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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (20 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Pensar en ello le produjo náuseas y se apresuró a contar de nuevo: seis, siete, ocho, nueve...

Era como un niño, como uno de los alumnos pobres de la señorita O'Connor. Podría sentarse con ellos en un banco y recitar: diez, once, doce... y ella le acariciaría la frente y susurraría frases de aliento.

Trece, catorce, quince...

Un estallido final le envolvió el cráneo, desde la nuca hasta la coronilla, alojándose un momento en el costado, justo sobre la oreja, hasta que, entre latidos tumultuosos, fue desapareciendo. El frío reemplazó al ardor y comenzó a tiritar. Sus dientes castañetearon tan fuerte que le dolieron hasta los huesos de la cara. Poco a poco el frenético vaivén se detuvo por completo y, como si tuviese que recordar los movimientos, se estiró con lentitud hasta quedar boca arriba en el catre, mirando el techo sin ver nada. Esa era otra consecuencia de los ataques: quedaba ciego. Una ceguera absoluta que al principio le había espantado, y al comprobar que era la etapa final del proceso, se convirtió en bienvenida. Dejó vagar su mente por los rincones de sus recuerdos. No importaba ya si eran recuerdos buenos o dolorosos, el ataque no volvería hasta que algo o alguien lo provocase.

Una imagen dulce se desenvolvió ante su mente: la negra Tomasa revolviendo la lechada para el mate de los niños. El aroma de la leche cociéndose con el azúcar cubría todo el patio de adentro, donde reinaban los limoneros de su madre. Dolores solía sentarse en un rincón a verlos jugar, y él y sus hermanos interrumpían sus correrías para depositar un beso en su rostro sereno. Dolores, con sus ojos oscuros, profundos y tristes. Cómo la amaba. Le dolía el pecho al rememorar aquellos episodios felices. Recordaba con precisión el día en que aquella felicidad había terminado: él cumplía doce años y en la casa se preparó un gran festejo. Fran se sentía orgulloso de ser el centro de la reunión y su alegría se vio empañada por un suceso que, a la luz de los hechos, cobraba verdadera significación. Al brindar, alguien había gritado: "¡Por el heredero del emporio Peña y Balcarce!" Se hizo un silencio extraño y su padre, al que entonces todavía respetaba, arrojó la copa lejos de sí, acompañando el estallido del cristal con una grosera maldición. Nadie dijo nada. Podría haber pasado como un exabrupto de euforia, incluso, si Francisco no hubiese advertido las lágrimas surcando las mejillas de su madre. Aquello no era felicidad, sino dolor profundo. Ese día, el niño que entonces era comenzó a sentir un peso en el corazón que lo acompañó siempre, como un negro presentimiento agazapado en sus entrañas.

El frío acabó por hacerlo reaccionar. Se incorporó y en la penumbra interior divisó sombras grises: la vista volvía, puntual. Con cuidado, pues los ataques lo dejaban debilitado, atrancó la puerta y cerró las ventanas para impedir que la casa se helase. Al principio había pensado mudar el refugio y construir otro al reparo de la brisa marina; luego decidió que era más difícil que lo encontrasen de ese lado del médano, pues los viajeros solían detenerse en la laguna, cuyas aguas interiores eran dulces. Del lado del mar pocos se aventuraban.

Un pirata. Sintió deseos de reír al recordar la expresión de la maestra. Podría haberse convertido en uno, claro que sí. Habría sido digno destino para un bastardo, dar rienda suelta a su frustración robando y matando, condenándose para la eternidad. En ese caso, si hubiera visto a la señorita O'Connor en los alrededores del médano, la habría tomado prisionera. No entendía por qué ella le afectaba. Era preciosa como esas muñequitas que las damas porteñas recibían desde las "maisons" de los grandes modistos de Europa para encargar sus atuendos. La señorita O'Connor no parecía preocupada por la moda. Vestía como una institutriz, sin estridencias y, por supuesto, sin escotes. Tal vez fuera eso lo más atrayente: sus intentos de cubrirse dejaban paso a la imaginación de un hombre y él podía adivinar la blandura de sus pechos bajo los altos cuellos y las puntillas, o la estrechez de su cintura en medio de las chaquetas y las capas. Al caminar por la arena, sus caderas se contoneaban en seductor balanceo. Las había visto y su ingle se había quejado de esa visión.

Basta. No podía seguir por ese camino. La señorita O'Connor era una desdichada distracción en su rutina habitual. No debía pensar en ella y, por cierto, no debía verla más. Esperaba que su amenaza diese resultado. Confiaba en que ella no arriesgaría a los niños volviendo a un lugar donde no era bienvenida y ellos tampoco.

La luna plateaba ya la costa cuando Francisco salió a verificar que su caballo estuviese bien. Lo había guarecido entre las matas. Pronto le construiría un establo. Estaba trabajando en ello cuando los niños de la escuelita lo interrumpieron.

Julián le había enviado, por medio de un fiel sirviente, un cargamento de provisiones y herramientas que podía necesitar. En adelante se las procuraría él mismo en Santa Elena. Nadie sospecharía que el viajero que cada tanto compraba víveres era el ermitaño de la laguna.

