La madre (28 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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—Esperad un poco…

Corrió a la cabaña y trajo ropas con las que Ignace y él envolvieron en silencio las piernas y los hombros de las mujeres. Sofía volvió a hablar, describía el día de la victoria, inyectaba en los oyentes la fe en sus propias fuerzas, despertaba en ellos la conciencia de una comunidad, con todos los que sacrifican sus vidas a una labor que parecía estúpida a las vacías diversiones de los ahitos. Las palabras no turbaban a la madre, pero el sentimiento de que el discurso de Sofía provocaba algo grande que penetraba a todos, le inundaba el alma con un pensamiento piadoso y agradecido, hacia aquéllos que iban a través del peligro a buscar a los seres encadenados al rudo trabajo, y les llevaban el regalo de sus razones, de su honradez, de su amor a la verdad.

«Ayúdales, Señor», pensó, cerrando los ojos.

Al amanecer, Sofía, fatigada, calló y miró sonriente los rostros pensativos y tranquilizados que la rodeaban.

—Es hora de irnos —dijo la madre.

—Sí, ya es tiempo —respondió con cansancio Sofía.

Uno de los jóvenes suspiró ruidosamente.

—Lástima que os marchéis —declaró Rybine, con una dulzura rara en él—. Habla usted bien. Es una gran cosa emparentar a las gentes entre sí. Cuando se sabe que hay millares que quieren lo mismo que nosotros, el corazón se vuelve mejor. Y la bondad es una gran fuerza.

—Si les hablas de bondad, te responden con un golpe de horquilla —bromeó en voz baja Efime, levantándose ágilmente—. Vale más que se vayan, padrecito Michel, antes de que nadie las vea. Cuando distribuyamos los folletos, las autoridades investigarán, «y esto, ¿de dónde ha salido?». Alguien recordará, «bueno, pasaron por aquí dos mujeres…».

Rybine le interrumpió:

—Bueno, madrecita, pues gracias por tu trabajo. Cuando te miro pienso todo el tiempo en Paul. Has tomado un buen camino.

Amansado, tenía una ancha y bondadosa sonrisa. Hacía frío y él estaba con sólo la blusa, el cuello abierto, el pecho al aire. La madre examinó la maciza figura y le aconsejó amistosamente:

—Debes ponerte algo encima, hace frío.

—El calor está dentro —respondió él.

Los tres jóvenes, en pie junto al fuego, hablaban en voz baja, mientras, a sus pies, dormía el enfermo, cubierto de pieles. El cielo palidecía, las sombras se fundían y temblaban las hojas esperando el sol.

—Bien, adiós —dijo Rybine, estrechando la mano de Sofía—. ¿Cómo puedo encontrarla en la ciudad?

—No tienes más que buscarme —dijo la madre.

Lentamente, los tres muchachos, uno al lado del otro, se acercaron a Sofía y le dieron la mano sin decir nada, con una torpeza afectuosa. Se veía claramente que todos estaban penetrados de gratitud y amistad, y este sentimiento los turbaba, sin duda, por su novedad. Con una sonrisa en los ojos, enrojecidos por el insomnio, miraban en silencio a Sofía, apoyándose alternativamente sobre uno y otro pie.

—¿No tomarán un poco de leche antes de marcharse? —preguntó Jacob.

—¿Es que la hay? —dijo Efime.

Ignace pasó la mano por sus cabellos y, con aire confuso, declaró:

—No hay…, se me ha vertido. Y los tres se echaron a reír.

Hablaban de la leche, pero la madre comprendía que pensaban en otra cosa; que, sin palabras, deseaban a ambas, Sofía y ella, todo el bien posible. Esto conmovió visiblemente a Sofía, provocándole una turbación, una especie de pudorosa modestia, que no le permitió decir más que un débil «Gracias, camaradas.»

Se miraron unos a otros como si esta palabra los hubiese hecho vacilar gratamente.

La ronca tos del enfermo resonó. En la lumbre, se apagaban los rescoldos.

