La locura de Dios (36 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
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—Tonterías —replicó Joanot—, dadles unos cuantos de esos
pyreions
, y veremos si saben usarlos cuando los demonios gog se les vengan encima. Todo hombre lleva dentro un guerrero; ésta es una realidad que hace mucho que aprendí.

—Si Apeiron es finalmente asaltada —intervino el general—, ten por seguro que cada ciudadano se convertirá en un guerrero para defender a sus familias, pero hasta ese momento, ellos confían en nosotros para defenderlos.

Joanot se mesó los cabellos.

—Pero es que esta ciudad tiene un estómago muy grande para un pecho tan pequeño. ¡Tres mil infantes! ¿Cómo vamos a luchar contra doscientos mil jinetes?

—Con nuestras armas, Joanot —dijo Neléis sonriéndole apaciblemente—; y con vuestra ayuda. Si aún queréis prestárnosla.

El caballero se dejó caer en una silla.

—Nadie podrá decir nunca que Joanot de Curial rehuyó jamás un combate.

—Estupendo —asintió Neléis—. Fuimos afortunados el día que llegasteis.

Me volví a un lado y a otro, apesadumbrado; aquello iba a ser una masacre.

Ya había estado frente a un ataque gog, y sabía que no eran un puñado de desarrapados cabalgando viejos jamelgos. Eran tan fieros como lobos, y los
dragones
de la ciudad, además de ser tan pocos, estaban demasiado civilizados y ablandados como para ser enemigo para un gog o un almogávar. Sus poderosas armas quizá les dieran una ventaja, pero no duraría mucho tiempo.

Mis ojos se encontraron entonces con los de Nyayam, y vi en los cansados ojos del anciano reflejarse mi propio miedo. Los consejeros no eran estúpidos, comprendí, sabían perfectamente a qué se enfrentaban, pero no creían que hubiera otra salida.

Y eso era terrible, porque yo muy bien podía haber conducido a Joanot y a los almogávares, durante tan largo y penoso camino, sólo para morir allí.

Recordé todos los extraños acontecimientos que le habían ido empujando hasta aquel lugar, hasta aquel momento en que debatían sobre la vida y la muerte en la cúspide de una enorme pirámide de cristal.

Recordé la
Sala Armilar
, enterrada en los sótanos del Palacio Imperial, y a Ibn-Abdalá, el
cadí
sarraceno poseído por un demonio que yo mismo había llevado en mi interior. ¿Había muerto ese demonio cuando los
dragones
ajusticiaron al pobre Ibn-Abdalá? Según los científicos de Apeiron, no. Los
rexinoos
, como ellos los llamaban, eran sólo extensiones de la criatura principal que estaba oculta en algún lugar del
Remoto Norte
. Cuando tuve una de aquellas horrendas criaturas bajo la piel del cuello, abriéndose camino hacia mi cerebro, había tenido visiones en las que aquel demonio, al que los ciudadanos llamaban simplemente el
Adversario
, se había presentado como un león ofreciéndome compartir el mundo con él.

Y ahora dirigía su ejército de inhumanos gog contra las puertas de la ciudad.

¿Valía la pena morir por Apeiron? Ya había llegado a la conclusión, tras las semanas transcurridas desde mi llegada, de que aquélla no era la ciudad de Dios. Era un lugar de hombres, con todos sus defectos y virtudes, y la única diferencia entre ellos, y las gentes de Europa que conocía, era que ellos tenían ciencia. La habían desarrollado durante dieciséis siglos, y ésta les daba un poder y una perspectiva del mundo completamente diferente a la del resto de la humanidad. Pero su pequeño mundo estaba lejos de ser perfecto.

¿Valía la pena morir por él? Quizá sí. Quizás, aunque aquella no fuera la auténtica ciudad de Dios, sí tendría un papel decisivo en el desarrollo de la lucha contra el Mal. Quizás era sólo una pequeña aportación, pero yo debía dar gracias al Altísimo si me había permitido participar en algo así.

En un segundo vuelo de reconocimiento, el
Ammán
descubrió que a un par de jornadas tras los primeros jinetes gog, venían las máquinas de asalto, los elefantes, y trescientos mil jinetes más.

La ciudad empezó a prepararse para el asedio que, según los consejeros, era una posibilidad inaceptable. Los víveres guardados en almacenes y graneros del exterior, fueron trasladados al interior de la ciudad. Los viejos pozos de suministro de agua fueron nuevamente abiertos, y llenados hasta sus topes. Los seis aeróstatos fueron conducidos desde el tinglado y amarrados a los mástiles de las torres más altas de Apeiron. El suministro de vapor y agua fue racionado y reducido al mínimo imprescindible.

Los sistemas defensivos que circulaban sobre las murallas fueron revisados y puestos a punto.

