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Authors: Marcela Serrano

Tags: #Narrativa, #Drama

La Llorona (11 page)

BOOK: La Llorona
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Capítulo 2

M
ontada arriba del bus, la vida me pareció fresca y dulce. Como un durazno en su punto, carnoso y amarillo. Ni una sombra. Veía a los demás, a mi lado, mortales y silenciosos. Pero a mí nada parecía alcanzarme.

Ya en mi lugar de destino, me permití gastar algunos minutos en comprar un juguete y unos caramelos.

La casa era modesta, de un solo piso, y toda pintada color té con leche. Formaba parte de un barrio de clase media en el lado poniente de la ciudad. Hacia el exterior, sólo fachadas. Supuse pequeños jardines en sus patios traseros. La calle era pequeña y tranquila. Pensé que los que allí habitaban debían de ser honestas personas de trabajo. Esa impresión daba. Todo limpio, todo amable. Eran las diez de la mañana.

Toqué el timbre.

Las cortinas estaban echadas en las dos ventanas delanteras de la casa. Vi cómo una de ellas se movía. Luego abrieron un cerrojo, después la puerta. Sólo un poquito.

Di la contraseña, la puerta se me franqueó. Era una mujer joven, le calculé unos treinta años y un par más. Sin una huella de maquillaje, vestía como una ama de casa común y corriente. Vestidito abotonado, chaleco tejido a mano sin abrochar. Tenía el pelo tomado en una cola. Sus ojos eran castaños y afables. Intuí que se disfrazaba. Que en el armario la esperaban impacientes sus vaqueros. Me hizo pasar, sin dejar de observarme. Yo estaba al tanto de que el movimiento era tremendamente compartimentado y que nadie se conocía con nadie. Exagero, pero era más o menos así. Para que no se delataran si caían. Por lo tanto, no me sentí insegura. En la lógica de ellos, era natural que esta mujer y yo nunca nos hubiésemos encontrado.

La inocencia que se respiraba en esa casa era absoluta. Habían hecho un trabajo magistral. Nada en ella hablaba de revolucionarios ni de secuestros. Un policía pasaría de largo frente a ella, sin duda. Por un pasillo angosto y oscuro, con puertas en sus costados, aterrizamos en una cocina amplia. Muy ventilada. Me ofreció asiento y un café. Se lo acepté encantada.

Le pregunté si estaba sola.

Mi marido fue a trabajar, me respondió. (¿Lo diría en broma?)

¿Cómo la dejan así de abandonada?, pensé. ¿Y si llegara la policía? ¿Debía enfrentarlos sola su alma? ¿Y dónde estaba mi niña? Quizá tras esas puertas cerradas que daban al pasillo se escondían hombres de metralleta en mano. Quizá la pequeña estaba amordazada adentro de un armario. La ignorancia sobre el tema me jugaba malas pasadas.

Mi anfitriona preparaba el café de espaldas a mí. No me ofrecía conversación.

Traje la insulina, dije, a bocajarro.

¿Varias dosis?

Sí.

Eso está bien, dijo.

Giró hacia mí y estiró las manos, como esperando mi entrega.

Abrí mi bolso.

Le traje, además, un juguete. Un rompecabezas.

Me miró como si no entendiera.

A la niña, insistí.

¿A mi hija?, sonrió con cierta ironía. Dios mío, pensé, ¿cuántas madres tiene mi pobre niña? Y pensé que sus dientes eran muy filudos. Se veía más bonita con la boca cerrada.

No le faltan juguetes, agregó. Pero está bien… luego se lo entrego.

¿Puedo verla?, pregunté, haciendo un esfuerzo por engrosar el hilo de mi voz.

No es necesario, respondió sin titubear.

A esta hora, ¿qué hace?, ¿juega?

No abandona su dormitorio hasta el almuerzo, contestó.

No me miraba. Estaba concentrada en los paquetes de la insulina.

Los iré a guardar. Por favor, si silba la cafetera…

No te preocupes, me hago cargo.

