Read La madre Online

Authors: Máximo Gorki

La madre (33 page)

BOOK: La madre
2.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Dónde va, Nilovna? —preguntó Nicolás inquieto, deteniéndola—. Sofía se las arreglará bien ella sola.

Pelagia le miró y, temblando, respondió con extraña sonrisa:

—Estoy llena de sangre.

Se cambió de ropa en su cuarto, pensando una vez más en la serenidad de aquella gente, en la facultad que poseían de superar en seguida el horror de una situación. Esta reflexión la hizo volver en sí, expulsando el miedo de su corazón. Cuando volvió a la habitación donde estaba el herido, Sofía, inclinada sobre él, decía: —Estás diciendo tonterías, camarada.

—Pero voy a molestarles —replicó él, con un hilo de voz.

—Cállate, que será mejor.

La madre se detuvo detrás de Sofía y le puso una mano en el hombro. Miró sonriendo el pálido rostro del herido y se puso a contar cómo había delirado en el coche y lo mucho que sus imprudentes palabras la habían asustado. Iván escuchaba, brillándole febrilmente los ojos, chocaban sus dientes y decía confuso:

—¡Qué idiota soy!

—Bueno, te dejamos —declaró Sofía, después de arreglarle bien la colcha—. Descansa.

Ambas mujeres pasaron al comedor donde hablaron largo rato, con Nicolás y el médico, de los acontecimientos del día. Trataban ya aquel drama como algo remoto, miraban serenamente al porvenir y discutían el trabajo del siguiente día. Si los rostros acusaban la fatiga, los pensamientos estaban pletóricos de entusiasmo, y cuando uno hablaba de su tarea, mostraba el descontento de sí mismo. El doctor se agitaba nerviosamente en la silla, y decía, esforzándose en hacer más grave su voz chirriante y aguda:

—La propaganda. ¡La propaganda! No es suficiente; la juventud obrera tiene razón. Hay que trazar un plan de agitación más amplio; os repito que el proletariado tiene razón.

Nicolás dijo en tono amargo:

—Todos se quejan de que faltan libros, pero no podemos montar una buena imprenta. Ludmila está agotada, y caerá enferma si no le proporcionamos ayuda.

—¿Y Vessovchikov? —preguntó Sofía.

—No puede quedarse en la ciudad. No trabajará hasta que tengamos la nueva imprenta, pero para eso nos hace falta alguien más.

—¿Podría servir yo? —preguntó la madre dulcemente. Los tres la miraron en silencio durante unos segundos.

—¡Buena idea! —exclamó Sofía.

—No, es demasiado duro para usted, Nilovna —dijo secamente Nicolás—. Tendría que vivir fuera de la ciudad, no podría ver a Paul, y además…

Ella dijo suspirando:

—Para Paul no es una gran privación, y a mí las visitas me destrozan el corazón. No se puede hablar de nada. Parezco tonta delante de mi hijo, os miran hasta la boca, para ver si no vais a decir algo de más…

Los acontecimientos de los últimos días la habían extenuado, y ahora que se le presentaba la ocasión de vivir lejos de los dramas ciudadanos, la aprovechaba vivamente.

Pero Nicolás cambió el curso de la conversación.

—¿En qué piensas? —preguntó al doctor.

Este levantó la cabeza y respondió acremente:

—Somos pocos, eso es lo que pienso. Hay que trabajar con más energía… y convencer a Paul y Andrés de que se escapen: los dos son demasiado valiosos para permanecer inactivos.

Nicolás frunció las cejas y sacudió la cabeza con aire de duda, lanzando sobre la madre una rápida ojeada. Ella comprendió que los embarazaba para hablar de su hijo delante de ella, y se fue a su habitación llevando en el corazón un ligero resentimiento contra sus amigos, que tan poca atención habían prestado a su deseo.

