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Authors: Marcela Serrano

Tags: #Narrativa, #Drama

La Llorona (9 page)

BOOK: La Llorona
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Efectivamente se trataba de mi hija. Un grupo de guerrilleros. Un comando revolucionario. Proponían canjear a la niña por unos presos políticos. En la acción había muerto un guardaespaldas. La mujer rubia lloraba y lloraba por la televisión: devuélvanme a mi hija. Castigo de Dios. ¡Quién la mandó a robar! Olivia me consoló. Que la niña pasaba a ser una moneda de cambio, que la cuidarían como a una porcelana fina. Que no me angustiara.

Mi niña secuestrada. A mi lado habría estado a salvo. El mismo poder que me la negaba la ponía ahora en riesgo. Ella no nació para esto. Pertenecía a una familia humilde: allí debería haber permanecido.

Mi niña secuestrada. Como ráfaga de metralla, todo el día esa frase bombardeando mi cabeza. Acudí al único diccionario de la biblioteca del psiquiátrico. Busqué el verbo «secuestrar». De las cuatro acepciones que daba y que yo anoté con aplicación, la primera me gustó más que las otras. Decía: «Depositar judicial o gubernativamente una alhaja en poder de un tercero hasta que se decida a quién pertenece.» Los guerrilleros jugaban a ser los terceros. En su poder, la alhaja, mi niña, hasta decidir a quién pertenecía. Me empezaron a gustar los guerrilleros.

Para distraerme, redoblé la actividad. Ustedes se preguntarán, con justa razón, cómo se redobla la actividad en una cárcel u hospital. Pues bien: encontré en la biblioteca, escondidos entre unos libros de botánica, cuatro cuadernos en blanco. Viejos, húmedos, sus tapas eran verde musgo. Las páginas tenían líneas, incluso blancos en la parte superior e inferior, con márgenes y todo. Listos para ser llenados. Me pregunté para qué habrían servido alguna vez, qué uso se les daría, cuántos años llevarían esperando en ese estante y me los apropié. Decidí instalarme en la biblioteca todas las horas libres que tuviera, no volvería a mi habitación más que para dormir. Nadie se daría cuenta, si ya no me consideraban ni loca ni presa. El día del descubrimiento, con mucha concentración, observé los cuadernos. Eran sólo cuatro. Y más bien delgados. No me quedó más remedio que dividir mi vida en cuatro partes. Total, tampoco necesitaba tantas páginas. Tomé el primero y le puse mi nombre. En el segundo, el nombre de Olivia. En el tercero, el de Elvira. Los pilares de la solidaridad, así lo pensé. Dejé el último en blanco.

Como no les estoy relatando un cuento de suspenso sino mi propia historia, iré directa a los hechos.

Elvira no apareció durante unos diez días. No llegaba a las sesiones de cine en su pabellón. Tampoco se paseaba por el mío ni por el patio/jardín. Me inquieté preguntándome si no estaría en problemas. Por fin llegó una noche a mi sección y sin disculparse siquiera ante la celadora, tomó mi brazo y me llevó consigo. El pabellón de Elvira era el de los locos/presos, equivalente al mío, pero en masculino. Desnudo el pasillo, lo recorrimos a esas horas muertas. Sentí gemidos tras una puerta. Sabía perfectamente qué puerta era aquélla: daba a la
sala de contención.
Un lugar de reclusión y castigo. Allí iban a parar los locos de remate. O los muy peligrosos. Oí un llanto y, aunque breve, sonaba como un llanto de verdad. Uno con motivo, no la repetición cansada y monótona del llanto de los pacientes. Suenan distintos unos de otros. Pobre hombre, debía de estar amarrado con camisa de fuerza. Ya en la oficina de Elvira preparamos el café que tanto me gustaba, ese café grueso y fortificante. Noté una expresión exhausta en su rostro, ella que con nada se cansaba.

Me contó lo siguiente.

