por la necesidad de ocultar a su madre el sufrimiento de verlo convertirse en un inválido. La irrupción de la maestra, cuya presencia lo sacudía en lo más hondo, había creado una nueva forma de sufrimiento: el dolor sin desencadenante directo, sólo por sentir atracción o placer, el más terrible de todos, el que lo privaba del simple goce de su hombría.

No sabía cuánto estaba durando el ataque. Percibía que afuera reinaba la noche y que el viento sacudía las vigas del techo. Ovillado sobre su catre, no podía hacer otra cosa que sufrir y aguardar. Alguna vez remitiría. Siempre era así. A veces imaginaba que jamás dejaría de dolerle y entonces terribles visiones de sí mismo convertido en una bestia rugiente se imponían, amenazando con quitarle la cordura.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Contar le producía una distracción salvadora, podía conducir la mente hacia otro lado, eludir el torrente de calor que le agrandaba la cabeza. Era un monstruo. No podía controlar sus reacciones cuando el ataque caía sobre él, por eso se apretaba con brazos y piernas, aprisionándose en una bola de sufrimiento hasta que la tormenta pasaba. Las primeras veces, cuando el dolor trepaba hasta convertirse en un zumbido encerrado en su cabeza, se había dejado llevar y arrojado objetos contra la chimenea de su cuarto, o barrido con todo lo que había sobre su escritorio. Tarde o temprano, esos arranques serían percibidos por los demás. Fue eso lo que lo decidió a alejarse. Dejaba el camino abierto a su medio hermano, lo cual no le importaba demasiado pues Dante no era mal muchacho, pese a su incapacidad para tomar decisiones. Lo que le dolía era ceder ante el padrastro, que estaría disfrutando de su ausencia. Por fin se había librado del indeseado hijo ilegítimo de su esposa.

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