Se acostó, y con los ojos abiertos, arrullada por el murmullo de las voces, se abandonó a sus inquietudes. La sombría jornada que acababa de transcurrir había sido incomprensible y llena de alusiones siniestras, pero pensar en ella le era penoso, y rechazando sus morbosas impresiones, se puso a pensar en Paul. Habría querido verlo en libertad, y al mismo tiempo esta idea la asustaba; sentía una gran tensión dentro de sí, y la inminencia de duros conflictos. La resignación silenciosa de la gente desaparecía, dejando lugar a un enervamiento. Ásperas palabras resonaban, por doquier soplaba un viento de excitación nueva… Cada folleto provocaba una animada discusión en el mercado, en las tiendas, entre los criados y los artesanos; cada detención que se hacía en la ciudad suscitaba un eco temeroso y perplejo, pero algunas veces, lleno de inconsciente simpatía, de las explicaciones dadas por los revolucionarios sobre las causas de todo aquello. Pelagia oía cada vez con mayor frecuencia cómo las gentes sencillas pronunciaban palabras que en otro tiempo la aterraban: revolución, socialistas, política, se repetían con ironía; pero esta ironía disimulaba mal el deseo de saber; con ira, pero bajo esta ira resonaba el miedo; pensativamente, pero con un matiz de esperanza y de amenaza. Lentamente, pero en anchos círculos, en la vida estancada y sombría, se esparcía la agitación, el dormido pensamiento se despertaba y la actitud rutinaria, tranquila, hacia los acontecimientos cotidianos, perdía seguridad. Todo esto lo veía Pelagia más claramente que sus amigos, pues conocía mejor que ellos el rostro desolado de la vida, y ahora que veía formarse las arrugas de la reflexión y la irritación, se alegraba y se espantaba al mismo tiempo. Se alegraba, porque lo consideraba obra de su hijo; se espantaba porque sabía que, si salía de la cárcel, se pondría a la cabeza de todos sus camaradas, en el puesto más peligroso. Y moriría.

A veces, la imagen de su hijo adquiría para ella las proporciones de un héroe de leyenda; unía a él todas las palabras leales, audaces, que había oído; todos los seres que había amado, todo lo que conocía de valor y dé claridad. Entonces lo admiraba, enternecida, orgullosa, entusiasta, y pensaba llena de esperanza:

«¡Todo irá bien, todo!»

Su amor maternal se inflamaba, le oprimía el corazón hasta casi hacerla gritar. Luego, su amor por la humanidad dejaba de crecer, se consumía, y en lugar de este gran sentimiento, un pensamiento desolado palpitaba tímidamente en la ceniza gris de la inquietud: «¡Morirá! ¡Se perderá!»

XIV

A mediodía, estaba en el locutorio de la cárcel frente a Paul. Con ojos velados examinaba el barbudo rostro de su hijo, acechando el momento en que podría entregarle el billetito que apretaba entre los dedos.

—Estoy bien de salud, y los camaradas también —dijo él a media voz—. ¿Y tú, cómo estás?

—No voy mal… Iégor ha muerto —respondió maquinalmente. —¿Ah, sí? —exclamó Paul, e inclinó la cabeza.

—En el entierro hubo una lucha con la policía y detuvieron a varios —continuó ella con naturalidad.

El subdirector de la prisión chasqueó disgustado sus delgados labios y gruñó saltando de su silla:

—¡Está prohibido, y tienen que comprenderlo, Cristo! No se puede hablar de política.

La madre se levantó también y dijo confusa, como si no comprendiese:

—Yo no hablaba de política, sino de la pelea. Es cierto que se han pegado. Y también que hay uno con la cabeza rota.

—Da lo mismo; le ruego que se calle. No puede hablar más que de lo que concierne personalmente a usted, su familia y su casa. Notando que se embarullaba, se sentó a la mesa y añadió en tono bajo y melancólico, ordenando sus papeles:

—Yo soy aquí el responsable…

La madre le lanzó una ojeada, deslizó rápidamente el billete en la mano de Paul y suspiró aliviada:

—No sé de qué quieren que hable…

Paul sonrió:

—Yo tampoco lo comprendo.