Dos semanas atrás había recibido la llamada de una amiga y colega que trabajaba en un centro de reclusión pequeño y muy exclusivo, dependiente de la policía y no del Ministerio de Salud, como el nuestro. Durante estos años, su amiga no había debido recurrir más que a los primeros auxilios y se encontraba frente a una situación que la sobrepasaba. En sus manos dejaron a un hombre —un preso— que, por sus lamentables condiciones físicas, debía ir a un hospital y no a una cárcel. Acudió a Elvira ya que era bien sabido que al psiquiátrico llegaban a veces presos muy enfermos que ya recuperados volvían al centro de detención o a la cárcel. Pero Elvira le explicó que en tales circunstancias no se trataba de favores personales, que ella sólo se haría cargo si su propia institución se lo exigía. De inmediato la llamó el director de nuestro hospital, ese viejo alcohólico al que todos detestaban, y la envió allí en comisión de servicio.

Estaba demacrada. Haciendo doble turno. Cuidando a un preso que —por
razones de Estado
— no podía ser trasladado a un centro asistencial. Una imposición
desde arriba.
No, no es un delincuente común, me dijo. Es un revolucionario, o un terrorista, como sea. La policía lo tiene escondido allí. Nadie lo sabe. Por seguridad, por si deciden rescatarlo. Y porque está hecho tiras. Es un secreto, tampoco tú debes saberlo. Una guardia policial se instala todo el día frente a su puerta. Sólo se van de noche, por algunas horas. Entonces queda enteramente a mi cargo. Es mucha la responsabilidad. Me faltan horas de sueño.

¿Está malherido?

Tiene una herida de bala. Y además lo torturaron. Es un solo nudo de dolor.

Participó en el secuestro de mi hija, ¿verdad?

Sí.

Por eso no me lo habías contado.

Sí.

Cuéntamelo todo, entonces.

Lo tendrán escondido hasta que se recupere de las heridas. Para poder llevarlo a juicio sin señales de violencia. Hay mucho revuelo, se ha armado una campaña a su favor. La prensa insiste en saber qué ocurrió. No saben si vive. Oficialmente, está desaparecido. Tenemos instrucción de medicarlo, ya sabes, que pierda un poco la memoria. Luego lo harán aparecer, con el cerebro blando. Lo que les interesa es que formalmente sea un juicio público,
legal
, y que los organismos internacionales no tengan nada que reclamar.

Miré a Elvira con tal intensidad que temí desaparecer en el café de sus ojos. Sin embargo, tras la línea oval de su cara, percibí algo. Una cierta luz.

¿Por qué me llamaste, Elvira?

Porque voy a renunciar. Prefiero morirme de hambre a ser cómplice. Si desobedezco instrucciones, rompo mi juramento. Ingreso en las
listas negras.
No vale la pena. Prefiero irme.

¿Irte? ¿Cuándo?

Cuando lo vea mejor, al prisionero.

No le estás dando esa medicina, ¿verdad?

No. Estoy cuidándolo para que vaya a juicio, pronto y lúcido. Para que lo saquen de allí. Llevo diez noches a su lado. Limpio sus heridas. Hablo con él.

No quieres silenciarlo, ¿verdad?

No. Pero eso también es un secreto. Cuando entra el doctor o la policía, él finge. Delira, murmura incoherencias. Al llegar, pobrecito, parecía enloquecido. Gritaba mucho. Cualquier contacto lo asustaba. Tuvo que confiar en mí, no le quedaba otra.

¿Qué tipo de persona es?

Un intelectual. Con educación universitaria, bien formado.

¡Qué extraño! ¿Cómo llegó entonces a guerrillero?

Elvira rió.

Yo diría que es más bien típico. Ya sabes, a más grados en filosofía, más balas. Acuérdate del Che y sus amigos.

Y éste secuestró a mi hija… ¡Dios mío!

Ella está sana y salva. La cuida una pareja de su movimiento. Como ves, ya lo averigüé.