Las murallas eran enormes, y a mí me parecían infranqueables. Su parte superior era tan amplia que permitía el trazado de dos vías de hierro paralelas por las que discurrían vehículos de vapor cargados de sifones
de fuego griego
. Gracias a aquellas vías, podían concentrarse rápidamente en cualquier punto de las murallas que estuviera siendo atacado. Y, para encerrar el terreno de las
afueras
situado dentro del alcance efectivo de los sifones, fue rápidamente construida una antemuralla de ladrillo cocido, de cuatro varas de altura, que formaba una línea de circunvalación situada a ochenta varas de la muralla principal.

Todo estaba dispuesto cuando la vanguardia de los gog acampó un par de millas delante de la puerta
mediodía
de Apeiron.

8

A la hora prima del día de la batalla, cinco embajadores de la ciudad acudieron al campamento tártaro escoltados por sólo una docena de
dragones
.

Yo iba con ellos, así como la consejera Neléis. Al principio, había intentado disuadir a los consejeros de que expusiéramos nuestras vidas colocándonos nuevamente al alcance de esos demonios, pero la Asamblea no estaba dispuesta a empezar la lucha sin antes darle una oportunidad al diálogo. Ésa era la forma de ver las cosas de la ciudad.

Acepté que, en la mayor parte de los casos, ésa sería una actitud correcta.

—Sabemos que los
protohombres
, es decir, los gog, que es como vosotros los llamáis —me explicó Neléis—, son esclavos del
Adversario
; con ellos no hay posibilidad de dialogar. Pero junto a los gog viaja un gran número de tártaros, completamente humanos, y sin duda engañados por los gog que han copiado sus costumbres y estilo de vida. Para ellos esto es sólo una incursión más, y no comprenden el alcance de lo que están haciendo, ni las auténticas intenciones de sus aliados.

Había oído contar historias terribles sobre los auténticos tártaros antes de haber visto ningún gog. Si la consejera creía que eran gentes razonables se equivocaba. Pero, como bien decía Neléis, eran humanos y, aunque aliados del Mal, quizás hubiera alguna oportunidad para ellos. Tal vez valía la pena intentarlo.

Sentados bajo un inmenso parasol, presidido por el horrible emblema tártaro —los nueve tridentes y las nueve colas de yak—, nos esperaban los líderes de la horda.

Tres tártaros blancos, cuatro tártaros amarillos y dos gordos gog.

Reconocí en el bestial y gigantesco Dorga a uno de los dos jefes gog. Sentado a sus pies estaba, mirándole con unos ojos vacunos, el repugnante sacerdote nestoriano.

Era evidente que aquellos demonios me habían dejado salir con vida de su campamento tan sólo porque el poseído Ibn-Abdalá me acompañaba. Después, habían levantado su campamento y se habían dirigido a Samarcanda, para reunirse con el resto de aquel ejército diabólico.

Neléis y los otros tres embajadores ofrecieron la paz a cambio de oro a los tártaros; sin mirar ni una sola vez a los dos gog.

—Lo que deberíais preguntaros —dijo Neléis hablando en siríaco, de modo que apenas pude entender una parte de sus palabras, aunque más tarde ella me describiría con detalle la conversación— es cuánto podéis perder al atacarnos y cuánto podéis ganar al no hacerlo; y sobre todo, cuál es el objetivo de vuestro ataque. Nuestra ciudad se levanta en medio de un árido desierto y no tiene más riquezas que las que ahora os ofrecemos. ¿Por qué arriesgaros a sufrir numerosas bajas por nada?

Otros sacerdotes nestorianos, que también acompañaban a los tártaros blancos y amarillos, se apresuraron a traducir las palabras de los embajadores a la gutural lengua de aquellos hombres.

—Volvemos a encontrarnos, anciano —dijo alguien, hablando en griego. Me volví y comprobé que era el gordo nestoriano de Dorga quien se había dirigido a mí. Me estremecí de ira, pero, siguiendo las indicaciones de Neléis le ignoré.

—¿Ya no me recuerdas, idólatra? —me sonrió sardónicamente el nestoriano—. ¿Qué sentiste cuando contemplaste cara a cara el rostro del Señor de este Mundo?

Hubiera deseado poder cerrar mis oídos para dejar de escuchar a aquel ser embebido por el Mal. Intenté concentrarme en lo que los tártaros respondían a Neléis, pero, por supuesto, no logré entender nada de las palabras de los herejes nestorianos.

Pero la expresión de Neléis y los demás no me gustó nada.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Nos vamos —dijo la mujer—. No hay nada más que hablar aquí.

—¿Qué han respondido a vuestra propuesta de oro a cambio de paz?

—Regresamos a la ciudad, Ramón —me susurró la mujer—. Pero muy lentamente.

Los embajadores y los
dragones
que nos acompañaban se dieron la vuelta, y empezaron a caminar en dirección a Apeiron. Percibí claramente el sutil movimiento de los
dragones
con el que desbloqueaban los seguros de sus armas.

