La madre (34 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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—Desde luego.

—No vaya a pie —aconsejó Nicolás—. Alquile caballos de posta y tome otro camino, se lo suplico, por el cantón de Nikolskoie.

Calló, con un aire sombrío que no cuadraba a su rostro, cuya expresión, siempre tranquila, se volvió extraña y hosca.

—Es un gran rodeo —dijo la madre—. Y los caballos son caros.

—Mire —dijo por fin Nicolás—, no estoy conforme con este viaje. Hay agitación por aquella parte, han detenido gente, concretamente a un maestro de escuela; hay que ser prudentes. Valdría más esperar un poco.

Sofía observó, golpeando la mesa con los dedos:

—Es importante que la distribución de la literatura no se interrumpa. ¿No tiene miedo de ir, Nilovna?—preguntó de pronto. La madre se sintió herida:

—¿Cuándo he tenido yo miedo? Ni siquiera lo tuve la primera vez…, y resulta que ahora, de pronto…

Sin acabar la frase, bajó la cabeza. Cada vez que le preguntaban si tenía miedo, si aquello le parecía conveniente o si podría hacer esto o lo otro, sentía como sí la mantuviesen al margen, o la tratasen de modo distinto que los demás se trataban entre sí.

—Es inútil que me pregunte si tengo miedo —prosiguió con un suspiro—. Jamás os preguntáis semejante cosa entre vosotros.

Nicolás se quitó vivamente los lentes, volvió a ponérselos y miró fijamente a su hermana. El embarazoso silencio que siguió agitó a Pelagia, que se puso en pie con aire contrito. Quiso decir algo, pero Sofía le acarició una mano y le dijo en voz muy queda:

—¡Perdóneme! ¡No volveré a hacerlo!

Esto hizo reír a la madre. Instantes después, los tres, con aire afanoso, conversaban amistosamente sobre los detalles del viaje al campo.

XV

Al amanecer ya rodaba la madre en la calesa que saltaba sobre la carretera empapada por la lluvia de otoño. Soplaba un viento húmedo, salpicaba el fango, mientras el postillón, sentado en el pescante y vuelto a medias hacia Pelagia, se quejaba con voz nasal y doliente:

—Es lo que dije a mi hermano: bueno, pues vamos a repartir… Y empezamos a repartir…

Dio un repentino latigazo al caballo de la izquierda, gritando encolerizado:

—¡Hu..é! ¡Marcha, hijo de puta!

Los grandes cuervos del otoño, con su aire filosófico, volaban sobre los sembrados, el viento frío se arrojaba silbando sobre ellos, que presentaban el costado a aquellas ráfagas que erizaban sus plumas, y los hacían vacilar; entonces, cediendo a la fuerza, agitaban sus alas perezosas y se iban a descansar un poco más lejos.

—Y va y me engaña. Ya vi que yo no podía hacer nada —decía el cochero.

La madre oía sus palabras como en sueños, y en su memoria desfilaba la larga serie de acontecimientos que había vivido en los últimos años. Antes, la vida le parecía ajena, lejana, creada no se sabía por qué ni para qué; y ahora había una multitud de cosas que se hacían a su vista y con su cooperación. Esto despertaba en ella un sentimiento turbio donde se mezclaban la incredulidad y el orgullo de sí misma, la perplejidad y una tranquila tristeza…

A su alrededor, todo oscilaba en un lento movimiento. En el cielo, las nubes grises vagaban persiguiéndose torpemente. A los dos lados del camino huían los mojados árboles cuyas copas desnudas, se agitaban, los campos giraban en redondo, las colinas surgían y desaparecían.

La voz gangosa del cochero, el tintineo de los cascabeles, el silbido húmedo y el bramido del viento se fundían en un arroyo sinuoso y palpitante que corría sobre el campo con una fuerza monótona y uniforme.