Miraba fijo a Elvira, sin encontrar las palabras que diesen cuenta de mi enorme turbación. Quise ser muda para siempre. (Los mudos lloran como si hablaran, sólo en el llanto se igualan con los normales. No lloré.)

Volví a la tierra, volví a la realidad.

Así es que te vas, dije después de un rato, apenada.

No quisiera abandonarte. Pero tampoco puedo abandonarme a mí misma.

Has hecho tanto por mí, Elvira. Además, ya pasó lo peor de mi estadía aquí. Me queda poco tiempo.

Así lo pensé. Ahora, ándate a la cama. Que no te pillen en este pabellón.

¿Pillarme? No hay cuidado, si ya nadie me controla.

Tres días después, apareció Elvira en la sesión de cine en el pabellón de los locos/locos. Ven esta noche, me dijo al oído.

Fui.

Tengo dos cosas que decirte.

Escucho.

Tu hija es diabética, ¿lo sabías?

No.

Otra vez me convertí en la muda. Es que me dolía el corazón. Ahora esto, una diabetes. Vamos acumulando pesares. Guardé un silencio más o menos largo. Luego Elvira lo interrumpió.

¿Alguien en la familia?

Sí, mi suegro. ¿Cuán grave es?

Con las dosis de insulina adecuada y una vida también adecuada, se controla. Los tratamientos hoy son estupendos. Y el ministro tiene acceso a los mejores.

Su vida será complicada, ¿verdad?

Sí, un poco.

¿Cómo te enteraste?

Mi guerrillero.

¿Cómo se enteró él?

La mujer rubia. Contactó con el movimiento, subterráneamente, justo antes de que él cayera. Para que le administraran la insulina. La prensa lo ignora.

Silencio. Silencio. Silencio. Nada que decir. Nada que preguntar.

Hay una segunda cosa.

¿Sí?

Él te conoce. Ha preguntado por ti y quiere verte.

En algún lugar de mi trastienda, yo lo imaginaba. Quizá en la retaguardia del corazón. Mi príncipe. Elvira, al romper el mandamiento del silencio, empezó a romperlos todos. Su única tarea antes de renunciar y partir era llevarme donde él. ¿Cómo?, le pregunté. De noche, al partir la guardia. Tenemos cuatro horas, hasta el alba. Te disfrazaré de enfermera, entrarás conmigo. Pero luego debes volver aquí, es la única forma de protegerlo y de protegernos. Si desaparecemos las dos, nos descubrirán.

Que sea aquí el resto de la vida. Eso pensé cuando me vi en su presencia. La penumbra distorsionaba la pequeña celda de castigo y su figura, tendida en una angosta camilla metálica, parecía la de uno que agoniza. Estaba desnudo bajo la sábana que lo cubría. Retiré la sábana y recorrí con la mirada cada centímetro de su carne para constatar que vivía. Entonces él abrió los ojos. Busqué su pupila, busqué su color. Eran menos verdes que en mi recuerdo. ¡No vaya a ser que la ausencia de alegría destiña sus ojos!

Eres tú.

Sí, eres tú y soy yo.

Al fin, dijo bajito.

Movió su mano buscando la mía. Sentí la falta de aliento en mi espíritu y el desánimo frente a mi propia mediocridad. Supongo que era su ostensible dolor el que me lo inspiraba. Fui en busca de la única silla que había en la celda y me instalé a su lado. Me tomó suavemente del pelo para que apoyara mi cabeza en su pecho. Entre vendas, cicatrices y pequeñas quemaduras donde lo había tocado la picana, rociadas con antiséptico. Temí hacerle daño, tonta yo, si todo el daño posible estaba hecho.

Siempre vuelvo a la casa al lado de la carretera, me dijo con la voz muy baja.

Yo también, le respondí.

Al menos tú te casaste.

Sí, porque sabía que no volverías. ¿Sabes cuánto esperé?