—Adiós —dijeron a media voz los campesinos, y esta melancólica palabra acompañó largo tiempo a las mujeres.

Sin apresurarse, tomaron un camino forestal, en la primera luz de la mañana, y la madre, caminando detrás de Sofía, decía:

—Todo ocurrió tan bien como en un sueño, era igual de bueno. Quieren saber la verdad, amiga mía, ¡lo quieren! Recordaba la iglesia antes de la misa de alba en un día de fiesta mayor. El cura no ha llegado aún, está oscuro, tan tranquilo todo que da miedo. Empieza a venir gente, uno enciende un cirio ante un icono, otro ante otra imagen…, y poco a poco se destierran las tinieblas y se ilumina la casa de Dios.

—¡Es verdad! —respondió alegremente Sofía—. Sólo que ahora la casa de Dios es la tierra entera.

—La tierra entera-repitió la madre, moviendo pensativamente la cabeza—. Eso es tan bueno que cuesta trabajo creerlo. Habló usted muy bien, querida Sofía, muy bien. Y yo que tenía miedo de que no les gustase…

Sofía tardó un instante en responder, luego dijo en voz baja y sin alegría:

—Al lado de ellos se simplifica uno.

Mientras caminaban hablaron de Rybine, del enfermo, de los muchachos que escuchaban con tanta atención, y que tan torpe como elocuentemente habían sabido expresar, en delicados cuidados, su amistad agradecida. Llegaron a campo abierto. El sol se elevaba ante ellas. Invisible aún, desplegaba en el cielo un abanico transparente de rayos rosados, y las gotas de rocío en la hierba centelleaban en chispas multicolores de audaz alegría primaveral. Los pájaros se despertaban, animando la mañana con sus jubilosos gritos. Con graznidos apresurados volaban grandes cuervos, agitando pesadamente sus alas. En alguna parte, una oropéndola silbaba inquieta. La lejanía iba descubriéndose, desnudando las cumbres de la sombra nocturna y yendo al encuentro del sol.

—Hay veces en que alguien habla y habla y no se le comprende, hasta que llega el momento en que dice algo, alguna palabra, la más sencilla, y de pronto, esa palabra ilumina todo —dijo soñadoramente la madre—. Es como ese enfermo… He oído muchas veces, y lo sé por mí misma, cómo se explota a los obreros en la fábrica y en todas partes. Se acostumbra una desde pequeña, Y no afecta demasiado. Y, de pronto, él ha dicho algo tan humillante, tan repulsivo… ¡Señor! ¿Es posible que los hombres pasen toda su vida trabajando para que los amos se permitan semejantes disparates? Esto no puede justificarse.

El pensamiento de la madre se detuvo en la historia que el enfermo había referido, cuya estupidez e insolencia le aclararon muchas extravagancias que en otro tiempo ella había conocido y olvidado.

—Ya se ve que están tan repletos que les ha enfermado el corazón. Hubo un jefe de distrito que obligaba a los mujiks a saludar a su caballo cuando lo paseaban por la ciudad, y al que no lo saludaba lo metía en la cárcel. Bueno, ¿y qué necesidad tenía de hacer eso? ¡No es posible comprenderlo, no!

Sofía comenzó a canturrear una canción alerta y triunfante como la mañana.

VII

La vida de Pelagia transcurría en una extraña calma, cuya tranquilidad no dejaba de asombrarla. Su hijo estaba preso, ella sabía que le esperaba una dura condena, pero cada vez que pensaba en ello, su memoria se representaba, a despecho de su voluntad, las imágenes de Andrés y Théo y de tantos otros. Resumiendo, para ella, todos los que compartían la suerte de su hijo hacían crecer su figura a sus ojos, suscitaba un estado contemplativo que le impedía a su vez concentrar sus pensamientos en Paul y los dispersaba en todas direcciones. Estos pensamientos se fraccionaban, a veces, en pequeños rayos desiguales, desfloraban todo, querían iluminarlo todo, reunir todo en un solo cuadro, prohibiéndole detenerse en ningún detalle aislado, distrayéndola de su dolor y del miedo que el destino de su hijo le inspiraba.