—Entonces no vengan de visita —observó malhumorado el funcionario—. No tienen nada que decir y vienen a molestar a todo el mundo…

—¿Será pronto el juicio? —preguntó la madre, después de una pausa.

—El procurador ha venido hace poco y dice que sí…

Cambiaron unas palabras insignificantes, inútiles para ambos. La madre veía la mirada de Paul posarse sobre ella con cálida ternura.

No había cambiado, seguía siendo igual y tranquilo. Sólo su barba había crecido mucho y parecía avejentarlo, sus manos eran más blancas. Pelagia sintió el deseo de complacerlo, de hablarle de Vessovchikov, y con la misma voz y el mismo tono con que decía cosas sin importancia, continuó:

—He visto a tu ahijado.

Paul la miró interrogante. Para recordarle el rostro picado de Vessovchikov, ella golpeó su propia cara con el dedo.

—Está bien, es fuerte y resistente, y pronto entrará en filas. Paul había comprendido. Con un gesto cómplice y una alegre sonrisa en los ojos, respondió:

—¡Eso me alegra mucho!

—También a mí —dijo ella satisfecha. Se sentía contenta de sí misma y conmovida por la alegría de su hijo.

Cuando se marchó, él le estrechó calurosamente la mano.

—¡Gracias, mamá!

Como una embriaguez, un sentimiento de júbilo le subió a la cabeza. La dicha de sentir el corazón de su hijo tan cerca del suyo. No tuvo fuerzas para contestarle con palabras, sino únicamente por la silenciosa presión de la mano.

A su regreso, encontró a Sandrina. La joven tenía la costumbre de venir los días en que la madre iba a la cárcel. Nunca le preguntaba sobre Paul, y si la madre no hablaba de él, Sandrina se contentaba con leer en sus ojos. Pero esta vez la acogió con una pregunta inquieta:

—Bien, ¿qué hace?

—Está bien.

—¿Le ha entregado usted el billete?

—Por supuesto. Lo he hecho con tanta habilidad que…

—¿Lo ha leído?

—¿Cómo iba a poder leerlo?

—Es verdad, se me olvidaba… —dijo lentamente la muchacha—. Esperaremos una semana. ¿Cree usted que estará conforme?

Su frente se nubló, y su mirada se separaba de los ojos de la madre, que reflexionaba:

—No lo sé… ¿Por qué no, si no hay peligro?

Sandrina movió la cabeza y adoptó un tono frío para responder:

—¿Sabe usted qué hay que darle al enfermo? Pide de comer. —Se le puede dar de todo. Ya voy.

Entró en la cocina. Sandrina la siguió lentamente.

—¿Puedo ayudarla?

—Gracias, pero no es necesario.

La madre se había inclinado sobre el horno para coger una cacerola.

—Espere… —dijo la muchacha en voz baja.

Su rostro había palidecido, sus ojos muy abiertos expresaban tristeza y sus labios trémulos murmuraban con esfuerzo, pero no sin calor:

—Quisiera pedirle… Ya sé que no aceptará. ¡Convénzale! Dígale que nos es necesario para la causa, que no podemos prescindir de él, que tengo miedo de que enferme… La fecha del juicio no está fijada aún…

Se veía que le costaba trabajo hablar. Rígida por el esfuerzo, no miraba de frente, y su voz era entrecortada. Los párpados bajos, se mordía los labios, y hacía estallar las junturas de los dedos.

La madre se conmovió ante este impulso emocional, pero lo comprendía. Turbada y triste, abrazó a la muchacha y le respondió:

—Querida, hija mía… El no escucha a nadie, más que a sí mismo.

Las dos callaron, estrechamente abrazadas. Luego Sandrina se desprendió suavemente y dijo estremeciéndose:

—Tiene usted razón. Son tonterías, mis nervios…

Y súbitamente tranquilizada, dijo sencillamente:

—Vamos de dar de comer al herido.