—Hasta en el paraíso están estrechos los ricos…, así es. Empezó a coaccionarme, y está a bien con las autoridades —proseguía el cochero, arrastrando las palabras y balanceándose en el asiento.

A la llegada a la casa de postas, desenganchó los caballos y dijo a la madre con voz sin esperanza:

—Si me dieras una monedita para beber un trago…

Ella le dio cinco kopeks. Haciendo sonar las monedas en su mano, él le dijo con el mismo tono:

—Vodka para tres, pan para dos…

Por la tarde, Pelagia, quebrantada, aterida, llegó a la villa de Nikolskoie, entró en la posada del relevo, pidió té y se sentó junto a la ventana, dejando en el banco su pesada maleta. Desde la ventana se veía una placita cubierta de una pisoteada alfombra de hierba amarilla, y el sombrío edificio de la administración del cantón, con su inclinado techo. Sentado en el porche, un aldeano calvo, de larga barba, vestido solamente con una blusa sobre los pantalones, fumaba su pipa. Un cerdo hozaba en la hierba. Agitando las orejas, descontento, hurgaba la tierra con el hocico y movía la cabezota.

Las nubes corrían en masas sombrías, rodando una sobre otra. Estaba oscuro, tranquilo, triste; se diría que la vida se ocultaba, reteniendo el aliento.

De pronto, un brigadier de cosacos llegó al galope, detuvo su alazán ante el pórtico de la administración y gritó algo al campesino, agitando el látigo. Sus gritos trepidaron en el cristal de la ventana, pero la madre no entendió lo que decía. El aldeano se levantó, señaló el horizonte con el brazo extendido. El brigadier echó pie a tierra, vaciló un instante sobre sus piernas, arrojó las riendas al hombre y luego, apoyándose en el pasamanos, subió torpemente las escaleras y entró en el edificio.

De nuevo se hizo el silencio. El caballo hirió un par de veces el blando suelo con sus cascos. En la habitación donde estaba Pelagia entró una chiquilla con una corta trenza rubia sobre la nuca y dos ojos acariciadores en una cara redonda. Mordiéndose los labios, traía en los extendidos brazos una gran bandeja de bordes gastados, cargada de vajilla, y saludó con repetidos movimientos de cabeza.

—¡Buenos días, jovencita! —dijo amistosamente la madre.

—Buenos días.

La niña dispuso sobre la mesa los platos y las tazas, y de pronto anunció con vivacidad:

—¡Han cogido a un bandido, y van a traerlo!

—¿Qué bandido?

—No sé.

—¿Y qué ha hecho?

—No sé —repitió la pequeña—. Sólo he oído decir que lo han cogido. El guardián de la administración ha ido a buscar al comisario.

La madre miró por la ventana y vio aproximarse unos aldeanos. Unos caminaban lentamente, con gravedad; otros venían abrochándose a toda prisa sus chaquetones de piel de carnero. Se detuvieron en el porche del edificio y dirigieron sus miradas hacia la izquierda.

La chiquilla echó también una ojeada a la calle, y salió precipitadamente, batiendo la puerta. La madre tuvo un sobresalto, disimuló lo mejor posible la maleta sobre el banco y, echándose el chal sobre la cabeza, se dirigió rápida hacia la puerta, reprimiendo un súbito e incomprensible deseo de ir más a prisa, de correr…

Cuando salió a la terraza de la posada, sintió un frío agudo en los ojos y en el pecho, notó que se ahogaba y las piernas se negaron a obedecerla. Por el centro de la plaza vio avanzar a Rybine, las manos atadas a la espalda, escoltado por dos guardias que golpeaban rítmicamente el suelo con sus bastones. Delante de la administración, una muchedumbre esperaba en silencio.

Aturdida, no separaba los ojos de Rybine. Este hablaba, y aunque ella oía su voz, las palabras volaban sin resonancia en el vacío tembloroso y oscuro de su corazón.