Sofía salió pronto de viaje, reapareciendo cinco o seis días después, vivaz y contenta, para desaparecer de nuevo unas horas más tarde, no volviendo sino al cabo de quince días. Se hubiera dicho que vivía la vida en grandes círculos, entrando, al pasar, en casa de su hermano para llenarla de actividad y de música.

Esta música placía ahora a la madre. Al escucharla, sentía cálidas ondas que golpeaban su pecho, penetrando en su corazón que latía a un ritmo más acompasado. Como germen de grano nacido en una tierra bien cultivada y copiosamente regada, nacían ahora en ella pensamientos vivos y audaces, y florecían palabras ligeras y bellas, despertadas por la fuerza de los sonidos.

La madre se resignaba difícilmente al desorden de Sofía, que dejaba por todos los rincones sus objetos personales, colillas y ceniza, y se acostumbraba aún más difícilmente a su osada manera de hablar; era demasiado grande el contraste con la gravedad inalterable y dulce de Nicolás, la tranquila serenidad de sus palabras. Sofía le parecía una adolescente que tuviera prisa en parecer una persona mayor y que mirase a las gentes como curiosos juguetes. Hablaba mucho de la santidad del trabajo y aumentaba tontamente la tarea de la madre con su negligencia, discurría sobre libertad y la madre veía que cohibía a todos por su impaciencia tajante, por sus incesantes discusiones. Había en Sofía mucho de contradictorio, y la madre mantenía hacia ella una tierna prudencia, con atención vigilante y sin el calor humano que tenía por Nicolás.

Siempre preocupado, éste llevaba día tras día la misma existencia uniforme y reglamentada: a las ocho desayunaba y leía el periódico, cuyas noticias transmitía a la madre. Al oírlo, ésta se daba cuenta con cruda claridad de cómo la pesada máquina de la vida aplastaba sin cesar a los hombres para convertirlos en monedas. Encontraba en Nicolás rasgos comunes con Andrés. Como éste, hablaba de la humanidad sin odio, estimaba a todos los hombres responsables de la mala organización social, pero su fe en una vida nueva no era tan ardiente ni tan luminosa. Hablaba siempre apaciblemente, con la voz de un juez íntegro y severo, incluso cuando contaba cosas terribles tenía una dulce sonrisa de compasión, si bien, entonces, sus ojos brillaban con una luz fría y dura. Viendo esta mirada, la madre comprendía que aquel hombre no perdonaría nada ni a nadie, que no podía perdonar. Pero sabía que esta dureza le era penosa, y compadecía a Nicolás, cada día más querido para ella.

A las nueve se iba a la oficina. Ella arreglaba la casa, preparaba la comida, se lavaba, se ponía un vestido limpio y, sentada en la salita, miraba los grabados de los libros. Ahora sabía leer bien, pero la lectura exigía una tensión que la fatigaba pronto y le borraba el sentido de las palabras. Por el contrario, las imágenes la distraían como a un niño, le descubrían un mundo comprensible, casi palpable, nuevo y maravilloso. Veía surgir ciudades inmensas, magníficos edificios, máquinas, navíos, monumentos, las incalculables riquezas creadas por el hombre, las obras de la naturaleza cuya diversidad emocionaba su espíritu. La vida se extendía hasta el infinito, revelándole cada día cosas enormes, inauditas, mágicas, y ante la abundancia de tales riquezas, la infinitud de tanta belleza, sentía excitarse el hambre de su alma que despertaba. Le gustaba, sobre todo, hojear un libro de láminas de zoología; aunque estuviese escrito en una lengua extranjera, era el que mejor representaba para ella la hermosura, la riqueza, la inmensidad de la tierra.

—¡Qué grande es el mundo! —decía a Nicolás.