Se sentó a la cabecera de Iván y recuperó su solicitud para preguntarle afectuosamente:

—¿Le duele mucho la cabeza?

—No, no demasiado, pero no la siento firme. Estoy débil… —respondió Iván, subiéndose la colcha hasta la barbilla y guiñando los ojos como si la luz le cegase. Notando que no quería comer delante de ella. Sandrina se levantó y salió.

Iván se sentó en la cama, la siguió con la mirada, y dijo con un gesto malicioso:

—¡Guapa chica!

Sus ojos eran claros y alegres, sus dientes menudos y apretados, la voz estaba aún en la fase del cambio.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó pensativa la madre.

—Diecisiete.

—¿Dónde están tus padres?

—En el campo. Hace siete años que vivo aquí; cuando acabé la escuela me quedé. Y usted, camarada, ¿cómo se llama?

La madre se sentía conmovida y divertida cuando se dirigían así a ella. Ahora, sonriendo, preguntó:

—¿Para qué quieres saberlo?

Tras un instante de silencio, el muchacho, confuso, explicó:

—Es que había un estudiante en nuestra célula, bueno, uno que leía con nosotros y nos habló de la madre de Paul Vlassov, el obrero…, ya sabe, en la demostración del Primero de Mayo. Ella sacudió la cabeza y prestó oídos.

—Fue el primero que desplegó abiertamente la bandera de nuestro partido —dijo el joven, con un orgullo que encontró eco en el corazón de la madre—. Yo no estuve, porque pensábamos hacer una manifestación por nuestro lado, y fracasamos. No éramos muchos entonces. Pero este año sí podremos. ¡Ya lo verá!

Se sofocaba de emoción, saboreando de antemano los acontecimientos futuros. Luego continuó, agitando la cuchara:

—Bueno, pues lo que decía de la madre de Vlassov…, entró inmediatamente en el Partido. Dicen que es una mujer extraordinaria.

La madre tuvo una amplia sonrisa. Le era grato escuchar las entusiastas alabanzas del chiquillo, que la halagaban y la azoraban. Iba a decirle «la madre soy yo». Pero se contuvo y se dijo a sí misma, con tristeza mezclada de ironía:

«Soy una vieja tonta.»

—Vamos, come más. Cúrate pronto, por nuestra bendita causa —dijo emocionada, inclinándose sobre él.

La puerta se abrió y una bocanada del húmedo frío del otoño precedió a Sofía, que entró alegre, rojas las mejillas.

—Los espías me persiguen como los pretendientes a una rica heredera, mi palabra de honor. Tendré que marcharme de aquí. Bien, Iván, ¿cómo va eso? ¿Qué dice Paul, Nilovna? ¿Sandrina está aquí?

Encendiendo un cigarrillo, preguntaba sin esperar respuestas, y la mirada de sus ojos grises acariciaba a la madre y al muchacho. Pelagia la miraba a su vez, y sonreía interiormente pensando:

«Así que también yo me he convertido en alguien valioso.»

E inclinándose de nuevo hacia Iván, le dijo: —¡Cúrate, chaval!

Se fue al comedor, donde Sofía contaba a Sandrina:

—Ya tiene preparados trescientos ejemplares. ¡Este trabajo la matará! ¡Eso es heroísmo! Le digo, Sandrina, que es una gran felicidad vivir entre semejantes gentes, ser su camarada, trabajar con ellos…

—Sí —respondió la muchacha en un susurro. Por la noche, Sofía dijo a la madre:

—Nilovna, hace falta que vaya de nuevo al campo. —Bien. ¿Cuándo?

—Dentro de dos o tres días, ¿es posible?

BOOK: La madre
2.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dark Realm, The by Sharp, Anthea
Ruin Me by Cara McKenna
Firstlife by Gena Showalter
His Diamond Bride by Lucy Gordon
Freelancers: Falcon & Phoenix by Thackston, Anthony
Take Me With You by Melyssa Winchester
Chill Factor by Rachel Caine
The White Mists of Power by Kristine Kathryn Rusch