Los almogávares se entrenaban con las armas de pólvora de los
dragones
. Los sifones
de fuego griego
eran, a juicio de los soldados de Apeiron, demasiado peligrosos para ser dejados en manos de unos bárbaros. Pero los
pyreions
parecían más sencillos de manejar que un arco largo o una ballesta.
Los catalanes habían empezado a entrenarse usando los
pyreions
, que iban provistos de un afilado cuchillo sujeto a un extremo, como si se tratara de sus azconas. Eran más pesados y voluminosos que sus famosas lanzas cortas, pero no les resultó difícil hacerse con su manejo, y trasladar a su uso en la lucha cuerpo a cuerpo, la habilidad que ya tenían con las azconas.
El segundo paso fue aprender a hacer fuego con estas nuevas armas.
No resultó fácil para los almogávares acostumbrarse al estrépito que producían los
pyreions
al ser disparados. Un estampido que lanzaba los proyectiles de plomo de dos onzas con una fuerza suficiente para perforar una armadura de hierro a doscientas varas de distancia; tal y como nos mostraron los instructores de Apeiron.
Pero el arma tenía algunos inconvenientes; como bien le explicaba Guillem al sargento instructor de
dragones
llamado Amfimaro; su rendimiento dejaba mucho que desear. Le demostró que un buen arquero como él podía disparar más de treinta flechas, con una precisión razonable hasta las cuatrocientas varas, en el tiempo necesario para volver a cargar el
pyreion
una vez disparado.
Amfimaro tenía el pelo rubio, muy fino y escaso y su constitución era delicada, con unas piernas cortas y muy delgadas, llenas de cicatrices. Al parecer había nacido con problemas y había sufrido múltiples operaciones. Su deseo de entrar a formar parte del ejército de
dragones
sólo había podido verse cumplido en un puesto de instructor.
—La idea es que cada unidad de cincuenta almogávares armados con
pyreions
cuente con diez
dragones
con sifones
de fuego griego
para su protección.
—No, gracias —dijo entonces Ricard—. Ya he visto cuáles pueden ser los resultados de combinar
el Juego griego
con la pólvora. Me sentiría más tranquilo, y protegido, si unos cuantos de los almogávares fueran armados con picas. Una proporción de cuatro a uno sería suficiente para mantener alejados a los caballos gog.
Yo estuve cronometrando el tiempo de la cadencia de fuego de los almogávares con sus nuevas armas. En las mejores condiciones podían efectuar un disparo desde el momento en el que el gog entraba dentro del alcance eficaz de los
pyreions
hasta que comenzaba la lucha cuerpo a cuerpo.
—Sólo hay dos modos de modificar esta situación —le indiqué a Amfimaro días después—; uno es modificar la precisión de los
pyreions
. Los que nos habéis dado sólo son efectivos a una distancia de ciento cincuenta varas. Es preciso aumentar esa distancia.
—Podemos —dijo Amfimaro—; pero no funcionaría. Ya lo hemos probado, con cañones con el ánima rayada, pero requieren mucho más tiempo de recarga, porque es más difícil introducir el proyectil y la carga de pólvora hasta el fondo de un ánima rayada. Por eso lo descartamos. ¿Cuál es la otra opción?
Le conté a Amfimaro la descripción hecha por Aelio de la instrucción que practicaban las antiguas legiones romanas para conseguir una lluvia continua de jabalinas y proyectiles de hondas, sobre sus enemigos:
—Formaban seis filas de legionarios en fondo disparando alternativamente. La primera fila disparaba una sola vez, y se retiraba a la última posición, mientras que las filas siguientes avanzaban y repetían la operación.
Yo había calculado que, tratándose de los
pyreions
, serían necesarias diez filas de hombres armados para mantener un fuego ininterrumpido. Amfimaro consideró muy valiosa mi idea, y se propuso llevarla inmediatamente a la práctica.
Mientras tanto, la consejera Neléis iba a mostrarme la fabulosa nueva arma de Apeiron, a la que llamó: el
caballero caminante
.
Estaban produciéndola en unos talleres situados a jaloque de la ciudad; y cuando vi aparecer el
prototypos
por las grandes puertas del taller quedé sin habla.
Vi a un gigante de cuatro varas de altura, completamente cubierto por una armadura, y un enorme espadón en la mano, avanzar hacia nosotros. Mientras caminaba lanzaba mandobles a diestro y siniestro, agitando el aire como lo harían las aspas de un molino, y sus pies hacían retumbar el suelo al clavarse en él. Llevaba la celada bajada y, a través de sus rendijas, surgían chorros gemelos de vapor a presión.
