Odio

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Odio
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Sucede sin previo aviso, ataques súbitos, salvajes y letales. ¿Por qué la gente ataca a sus amigos, a su familia, incluso a desconocidos? ¿Se trata de un virus, de un ataque terrorista o es algo más primitivo? Un opresivo horror domina el país y no queda nadie en quien confiar, ni siquiera en uno mismo.

En la tradición de H. G. Wells, Anthony Burgess y Richard Matheson,
Odio
es la historia de un hombre y de su papel en un mundo desquiciado, un mundo infectado por el miedo, la violencia y el odio.

David Moody

Odio

ePUB v1.0

GONZALEZ
08.12.11

Título original:
Hater

Primera edición: marzo de 2009

© David Moody, 2006

© de la traducción, Francisco García Lorenzana, 2008

© Editorial Planeta, S. A., 2009

Avda. Diagonal, 662-664,

08034 Barcelona

ISBN: 978-84-450-7742-9

Depósito legal: B. 8.999 - 2009

Para

Lisa, Emma, Katie, Megan, Becca y Zoe

JUEVES
I

Simmons, gerente regional de una cadena de supermercados de descuento, deslizó el cambio en el bolsillo, dobló limpiamente el periódico por la mitad y se lo puso bajo el brazo. Echó una mirada al reloj antes de abandonar la tienda y unirse a la masa sin rostro de compradores y oficinistas que se aglomeraban en las aceras del centro de la ciudad. Repasó mentalmente su agenda mientras caminaba. Reunión semanal de ventas a las diez, revisión de las cifras de negocio con Jack Staynes a las once, almuerzo con un proveedor a la una y media...

Se quedó parado cuando la vio. Al principio sólo era otro rostro en la calle, sin rasgos distintivos y sin importancia, y tan irrelevante para él como todos los demás. Pero había algo diferente en esa mujer en particular, algo que le hacía sentirse inquieto. En una fracción de segundo había vuelto a desaparecer, engullida por la muchedumbre. La buscó ansiosamente a su alrededor, desesperado por encontrarla en la masa constantemente cambiante de figuras que se movían con rapidez a su alrededor. Allí estaba. Poco más de metro y medio de altura, encorvada y vistiendo un impermeable de suave color rojo. Sus ásperas canas se mantenían en su sitio bajo un gorro impermeable de plástico claro, y miraba hacia delante, a través de los gruesos cristales de sus gafas de montura ancha. Debía tener ochenta años, si es que tenía edad, pensó al mirar su rostro arrugado y con manchas en la piel. Pero, entonces, ¿por qué representaba semejante amenaza? Tenía que actuar con rapidez antes de que volviera a desaparecer. No podía arriesgarse a perderla. Por primera vez la miró directamente a los ojos y supo de inmediato que tenía que hacerlo. No tenía elección. Lo tenía que hacer y lo debía hacer ahora mismo.

Dejando caer el periódico, el maletín y el paraguas, Simmons se abrió paso entre la multitud para alcanzarla y la agarró por las amplias solapas del impermeable. Antes de que ella pudiera reaccionar, él la hizo dar una vuelta casi completa y la tiró de espaldas contra el edificio que él acababa de abandonar. Su frágil cuerpo era ligero y prácticamente atravesó volando la acera, de manera que sus pies casi no tocaron el suelo cuando se golpeó violentamente contra el grueso cristal de seguridad del escaparate de la tienda y rebotó hacia la calle. Aturdida por el dolor y la sorpresa se quedó tendida boca abajo sobre el frío y mojado pavimento, demasiado asustada para moverse. Simmons se volvió a abrir paso hasta ella, atravesando un pequeño corro de compradores que se habían parado para ayudarla. Ignorando sus airadas protestas, la puso en pie y la volvió a lanzar contra el escaparate; su cabeza rebotó hacia atrás cuando se golpeó por segunda vez contra los cristales.

—¡¿Qué demonios estás haciendo, idiota?! —gritó un horrorizado espectador, agarrando la manga del abrigo de Simmons y echándolo hacia atrás.