Lo que más la enternecía eran los insectos, sobre todo las mariposas. Miraba sorprendida los dibujos que las representaban, y discurría:

—Cuánta belleza, ¿verdad Nicolás? Por todas partes hay muchas cosas hermosas, pero siempre se ocultan a nuestros ojos, pasan ante nosotros tan aprisa que ni las vemos. La gente se afana, no sabe nada, no puede ver nada, y ni tienen tiempo ni ganas para admirar nada. ¡Cuántas alegrías podrían tener si supiesen qué rica es la tierra, y cuántas admirables cosas se encuentran en ella! Y cada cosa es para todos, y todos son para cada cosa, ¿no es cierto?

—¡Muy cierto! —respondía Nicolás sonriendo. Y le traía más libros con grabados.

Frecuentemente, venían visitas por la noche. Entre otros, Alexis Vassiliev, arrogante, grave y taciturno, de pálida fisonomía y negra barba. Roman Petrov, de tez herpética y cabeza redonda, chascando siempre los labios en mueca compasiva. Ivan Danilov, menudo y flaco, con barba puntiaguda y una vocecilla chirriante, agresiva, chillona y aguda como un cuchillo. Iégor, bromeando sobre sí mismo, sobre sus camaradas, sobre su enfermedad, que se agravaba sin cesar. También venían otros que llegaban de lugares lejanos, y con los cuales tenía Nicolás largas entrevistas referidas todas al mismo tema: los obreros de todos los países. Se discutía, se exaltaban, gesticulando ampliamente y bebiendo grandes cantidades de té. Entre el ruido de las conversaciones, Nicolás redactaba llamamientos que leía en seguida a sus compañeros, inmediatamente se los copiaba en caracteres de imprenta y la madre recogía con sumo cuidado los trozos rotos de los borradores y los quemaba.

Mientras les servía el té, se admiraba del ardor con que hablaban de la vida y la suerte de los trabajadores, del medio más rápido de sembrar entre ellos la verdad, de elevarles la moral. Frecuentemente, divergían las opiniones, se querellaban, se acusaban mutuamente, algunos se irritaban, y volvían a empezar la discusión.

A la madre le parecía que ella conocía mejor la vida de los obreros, y que veía con más claridad la inmensidad de la tarea que se habían propuesto, lo que le permitía tratarlos con la condescendencia un poco melancólica de una persona mayor hacia los niños que juegan a los matrimonios, sin comprender sus tragedias. Involuntariamente, comparaba sus peroratas con las de su hijo y las de Andrés, y percibía la diferencia que al principio se le escapaba. A veces, tenía la impresión de que se gritaba aquí más fuerte que en el barrio, lo que se explicaba pensando: «como saben más, hablan más alto».

Pero con mucha frecuencia notaba que aquellas gentes parecían excitarse adrede, que esta excitación era ficticia. Se diría que cada uno de ellos quería demostrar a sus camaradas que la verdad le era más afín y querida que a los demás, los cuales se afanaban, a su vez, para probar hasta qué punto conocían aquella verdad, y recomenzaban la discusión con agria rudeza. Cada uno quería subir más alto que el otro, y la madre experimentaba una inquieta tristeza. Alzaba las cejas mirándolos con aire suplicante y pensaba:

«Han olvidado a mi Paul y los otros camaradas…»

Tenso el espíritu, escuchaba las disputas que, por supuesto, no entendía, tratando de separar los sentimientos de las palabras. Cuando en el barrio hablaban del «bien», lo abarcaban en conjunto, en su totalidad, en tanto que aquí todo se dividía en pequeños trozos y se disminuía, allí se sentía con mayor fuerza y profundidad lo que aquí se desmigajaba en el dominio de los pensamientos sutiles. Se hablaba más de la destrucción del antiguo orden, mientras que allá se soñaba en el nuevo, lo que hacía que las frases de su hijo y de Andrés le fuesen más comprensibles, estuviesen más a su alcance.

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