El viento salino le revolvió el cabello, que crecía salvaje y se enroscaba en el cuello de sus camisas. Hacía días que no se afeitaba. Quería desaparecer, que nadie pudiese reconocer en ese hombre desaliñado al mozo atractivo que había sido. Le costaba, sin embargo, dejar de lado sus costumbres: el baño con jabón, la loción, la ropa de etiqueta... Se bañaba en el mar o en la laguna, según el clima, y no vestía más que pantalones y camisas. Usaba un poncho de lana los días fríos y las botas de potro que le ganó a un gaucho ebrio en un juego de dados. No precisaba más comodidades que eso y su catre de campaña, cubierto de gruesas
matras.
Por vez primera, experimentaba la vida del gaucho al dormir bajo las estrellas. Era una vida precaria y a la vez plena. No podía decir que le disgustara, aunque añoraba las tertulias, los melindres de las muchachas y los lances verbales de los porteños cuando discutían sobre política.

Gitano se encontraba inquieto. Revisó los alrededores con la mirada, siempre atento al cuchillo que guardaba en su faja. Debía ser más cuidadoso y no confiarse, pues aquella región no estaba civilizada aún y no sería extraño que la merodease algún indio. La señorita O'Connor había dicho que algunos alumnos venían de las tolderías. Si bien la frontera de la civilización se hallaba más al sur, nadie podía asegurar que una partida de salvajes no se aventurase hasta las tierras de la laguna, sobre todo tomando en cuenta que no estaban pobladas. Francisco no entendía cómo el Presidente había enviado a una joven como Elizabeth a un lugar tan alejado. Sabía de otras maestras que se habían quedado en Buenos Aires, temerosas de una tierra que no comprendían.

Sarmiento y su ministro Avellaneda confiaban en la capacidad de las mujeres como educadoras; sostenían que sus cualidades maternales las preparaban mejor que a los hombres para la tarea. Conociendo a la señorita O'Connor, percibía en ella una determinación que no creía encontrar en un hombre, al menos para enseñar a los niños. Sin duda, la mujer estaba mejor dotada para actuar como madre y gobernanta. Pensó en Dolores, tan recatada y protegida siempre. Si hubiese estudiado, tal vez su carácter se habría moldeado más firme y habría hecho frente a las arbitrariedades de Rogelio Peña. Dolores y la mayoría de las mujeres estaban educadas para adornar los salones y convertirse en el orgullo de los esposos, que las exhibían como dechado de virtud y belleza. Algunas pocas escapaban del molde, como Mariquita Sánchez, viuda de Thompson. Ella había sido el eje de las tertulias políticas y una inteligente intrigante, sin perder un ápice de su femenina condición. Se decía lo mismo de Aurelia Vélez, la hija del jurista Vélez Sarsfield, si bien ella escondía su luz bajo la sombra de dos grandes hombres. Las malas lenguas decían que se entendía con el Presidente. Menudo carácter tendría la joven si podía con Sarmiento. ¿Sería Elizabeth una de esas mujeres independientes? Bastante coraje tuvo para aventurarse en ese viaje disparatado. No debía haber un prometido ni un esposo, puesto que sería impensable que la dejase partir así como así. Se sorprendió saboreando la idea de que la señorita O'Connor no tuviera compromiso con ningún hombre. ¡Estúpido! ¿Qué podía importar?

Con rabia volvió sus pasos hacia el refugio, decidido a no pensar más que en el presente. El no tenía derecho a otra cosa, era un hombre condenado. Tarde o temprano, ese mal que lo aquejaba acabaría con él, matándolo de dolor o convirtiéndolo en un paria, un desquiciado que deambularía por las salinas como un loco. En ese caso, rogaba que alguien se apiadase de él y le disparase un tiro certero.

Sumido en esos turbios pensamientos, entró en la cabaña, dispuesto a dormir después de una jornada agotadora.

Gitano se removió en su improvisado pajar. Era un moteado hermoso que todo indio apreciaría. Eso pensaba Eliseo mientras le acariciaba el pescuezo.

—Shhh...
¿Okarejats?
—susurró en su lengua nativa, junto a la oreja del noble animal.

Eliseo llevaba en la sangre la pasión por los caballos, como sus ancestros.

Una vez que las manadas que los primeros españoles trajeron a la región del Plata se multiplicaron por los llanos, se convirtieron en el bien más preciado para gauchos e indios. Competían por ellos, los codiciaban y hasta los querían como si fueran de la familia. Un buen caballo lo era todo. Los indios montaban desde que aprendían a caminar, y así se fundían de tal forma con el animal que parecían uno, al igual que el gaucho, para quien el caballo representaba la supervivencia: con él dormía y a lomos de él huía si era preciso.


¿Okarejats?
—repitió Eliseo.