Simmons se giró y se soltó de la presa del hombre. Tropezó y aterrizó de manos y rodillas sobre el bordillo. Ella seguía de pie, justo delante de él. La podía ver a través de las piernas de las personas que se agolpaban a su alrededor.

Indiferente a los gritos y rugidos de protesta que resonaban en sus oídos, Simmons se levantó con rapidez, parándose sólo a recoger el paraguas, que se encontraba al borde de la acera, y para subirse las gafas de montura metálica. Sosteniendo el paraguas delante de él como si fuera un fusil con bayoneta corrió de nuevo hacia la mujer.

—Por favor... —rogó ella cuando le clavó profundamente la afilada punta de metal del paraguas en la barriga y luego la sacó.

Ella trastabilló hacia atrás contra el escaparate, intentando cerrar la herida mientras la aturdida e incrédula multitud engullía a Simmons. A través de la confusión vio cómo sus piernas cedían y que la mujer caía pesadamente al suelo, con la sangre manando en abundancia de su costado.

—¡Maníaco! —le gritó alguien.

Simmons giró sobre sí mismo y se quedó mirando al propietario de esa voz. ¡Jesucristo, otro! Éste era igual que la anciana. Y allí había otro, y otro... y estaban todos a su alrededor. Él se quedó mirando, indefenso, el océano de furiosas caras que lo rodeaba. Todos eran iguales. Hasta el último de ellos se había convertido de repente en una amenaza para él. Sabía que eran demasiados, pero tenía que luchar. Desesperado, cerró el puño y lo lanzó contra el rostro más cercano. Cuando el adolescente reculó ante el repentino impacto y cayó al suelo, una horda de figuras uniformadas atravesó la muchedumbre y redujo a Simmons lanzándolo al suelo.

1

Un lunático. Dios santo, ya había visto antes algunas de las cosas que ocurren en esta ciudad, pero nada como esto. Ha sido desagradable. Me pone enfermo. Joder, él ha salido de la nada y ella no ha tenido la más mínima oportunidad, pobre anciana. El tipo está ahora en medio de la multitud. Lo superan en una proporción de cincuenta a uno y aun así sigue intentando luchar. Este sitio está lleno de locos. Afortunadamente para la mujer, también está lleno de policías. Ahora hay dos a su lado, intentando cortar la hemorragia. Otros tres se han encarado con el tío que lo ha hecho y ahora lo están reduciendo.

Maldita sea, faltan tres minutos para las nueve. Volveré a llegar tarde al trabajo, pero no me puedo mover. Estoy atascado en esta jodida muchedumbre. Un montón de gente se agolpa a mi alrededor y no puedo ir ni hacia delante ni hacia atrás. Tendré que esperar hasta que se empiecen a mover, aunque tarden. Ahora están llegando más policías que intentan despejar la zona. Realmente resulta patético, podrían mostrar algún respeto... pero todo el mundo es igual. A la primera señal de jaleo en la calle todo el mundo se para a contemplar el espectáculo.

Finalmente nos empezamos a mover. Alcanzo a ver cómo llevan al tío hacia un furgón de la policía, al otro lado de la calle. Está pataleando, gritando y llorando como un maldito bebé. Parece como si estuviera completamente ido. Por el jaleo que arma se diría que lo han atacado a él.

Sé que soy un jodido holgazán. Sé que lo debería intentar con más ímpetu, pero paso de todo. No soy un estúpido pero a veces me resulta muy difícil ponerme en marcha. Ahora mismo debería haber cruzado corriendo Millennium Square para llegar a la oficina, pero es demasiado esfuerzo a esta hora de la mañana. Voy andando y finalmente llego a las nueve y cuarto pasadas. Intento entrar a hurtadillas pero es inevitable que alguien me vea. Y tenía que ser precisamente Tina Murray, ¿no? La amargada, la negrera, la despiadada zorra de mi supervisora. Ahora está detrás de mí, mirando cómo trabajo. Ella cree que no sé que está ahí. Realmente no la soporto. De hecho no puedo pensar en nadie que me guste menos que Tina. No soy violento, no me gustan las peleas y la idea de golpear a una mujer me parece repugnante, pero hay momentos en los que le rompería alegremente la cara.