Quise tanto hacerlo… pero no podía… no en la clandestinidad…

La voz se le debilitó y empezó a toser.

No hables, le dije.

Algo malo sucedía con su cuerpo, una convulsión. Se sacudió con violentos espasmos. Fui en busca de Elvira, instalada en una pequeña sala vecina a la celda. Supo de inmediato qué administrarle. Mientras vertía unas gotas en los labios secos de mi príncipe, me advirtió que aprovechara el efecto del medicamento para convenir cualquier acción futura, ya que le daría una lucidez momentánea.

Unos minutos después, ya recuperado, me habló y sus palabras eran moduladas con toda nitidez.

Debes avisarles a los compañeros que estoy vivo. ¿Tienes acceso a un teléfono?

Le respondí que sí. Me hizo anotar un número. Debía marcarlo y destruirlo de inmediato. Sólo avisar cuál era su paradero. Con ello dábamos comienzo a la cadena de prensa, comité de derechos humanos, denuncia, escándalo. Y estaba el asunto de la insulina de la niña. El aviso de la mujer rubia tenía un doble filo. Protegía a su supuesta hija, pero, a la vez, la policía controlaba secretamente a cada comprador de insulina de la que ella usaba en la ciudad. Un señuelo. Ya había sucedido antes de que él cayera. Sin consecuencias, el que fue apresado no conocía el lugar del secuestro. Sólo los establecimientos médicos se salvaban de la revisión.

Yo la llevaré.

Tú estás presa.

Escaparé.

Podría habérselo pedido a Elvira, lo sabes, ¿verdad?

Sí, lo sé.

Se parece mucho a ti… tu hija.

Volvió sobre su cuerpo el infinito cansancio que se apoderaba de él. Cerró los ojos.

Es raro, recuerdo haberle dicho, después de tantos años, nos corre el mismo aliento por las venas.

Y la misma niña disputada. Las casualidades son de los libros, no de la realidad, y la elección del objeto del secuestro no era casual. Él siguió mi caso por la prensa. Él eligió a mi hija. Ahora elegía devolvérmela.

Todo quedó en silencio, como si una bruma nos envolviera. Supuse que dormía aunque su sueño no parecía sereno ni reparador. Lo acaricié, no dejé un momento de acariciarlo, las yemas de mis dedos sobre cada recoveco de ese cuerpo amado. Transcurrió el tiempo, una hora quizá, cuando yo necesitaba con desesperación que el tiempo se detuviera.

Hasta el alba, dijo de repente, despacito, con los ojos aún cerrados, haciendo presión en mi mano que no soltaba.

Sí, ¡que no llegue, que no llegue nunca!

Como Romeo y Julieta, dijo con una leve sonrisa.

Volvió al silencio y al descanso inquieto.

¿Crees que voy a morir?

No, no, yo creo en la misericordia.

Con infinito cuidado busqué sus labios y lo besé. Que tu alma me santifique, que tu cuerpo me salve, que tu sangre me embriague. Rezaba, yo, que creía haber olvidado todas las oraciones.

Apenas hablamos. (En casa de Olivia vi la fotografía de una escultura: una madre con su hijo desfalleciente en brazos. Es italiana, me dijo, muy famosa. Retrata la piedad.) Así fueron esas horas. Mi hombre, herido y en cautiverio, era también mi hijo.

Avanzó la hora y el mundo pareció oscilar entre la oscuridad y la claridad. Me aferré a su cuerpo como al último eslabón de una cadena que me arrancaba para siempre de algún lugar, no sabía con certeza de cuál. Su cabeza resplandecía bajo la extraña luz previa del amanecer.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

Y llegó el alba.

De regreso en el psiquiátrico caminé por los pasillos con lentitud. El gris enfermizo de sus muros me asolaba. También la pesadez del silencio. Y caí en cuenta: quien ha perdido un hijo ya no vale nada. Ha muerto doblemente. El abrazo del príncipe no me arrancó de la soledad.

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