Y la cafetera silbó y ella no estaba ahí. Me levanté, vertí el líquido ardiente en los dos tazones que había dejado sobre la mesa. Miré en torno a mí. La mujer no se veía por ningún lado. Y en ese instante recordé a Elvira: si uno rompe el primer mandamiento, no cuesta nada romperlos todos. Saqué mi monedero de la bolsa blanca. Extraje de él las pastillas que había guardado. Las que me daban cada noche en el hospital para matarme durante el sueño. Al principio las tomaba, era rico sentir que moría por ocho horas. Pero cuando resolví dejarlas, las guardé cada noche con cuidado. Eran joyas, imposibles de conseguir para el que no estuviera enajenado. Estos medicamentos eran insípidos, quizá los recubrían muy bien y me constaba que podías tomarlos sin percatarte. Así funcionaba con las internas, que no se enteraban hasta qué punto las aniquilaban diariamente. Probé una noche a disolverlos en una taza de café cargado, uno de aquellos cafés que tomé con Elvira. Mezclado con el azúcar, pasaban desapercibidos. Más que medicamentos, eran verdaderas drogas.

Vertí tres pastillas en uno de los tazones con café. Lo revolví bien, lo mezclé con dos cucharadas de azúcar rubia. Tomé el otro tazón y esperé. Un par de minutos después apareció la mujer, la supuesta ama de casa con el desabrido vestido camisero. Se sentó confiada en una de las sillas y tomó su taza.

Ya lo endulcé, le advertí.

Ah, gracias.

La forma en que relajó los miembros de su cuerpo al apoyarse en la mesa denotaba una cierta tensión, un determinado cansancio. Cansada a las diez de la mañana. Imaginé la presión que cruzaría cada uno de sus días.

Me gusta esta hora matinal, dijo, como hablando sola, al tercer o cuarto sorbo. Me gusta cuando el café irrumpe en la sangre, me da energías.

Le sonreí, aparentando serenidad. Cerré los ojos un momento. Como para tentarla a ella. A ella, que miraba el día por la ventana. Un día indeciso, no se le podía llamar por un color. Ni gris, ni celeste, ni blanco. Líquido parecía. Un día tan importante para mí.

Cuando la noté un poco amodorrada, le pedí el baño.

Cuatro eran las puertas que daban al pasillo, dos a cada lado. La primera a la derecha, me había dicho. Entré. Quise demorarme. Para facilitarle el sueño. Éste se adelantaría si no había testigos. Dentro del baño, otra puerta. La abrí. Daba al dormitorio principal. O así lo supuse, por el tamaño de la cama. Bien. Sólo quedaban dos puertas, al frente. Ese tipo de casa no solía contar con dos baños. Ambas debían de ser dormitorios. Uno de ellos era el de mi niña. Y el otro, ¿estaría vacío?

Volví a la cocina. Miré a la mujer, siempre sentada en su silla. Sobre la mesa, toda desparramada. Cabeza, espaldas, brazos, pelo. Parecía tan contenta. Me senté, casi sin respirar. Y aún esperé un poco más.

En puntillas llegué al pasillo. Ya había descartado dos puertas. No tenía más alternativa que elegir entre las dos que restaban. Y elegí mal. Sobre una cama angosta, en una pieza casi vacía, un hombre reposaba. El cuerpo de costado. Un chal a cuadros lo cubría hasta la cintura. No me oyó abrir la puerta. O dormía profundamente o lo hice con el cuidado requerido. Igual, la sangre se me volvió escarcha ante tal visión. Por supuesto: hacían turnos, pensé. O era
el mando que fue a trabajar
o una tercera persona que cuidaba de noche. Su forma de estar tendido parecía provisional, quiero decir que no se acostaba
adentro
de la cama. Además, estaba vestido. Listo para levantarse a la menor señal de la mujer. Retiré de inmediato la cabeza del vano de la puerta. Salí, cerrándola apenas.