Asustado, intenté retroceder, pero la consejera me retuvo sujetándome por el brazo, y me señaló la retaguardia de aquel gigante acorazado. Otro caballero cubierto por una armadura caminaba tras el gigante, pero éste tenía el tamaño y las proporciones de un hombre de altura normal. Observé que las armaduras del gigante y la del caballero estaban unidas por manojos de varillas metálicas; y que cada movimiento del caballero era transmitido por estas varillas y reproducido fielmente por el gigante.
Cuando el pequeño avanzaba una pierna, el gigante adelantaba la suya; cuando alzaba un brazo el gigante hacía lo propio.
—¡Es un títere! —comprendí.
—Algo más que eso —me corrigió la consejera—; el
caballero caminante
multiplica por diez la fuerza y el poder de un hombre. ¡Mira eso!
El gigante avanzó hacia un grupo de gruesos troncos de árbol alineados en el centro de la calle, y con certeros y violentos mandobles los partió en dos uno tras otro.
—Todavía se está perfeccionando el modelo —siguió explicándome la mujer—; queremos incorporarle un sifón de
fuego griego
, lo que lo haría casi invulnerable.
Pero en aquellos momentos el
caballero caminante
efectuó un extraño paso, y saltó hacia arriba sin control. El hombre que lo manejaba cayó de espaldas, y el gigante se estrelló aparatosamente contra el suelo. Por todas las juntas de su armadura escaparon chorros de vapor hirviente, y los mecánicos de Apeiron corrieron para liberar al hombre que había quedado atrapado en el interior de la armadura pequeña.
—Como ves —me dijo Neléis mientras los mecánicos lo sacaban—, aún hay que resolver muchos detalles, en especial en lo que respecta a la estabilidad del
caballero
.
Le pregunté si estaría listo para la llegada de los gog y la consejera respondió que era difícil decirlo, pero que los mecánicos trabajarían día y noche para lograrlo.
Mientras tanto el entrenamiento de los almogávares continuaba.
La puesta en práctica del fuego por descargas propuesto por mí, había obligado a replantearse todas las tácticas de combate ensayadas hasta ese momento.
Los almogávares tendrían que desplegarse lo máximo posible durante la batalla; tanto para hacer mayor el efecto de los propios disparos, como para reducir el blanco presentado a las flechas de los gog. La idea era formar filas tan largas y poco profundas como fuera posible. Los almogávares estaban acostumbrados a atacar en grupos de hasta cincuenta hombres en fondo. Con sólo diez en fondo era mayor el número de hombres que se verían enfrentados a la vez con el cuerpo a cuerpo contra la vanguardia gog, lo que exigía a cada combatiente más habilidad y disciplina. En segundo lugar, cobraba mayor importancia la capacidad de cada unidad de almogávares para efectuar con rapidez y simultáneamente los movimientos necesarios para el fuego por descargas.
La solución a ambos problemas era, por supuesto, el entrenamiento, cada vez más duro y preciso. Había que instruir a los almogávares sobre cómo debían disparar, efectuar contramarcha, cargar y maniobrar todos a la vez.
Y esto parecía algo substancialmente contrario al espíritu salvaje de aquellos hombres llegados de las tierras altas de Aragón.
Joanot dividió a sus catalanes en tres compañías de cien hombres y diez almocadenes cada una. Tuvo que nombrar a nuevos almocadenes para que esto fuera posible, pero lo hizo escogiendo a aquellos hombres que a lo largo del viaje habían destacado por su aspereza y capacidad de disciplina.
Amfimaro analizó cada uno de los treinta y dos movimientos necesarios para cargar y disparar los
pyreions
, y preparó para los almogávares cuidadosos dibujos sobre cómo debían realizarse cada uno y en qué orden.
Joanot ordenó a sus almogávares que la última cosa que debían ver sus ojos antes de irse a dormir y la primera al despertar, eran esos croquis; hasta que quedaran grabados indeleblemente en sus mentes.
Y así se hizo; hasta que llegó el temido día en el que los exploradores de Apeiron anunciaron que las tropas enemigas habían sido avistadas avanzando hacia nosotros.
La Asamblea de consejeros se reunió en la cúspide de la pirámide de cristal con carácter urgente. Uno de los aeróstatos, el
Ammán
, había realizado un viaje de exploración y había regresado con heliografías tomadas desde gran altura que mostraban el imparable avance del ejército gog.
Las heliografías habían sido expuestas en el centro de la sala, sobre unos caballetes. Las observé con cuidado, pues ya conocía aquella técnica que usaba la misma luz del sol para crear unos grabados de una asombrosa nitidez y precisión, había visto numerosos ejemplos —que al principio me causaron gran admiración— en libros y adornando las paredes de las casas; pero lo que me asombraba en aquel momento era la inmensa muchedumbre en movimiento que componía la horda gog. Aquellas imágenes tomadas desde el aire les hacía semejarse a un ejército de hormigas avanzando sobre la arena.