—No hay negociación posible, Ramón —me dijo la consejera sin dejar de mirar hacia delante—. Son fanáticos. Ellos piensan que los demonios somos nosotros y que nuestra Apeiron es la ciudad del Mal… ¡No te vuelvas!

Había girado la cabeza levemente al percibir el movimiento de los tártaros. Un numeroso grupo de jinetes, todos gog, habían salido del campamento y se habían situado a ambos lados de los embajadores, como si de una escolta se tratase. Pero las expresiones de sus bestiales rostros no eran nada amigables.

—Mira hacia delante, Ramón —insistió la consejera.

Obedecí, y los
dragones
nos rodearon protegiéndonos con sus cuerpos, y con sus armas ya claramente preparadas en sus manos. Avanzamos así un largo trecho por las
afueras
, pisoteando la arena del desierto, los caballos gog al paso, manteniendo la distancia. Pero las puertas de la falsabraga de ladrillo rojo parecían estar desesperadamente lejos.

Un aeróstato descendió directamente frente a nosotros. Los caballos gog se encabritaron, y a punto estuvieron algunos de derribar a sus jinetes. Neléis tiró de la manga de mi túnica para que no me detuviera ni redujera el paso.

Una escalerilla descendió por un lado del puente. Los embajadores y yo nos apresuramos a subir por ella, sin que los sorprendidos gog intentaran impedírnoslo. Después, el aeróstato se elevó majestuosamente, y regresamos a Apeiron.

Al mediodía, con un aire frío y seco levantando la arena del desierto, los defensores de la ciudad se habían desplegado por las
afueras
, formando una figura semejante a la de una gigantesca águila con las alas abiertas. Mil
dragones
ocupaban el ala derecha, muy separados entre sí, para oponer la máxima superficie de fuego al enemigo. Otros mil
dragones
, con una disposición similar, dibujaban el ala izquierda. Los trescientos almogávares formaban el pecho del águila; estaban divididos en tres compañías de cien hombres cada una, al mando del adalid Joanot, y los almocadenes Ricard y Sausi.

Las puntas de las alas del águila se curvaban ligeramente hacia delante, formando una suave media luna. La idea era que los jinetes que atravesaran la zona central para enfrentarse a los almogávares tendrían que soportar antes una lluvia de fuego lanzada por los
dragones
. Así mismo, los almogávares estarían en disposición de acudir a reforzar las alas, en caso de que fueran atacadas por los gog.

El plan había sido diseñado por el general Esténtor, que dirigiría la batalla desde su puesto de mando en el aeróstato
Teógides
. Esténtor usaría el telecomunicador para enviar sus órdenes a los capitanes de los
dragones
. Joanot, Ricard y Sausi también tenían receptores, semejantes a un botón que se introducía en la oreja, unido por un cable a una pequeña caja de metal. Desde su privilegiado puesto de mando en las alturas, Esténtor tendría una visión del campo de batalla que ningún general en la historia había tenido jamás, y gracias al telecomunicador, podría hacer reaccionar a sus tropas en consecuencia y con rapidez.

Los otros dos aeróstatos; el
Ieragogol
y el
Demetrio
, iban cargados de bombas y de suministros para los combatientes, y en un momento dado también podrían arrojar sus bombas contra los gog.

Yo iba en el
Teógides
, junto al general Esténtor, y desde el cielo pude ver la impresionante alfombra negra que cubría el desierto frente a la pequeña águila formada por los defensores de la ciudad. Iban a necesitar de todos aquellos recursos si querían sobrevivir a una batalla tan desigual como la que se avecinaba.

El combate empezó.

Los tártaros cargaron sobre el ala izquierda de los
dragones
. Dos asaltos sucesivos no lograron atravesar las barreras de fuego que los
dragones
levantaron frente a sus caballos, pero la violencia de sus ataques casi suicidas hizo retroceder a los
dragones
. Joanot envió a Ricard y a su compañía a apoyarlos. Una tercera carga, con quizá un millar de gog, se enfrentaron a los cien catalanes de Ricard.

Presencié cómo los mejores jinetes tártaros, ante una fuerza numéricamente muy inferior, se batían en retirada bajo el fuego de los
pyreions
almogávares.

En el aeróstato todo el mundo vitoreó aquella primera victoria. Pero era demasiado pronto para alegrarse, pues casi inmediatamente, las tropas de la ciudad sufrieron un duro revés, que hubiera podido resultar desastroso de no ser por el valor que demostraron los hombres de Joanot.

Los tártaros habían penetrado profundamente en el ala derecha de los hombres de la ciudad. Habían saltado con sus caballos por encima de la ardiente barrera de cadáveres gog que habían ido amontonándose frente a la línea de
dragones
, impidiendo la visión de lo que sucedía delante. Sorprendidos por el nuevo frente que iba hacia ellos, se los vieron encima demasiado pronto como para hacer un correcto uso de los sifones de
fuego griego
. Una andanada de flechas disparadas a cortísima distancia atravesó las armaduras rojas de los
dragones
.

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