Abrí la segunda puerta. En el suelo, sobre la alfombra, mi niña. Dormitaba, entre figuras de madera. Su cama era pequeña, también angosta. Sólo un armario y una mesita con su silla, aparte de los juguetes. Se la veía distinta a las fotografías de la prensa. Le habían cortado el pelo muy corto y teñido de un rubio rojizo. Una pequeña colorina con los ojos negros de alquitrán. Actué con rapidez. La tomé en brazos sigilosamente. No quería que despertara en ese momento. Si empezaba a quejarse, le metería un caramelo en la boca porque si lloraba, yo estaba perdida. Su supuesta madre no me intimidaba ya que en la cocina vivía otras vidas. Pero el hombre, el de la pieza vecina, debía de ser de sueño liviano.

Cuando acomodé su pequeño cuerpo entre mis brazos, sentí un suspiro ligerito. Y luego, silencio. ¿Estaría bajo el efecto de algún tranquilizante? Se arrimó a mí hasta sentirse confortable. Me resultó difícil en aquel instante negar cualquier emoción, pero pensé que ya tendría tiempo para ellas. Sabía bien que, de permitirme algún sentimentalismo, mi misión fracasaba. De todos modos, los verdaderos sentimientos no necesitan aspavientos ni sacudidas. Caminé hacia la puerta de calle, otra vez en puntillas. El bolso blanco en el hombro, la niña en mis brazos. Como el ladrón que por fin se hizo con el diamante imposible. Como el que pasó todas las pruebas y está a un metro del triunfo. Con esa concentración. Con ese cumplimiento. Abrí el cerrojo, luego la última puerta.

Capítulo 3

Secuestré a la alhaja secuestrada.

Niña de mil quereres. Tan disputada.

Y
a arriba del taxi me vinieron estas ideas. Previamente, sólo la atención para caminar con mi niña en brazos. Para alcanzar una calle grande en aquel barrio residencial. Para reprimir los pies que cosquilleaban por correr. Para matar la prisa de mis músculos. Para cubrir bien a la niña con mi chaleco. Para que a nadie le llamara la atención.

(Un día, en la sala de visitas del psiquiátrico, Olivia me había entregado un par de billetes. ¿Para qué los quiero?, protesté. Hay servicios aquí que puedes pagar, todo puede pagarse, quédatelos. Me los van a robar, dije. Mételos en el sostén, como las vampiresas. Así lo hice. Ahora agradecía a Olivia. Por supuesto, llegué al hospital sin un centavo. Nadie más que ella pensó en el tema.)

Flor vivía en una casa de muñecas. En un costado del parque de un antiguo convento. Su cura amigo consiguió que las monjas la prestaran a cambio de remozarla. Estaba abandonada, algún día fue la habitación del jardinero. Flor, con su empeño enorme, logró transformarla poco a poco, con sus manos y las de un gasfiter/electricista, casado con una de nuestras compañeras. El resultado era envidiable. Dos árboles gruesos y añosos, cuyos nombres desconozco, la rodeaban como si la fueran a abrazar. El jardín del convento pasaba a ser también el de ella. Escondida entre la vegetación, nada alteraba su independencia. Flor amaba esta casita, la primera que tuvo en su vida. Y como carecía del sentido de
propiedad privada,
la llave se guardaba bajo el choapino y todas lo sabíamos.

Mi niña no habló durante todo el camino largo que recorrimos, desde la casa de los guerrilleros hasta la de Flor. Como si lo supiese: cualquier reacción de ella podría alertar al taxista. Adormilada contra mi hombro, parecía no tomar nota del traslado. Yo la estrujaba contra mí. La prensaba. Aunque jugaba a mi favor, su tranquilidad me inquietó. ¿Estaría algo drogada? Su letargo no parecía natural.

Abrió los ojos cuando nos detuvimos en la puerta del convento. Divisamos un par de monjas a lo lejos. No mostró sorpresa. No mostró molestia. No mostró nada. Yo hablaba por las dos. Como si su nariz no captara el perfume de fiesta de aquel día. La tomé de la mano, la obligué a caminar y nos dirigimos a casa de Flor. Toqué a la puerta. Nadie respondió. Esperé unos minutos antes de hacerme de la llave. Sólo entonces habló.