Joanot de Curial, y el jefe de los
dragones
de la ciudad, el general Esténtor, también observaban con atención las heliografías.
Era un hombre grueso y no muy alto, con un inmenso cuello de toro y unas pequeñas orejas que sobresalían casi perpendicularmente de un masivo cráneo pelado.
—¿Han hecho un recuento del número de combatientes? —preguntó.
El capitán del
Ammán
carraspeó; al contrario que su general era joven, alto y bien musculado, como casi todos los
dragones
que yo había visto.
Señaló una de las heliografías y dijo:
—Creemos que sólo este grupo de aquí son guerreros, cabalgando sobre caballos entrenados para el combate. El resto, son mujeres, niños, carros de suministros y carros transportando las
yurtas
y los carros ceremoniales con sus chamanes y sus ídolos.
—Y el número de guerreros es… —insistió el general.
—Unos doscientos mil —dijo el capitán.
—Contamos muchos más acampados alrededor de Samarcanda —señalé.
—Es evidente que os equivocasteis al hacer vuestro recuento —dijo uno de los consejeros—. Es normal, si tenemos en cuenta cómo se complicaron las cosas entonces.
—Es posible —admití—, pero no veo en esas imágenes a los elefantes de batalla, ni las máquinas de asedio. Y, ¿qué significa esta
cola
?
Señalaba una de las heliografías que mostraba la retaguardia del ejército gog. Allí el grupo parecía estrecharse y alargarse hasta desaparecer por la parte inferior de la imagen. Era como si aquel enjambre de gente dejara un reguero tras él.
—Creemos que son las caravanas de suministros —explicó el capitán—. El abastecimiento de un ejército de ese tamaño es tan impresionante como el propio ejército en sí. Quizás esas caravanas llegan hasta tierras mejor provistas que el desierto en el que los gog se están internando, y se ocupan de mantener un continuo flujo de vituallas.
—Es también posible —indiqué— que un segundo grupo, más lento y pesado, en el que irían los elefantes y las máquinas de asedio, avance detrás de la vanguardia de jinetes ligeros, y que esa caravana sea el nexo de unión entre los dos grupos.
—Creo que Ramón está en lo cierto —dijo el anciano consejero Nyayam—. Los tártaros pretenden sorprendernos con un primer y rápido ataque. Evidentemente no contaban con nuestros espías aéreos.
—Quizás ésta sea nuestra oportunidad, consejero —le dijo Neléis—; si han sido tan estúpidos e impulsivos como para dividir sus tropas…
—¿Dividir…? —preguntó Joanot volviéndose hacia la Asamblea con una sonrisa cínica pintada en su rostro—. ¿Ha dicho dividir, consejera?
—Así es —le respondió la mujer.
—Debéis bromear entonces —replicó Joanot, y señaló con su índice la más cercana heliografía—. ¡Estamos hablando de un ejército de doscientos mil jinetes!
Jamás se ha visto nada igual en todo el mundo conocido. ¿Qué podemos enfrentar contra eso? ¿Con cuántos
dragones
cuenta, general?
—Tres mil, perfectamente armados —dijo Esténtor—. Además de ustedes, claro.
—Claro —Joanot hizo una mueca—; trescientos locos catalanes. Nadie me habló de que tendríamos que enfrentarnos a un ejército de doscientos mil hombres.
—¿Le asusta esa posibilidad? —preguntó la consejera más joven.
Joanot contempló a la mujer, de forma descarada, antes de contestar:
—No, pero pienso que debería haber pedido más. Diez carros cargados de oro pueden parecerme muy poca cosa en estos momentos.
—¿Y de qué te servirá el oro cuando mueras? —pregunté a Joanot—; porque no creo que exista posibilidad alguna de enfrentarse a una horda semejante y salir con vida.
—Nadie os retiene aquí —dijo Neléis mirándome con dureza—; todos habéis visto cómo los sarracenos partieron sin que nadie se lo impidiera. Las puertas de Apeiron están abiertas para vosotros.
—No estoy hablando de abandonar —dije—, en absoluto; pero me gustaría saber si existe alguna oportunidad de victoria en un choque frontal cuando la desproporción de combatientes es de sesenta a uno.
—No podemos permitir que la ciudad sea asediada —dijo Neléis.
—Pues tendréis que haceros a la idea, porque no creo que exista otra forma de resistir. ¿Cuánta gente hay en Apeiron capaz de empuñar un arma?
La mujer dudó un instante, y dijo:
—Quizá cien mil adultos.
—Estupendo —exclamó Joanot—; porque con esto sí que podemos pelear.
Neléis negó firmemente, sacudiendo su cabeza, y dijo que toda esa gente no sabía luchar, ni se había planteado tener que hacerlo nunca; serían más un inconveniente que una ayuda.