Volvió en sí y recuperó el aliento. Un campesino de larga barba clara, en pie ante la terraza, la miraba fijamente con sus ojos azules. Ella tosió, llevó a la garganta sus manos agarrotadas por el terror, y preguntó con esfuerzo:

—¿Qué ocurre?

—Eso, mire —respondió el hombre, y se separó. Otro mujik se puso a su lado.

Los guardias se detuvieron ante la multitud que iba en aumento, pero que permanecía silenciosa y, de pronto, se elevó la fuerte voz de Rybine:

—¡Cristianos!, ¿habéis oído hablar de esos papeles donde se escribe la verdad sobre nuestra vida de campesinos? Pues por esos papeles me persiguen…, ¡soy yo quien los ha distribuido entre el pueblo!

La gente estrechó el círculo en torno a Rybine. Su voz resonaba tranquila y mesurada, lo que serenó a la madre.

—¿Oyes? —preguntó muy bajo un aldeano al hombre de los ojos azules, dándole un codazo.

Sin contestar, el otro alzó la cabeza y miró nuevamente a la madre. El segundo campesino hizo lo mismo. Más joven que el primero, tenía un rostro flaco, con una barba negra y rala, y manchas rojizas en la piel. Después, los dos se alejaron del porche.

«Tienen miedo», se dijo la madre.

Su atención se agudizó. Desde lo alto de los escalones veía claramente el rostro negro y tumefacto de Rybine, percibía su mirada ardiente. Hubiera querido que él también la viese a ella, y se irguió sobre la punta de los pies, tendiendo la cabeza.

La gente lo miraba, sombría, desconfiada, sin decir palabra. Solamente en las últimas filas se oía un ahogado rumor de voces.

—¡Campesinos! —dijo Rybine con voz plena y firme—. Tened confianza en esos papeles…, quizá me harán morir a causa de ellos; me han pegado, me han torturado, han querido obligarme a decir dónde los había obtenido, y volverán a pegarme. Soportaré todo, porque en esos papeles está escrita la verdad, y la verdad debe sernos más querida que el pan, ¡eso es!

—¿Por qué dice eso? —preguntó en voz baja uno de los dos aldeanos.

El de los ojos azules respondió pausadamente:

—Ahora ya no tiene importancia, no se muere más que una vez, pero es necesario morir una vez…

La multitud permanecía allí, mirando de reojo, taciturna. Todos parecían agobiados por un fardo terrible, invisible, pero pesado. Sobre la terraza apareció el brigadier. Titubeando, aulló con voz vinosa:

—¿Quién ha hablado?

Bajó, casi resbalando, los escalones, cogió a Rybine por los cabellos, le echó la cabeza hacia atrás y la soltó, gritando:

—¿Eres tú quien habla, hijo de puta? ¿Eres tú?

La masa osciló como las olas del mar. En su angustia impotente, la madre inclinó la cabeza. Y de nuevo resonó la voz de Rybine:

—Mirad, buenas gentes…

—¡Cállate!

El brigadier le dio un puñetazo en una oreja. Rybine vaciló y encogió los hombros.

—Nos atan las manos y nos torturan como veis…

—¡Guardias! ¡Lleváoslo! Y vosotros, dispersaos…

Saltando ante Rybine como un perro atado ante un trozo de carne, el brigadier le golpeó con los puños en el rostro, en el pecho, en el vientre…

—¡No de pegues! —gritó alguien entre da multitud.

—¿Por qué pegarle? —apoyó otra voz.

—Vamos —dijo el campesino de ojos azudes con un signo de cabeza.

Sin apresurarse, se acercaron a da administración, mientras da madre dos seguía con una mirada de simpatía. Lanzó un suspiro de alivio. De nuevo, el brigadier subió torpemente a da terraza y aulló frenéticamente blandiendo el puño:

—¡Os digo que do traigáis aquí!