¿Quién eres?

Tu madre.

Me miró con ojos serios. Como si fuese una adulta.

No. Tú no eres mi mamá.

Fue todo lo que dijo por muchas horas.

Pensé en cosas difíciles. Como el
shock.
Como el bloqueo. Como el trauma. Está hecha trizas, pensé. Sus ojos no son los despreocupados propios de su edad. Sus ojos.

(Durante mi infancia, se trillaba a caballo. Galopaban horas alrededor de la era, hasta que el trigo se desprendía de su capucha. Una vez, uno de los caballos se rompió la pata. Cuando cayó, yo sabía que lo sacrificarían. Nunca se dejaba vivo a un caballo cojo. Recuerdo el momento anterior al disparo. Sus ojos. ¡Cómo me conmovieron! En un segundo se habían transformado en ojos enfermos, suplicantes. Habían perdido la serenidad y ese asombro solemne que me gustaba tanto. Los caballos tienen ojos inteligentes. A veces son tristes, pero la vida en ellos está ferozmente presente, lo que no ocurre con otros animales. Una de las dimensiones más grandes del dolor en toda mi infancia fue la caída de ese caballo y sus ojos sedosos.)

En el refrigerador de Flor encontré leche. Blanca. Cremosa. Ella la tomó, obediente. Le entregué el rompecabezas. Se sentó en el suelo y, con cierto interés, empezó a armarlo. Cada vez que la miraba descubría una pena en ella. Cerré los ojos, mejor no ver. Me tendí sobre el único sillón de la sala, agotada. Al poco, volví a mirarla. De vez en cuando, la tocaba. Levemente. La casa de muñecas y el jardín del convento me hicieron pensar en un cuento de hadas. Las maderas blancas de las ventanas parecían merengues. Los tablones del techo se convertían en bizcochuelo y los clavos oscuros que lo sujetaban en caramelos. Las cornisas, un bordado de seda. Todo hermoso. Hecho a su medida. Alguien podría aventurar una adivinanza: ¿dónde está el lobo?

Horas más tarde, mientras yo dormitaba apenas con la cabeza de mi niña en el regazo, apareció Flor. A través de la puerta abierta vi la penumbra. Corcoveaba la luz detrás de los cerros, con pocas ganas de irse a acostar. Habíamos sobrevivido.

¡Virgencita mía, qué expresión la de la cara de Flor! Se amordazó la boca para no gritar. Lo último que esperaba: encontrarse conmigo en la sala. En su propia casa. Atinó a abrazarme. Y a mirar bien a mi niña mientras la saludaba. Tuvo el decoro de callar en su presencia. Se aferró a los gestos domésticos. Siempre ayudan a salir del paso. Colgar su chaqueta en la percha detrás de la puerta. Lavarse las manos en la cocina. Ofrecer algo de comida. La niña parecía calmada. La tendimos en la cama con la ayuda de los monitos de la televisión.

Entonces Flor empezó a hablar. (¡Pensar que un día fue muda!) Un torrente de palabras. Que la policía me buscaba. Que ya sabían que había escapado. Que habían ido a nuestra oficina. Que preguntaban por mí. Que, por lo visto, ahora empezarían a perseguirme los guerrilleros. Que cómo me había hecho con la niña. Que por qué me había metido en este lío. Que qué pensaba hacer.

Le pedí calma. Me vi obligada a contarle toda la historia, desde aquella noche lejana en un restaurante al lado de la carretera.

Te veo hambrienta, me dijo Flor, capaz de engullírtelo todo; el problema es que más tarde no lo puedas digerir. Lo que no se digiere perfora las tripas, respondí resuelta, y no querré que eso me pase.

A medianoche, Flor llegó a su conclusión: no puedes quedarte aquí. Vendrán a buscarte.

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