Gitano estaba bien alimentado y el ofrecimiento de comida no le interesó demasiado. La presencia del muchachito lo había inquietado, aunque pronto se dejó llevar por el modo susurrante con que el indio lo arrullaba. Era un don que tenía Eliseo: hablar con los caballos. Ellos lo escuchaban. Hasta los potros lo dejaban acercarse, porque él sabía "susurrarles" de la manera adecuada.

—Patshango,
sí.

Estaba fresco, por cierto, pero Eliseo aguantaba el frío nocturno porque quería saber más del hombre ladino que los amenazó primero y les enseñó después, para terminar asustando a Misely. Aquel sujeto le despertaba sentimientos que el propio Eliseo no reconocía: envidia y un poco de admiración, pues vivía solo y subsistía sin pedir nada a nadie, no como su padre, que se arrimaba a las casas para mendigar víveres.

Allá en los toldos, su gente vivía de mala manera. Los blancos los estaban empujando cada vez más lejos y los hombres como su padre, en lugar de pelear para defender lo suyo, habían reculado, dejándoles el campo libre. El no quería ser como ellos, quería defender la tierra, enfrentar a los soldados y echarlos a chuzazos.

Misely no sabía todo eso, no conocía las indignidades del pobre indio, que se veía obligado a ofrecerse como peón o como soldado y ni siquiera así era respetado. "Indio malo", "indio maloquero", decían todos. Él iba a ser un verdadero indio malo cuando fuese mayor, iba a "maloquear" de lo lindo entre los pueblerinos. Salvo Misely, que era extranjera y nada sabía, no iba a dejar a ninguno vivo.

—Herro kote'n...

Como si supiese la lengua tehuelche, el animal se echó de lado para dormir, obediente.

Eliseo salió del escondrijo, echó una última mirada al refugio del blanco y se deslizó en la noche de la marisma con la misma suavidad con que había llegado. Ni la hierba dura crujía bajo sus pies descalzos.

CAPÍTULO 07

—Misely, ¿está bien así?

Elizabeth levantó la cabeza. Trataba de concentrarse en un ejercicio de "castilla", como le decían los chicos a la lengua española. La mayoría hablaba una mezcla de idioma indígena y español matizado con toda clase de modismos que, al principio, le resultaron ininteligibles.

En ese momento Marina, la más pequeña, le mostraba una cuartilla donde había garabateado lo que se suponía era el paisaje de la laguna.

Elizabeth se limpió las manos en el pañuelo por centésima vez en la mañana. El polvo que entraba a sus anchas en la sala que hacía de escuelita, unido a la arcilla de la tiza, estaban estropeando su piel, que se veía cuarteada y áspera. Lucía la había obligado a encargar una loción de glicerina en la tienda de Santa Elena. Eusebio se la traería, junto con el pedido mensual de provisiones. Había anotado también elementos de costura y unas pinzas de metal para el cabello. No quería verse como una salvaje, aunque viviera casi como una.

—A ver, Marina, dámelo.

La niña le alcanzó la cuartilla pintarrajeada con círculos verdes, rosas y azules.

—Mmm... ¿Y qué es esto? —dijo la maestra, señalando el círculo verde.

—Po... la laguna —contestó resuelta la niña. La risotada de Luis fue acallada de inmediato por la mirada severa de Elizabeth, que siguió preguntando:

—¿Y esto?

—Los "lencos".

—Ajá. ¿Y estos otros?

Marina miró a su maestra. ¿Es que no veía Misely que esos eran los "biguá", los pájaros negros que disputaban la comida a las gaviotas?

—Po...

Elizabeth insistió:

—¿Los conozco?

Marina sonrió con su boquita desdentada y negó con la cabeza. ¡Claro que no los conocía! Misely sabía muchas cosas, otras no.

—Entonces, dime qué son.

—¡Vvv... biguá!

Elizabeth miró los círculos azules, intentando hallar algo que le indicase qué era un "biguá", pero nada había ahí. Supuso que se trataría de un ave, puesto que era lo que abundaba, y como no le gustaba renunciar, levantó la lámina bien alto y preguntó a todos:

—¡A ver si adivinan qué hay aquí, niños!

Los seis que asistían ese día alzaron sus cabezas y analizaron con ojo crítico el dibujo. Luis escondió la cara entre sus brazos para reírse a gusto, mientras que Livia, la niña rubia, inclinaba la cabeza como si el ángulo le permitiese captar mejor la escena. Sentada bien atrás, cerca de la puerta, Juana apenas miraba lo que la maestra mostraba. De todos, era la que más preocupaba a Elizabeth. Su carácter retraído le impedía relacionarse con los demás. Rara vez le arrancaban una palabra y, en esos casos, se ruborizaba como si estuviese exponiéndose ante un auditorio. Elizabeth sabía que su nombre original era
Ashkake,
que en lengua tehuelche quería decir "leña quemada". Se lo había contado Eliseo, de quien la niña era vecina en la toldería. Le había dicho también que Juana vivía con su madre viuda, a la que otro hombre del grupo pretendía, así que pronto tendría un padre nuevo. Elizabeth, por su parte, sospechaba que Juana miraba con amor a Eliseo sin que éste se diese cuenta.

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