—¡No! —replicó una voz fuerte entre da multitud. La madre comprendió que pertenecía ad campesino de dos ojos azudes—. ¡No hay que consentirlo, muchachos! Si do llevan, de pegarán hasta matarlo, y luego dirán que do matamos nosotros. ¡No do permitáis!

—Campesinos —gritó Rybine—, ¿no veis cómo estáis viviendo? ¿No comprendéis que os roban, que os engañan, que beben vuestra sangre? Todo pesa sobre vosotros, sois la principal fuerza sobre da tierra, ¿y qué derechos tenéis? ¡Reventar de hambre: ése es vuestro único derecho!

Súbitamente, los aldeanos comenzaron a gritar, quitándose da palabra unos a otros:

—¡Dice da verdad!

—¡Llamad ad comisario! ¿Dónde está el comisario?

—El brigadier ha ido a buscarlo…

—¡Pero está borracho!

—El llamar a das autoridades no es asunto nuestro…

El ruido crecía, se elevaba cada vez más.

—¡Habla! No dejaremos que te peguen.

—¡Desatadle das manos!

—¡Cuidado, no tengamos una desgracia…!

—Las manos me hacen daño —dijo Rybine, dominando el tumulto ,con su voz sonora y mesurada—. ¡No me escaparé, muchachos! No tengo por qué ocultar mi verdad: vive dentro de mí…

Algunos hombres se destacaron despaciosamente de da multitud y se alejaron conversando a media voz y moviendo da cabeza. Pero otros, excitados, pobremente vestidos, llegaban de prisa, cada vez más numerosos. Hervían como una oscura espuma alrededor de Rybine, en tanto que éste, como Cristo en da montaña, alzaba dos brazos sobre su cabeza y gritaba:

—¡Gracias, buenas gentes, gracias! Todos debemos soltar das manos de nuestros prójimos, como habéis hecho conmigo. ¿Quién nos ayudaría a hacerlo?

Enjugó su barba y alzó de nuevo una mano llena de sangre:

—¡Mirad mi sangre, se vierte por da verdad!

La madre bajó de su terraza, pero desde el suelo no veía a Rybine, rodeado por da multitud, y volvió a subir dos escalones. Sentía en el pecho un nuevo calor y una especie de jubilosa palpitación.

—¡Campesinos! Buscad esos papeles, leedlos. No creáis a das autoridades y a dos popes cuando os digan que dos que os traen da verdad son impíos y rebeldes. La verdad camina en secreto por el mundo, se oculta en el nido del pueblo; es para das autoridades como el cuchillo y el fuego que no pueden aceptar, porque dos degollará, ¡dos quemará! La verdad, para vosotros, es da mejor amiga; para das autoridades es una enemiga jurada. ¡Por eso tiene que esconderse…!

De nuevo, se oyeron algunas exclamaciones entre da muchedumbre:

—¡Escuchad, cristianos…!

—¡Hermano, te perderás!

—¿Quién te ha traicionado?

—El pope —dijo uno de dos guardias.

Los dos campesinos juraron vigorosamente. —¡Atención, muchachos! —resonó una voz de aviso.

XVI

Llegaba el comisario de da policía rural. Era un hombre alto, robusto, de cara redonda. Llevaba da gorra caída sobre da oreja, una punta del bigote se levantaba, y da otra caía. Su rostro parecía contraído, deformado por una sonrisa vacua y estúpida. Sostenía el sable con da mano izquierda y agitaba da derecha. Se oían sus pasos, fuertes y seguros. La multitud se abrió a su paso. Sobre los rostros apareció una expresión sombría y desalentada. El rumor se calmó, descendiendo como si se hundiese en la tierra. La madre sintió que su frente se nublaba y que el calor subía a sus ojos. La invadió nuevamente el deseo de mezclarse a la muchedumbre, se inclinó hacia adelante y se inmovilizó en una angustiosa espera.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el comisario, deteniéndose ante Rybine y examinándole—. ¿Por qué no tienes atadas las manos? ¡Guardias! Atenlo.

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