—Me debes quince minutos —me dice desdeñosa, con esa horrible voz quejumbrosa que tiene.

Me echo hacia atrás en la silla y lentamente me doy la vuelta para mirarla a la cara. Me fuerzo a sonreír aunque lo que me gustaría es escupirle. Está de pie, delante de mí, los brazos cruzados, mascando chicle y con el ceño fruncido.

—Buenos días, Tina —contesto, intentando mantener la calma y no darle la satisfacción de que sepa hasta qué punto me pone de los nervios—, ¿cómo estás?

—Puedes recuperarlos durante la hora de comer o quedarte después de la hora de salida —dice con brusquedad—. Tú decides.

Sé que sólo voy a empeorar las cosas, pero no puedo evitarlo. Sólo tengo que mantener la boca cerrada y aceptar que he cometido un error, pero no puedo soportar la idea de que esta mujer despreciable se crea que está al mando. Sé que no estoy mejorando la situación, pero no me puedo parar. Tengo que decir algo.

—¿Y qué pasa con lo de ayer por la mañana? —le pregunto. Me fuerzo a mirarla de nuevo a su dura y ceñuda cara.

No está contenta. Cambia su peso de un pie al otro y masca el chicle con más fuerza y velocidad. Su mandíbula se desplaza en un frenético movimiento circular. Parece una vaca rumiando. Jodida novilla.

—¿Qué pasa con lo de ayer por la mañana? —escupe.

—Bueno —le explico, intentando no parecer condescendiente—, si recuerdas, ayer llegué veinte minutos antes y empecé a trabajar en cuanto llegué. Si te devuelvo tus quince minutos de hoy, ¿puedo reclamar mis veinte minutos de ayer? O, sencillamente, ¿quedamos en tablas y te regalo los cinco minutos restantes?

—No seas estúpido. Sabes que las cosas no funcionan así.

—Quizá deberían.

Maldita sea, ahora está realmente enfadada. Su cara se ha puesto roja y puedo ver cómo le laten las venas del cuello. Ha sido un comentario estúpido e innecesario, pero tengo razón, ¿o no? Tina me está mirando ahora fijamente, y su silencio hace que me sienta realmente incómodo. Debería haber mantenido la boca cerrada. Dejo que gane el cara a cara y me doy la vuelta para seguir con el ordenador.

—Recupéralo durante la hora de comer o quédate al final del día —dice volviendo la cabeza mientras se va—. Me da igual lo que hagas, pero asegúrate de recuperar el tiempo que debes.

Y se ha ido. La conversación ha terminado y no tengo ni la más mínima oportunidad de contestar o de decir la última palabra. Zorra.

Tina hace que se me pongan los pelos de punta. Me doy cuenta de que la estoy mirando a ella en lugar de a la pantalla del ordenador. Ahora ya ha vuelto a su escritorio y ha aparecido de repente el gerente de la oficina, Barry Penny. Su lenguaje corporal ha cambiado totalmente ahora que está hablando con alguien que está por encima de ella en la jerarquía del ayuntamiento. Sonríe y se ríe con sus patéticos chistes, y en general intenta ver lo lejos que puede llegar aupándose sobre sus hombros.

No puedo dejar de pensar en lo que acaba de ocurrir en la calle. Jesús, desearía tener el paraguas de aquel tío. Sé exactamente dónde lo clavaría.

A veces tener un trabajo tan aburrido y monótono es una ventaja. Esta mierda está muy por debajo de mi capacidad y no tengo que pensar en lo que estoy haciendo. Puedo realizar mi trabajo con el piloto automático puesto y el tiempo pasa con rapidez. Y esta mañana ha transcurrido así. Este trabajo no me da ninguna satisfacción, pero por lo menos las horas no pasan lentamente.

Ahora hace unos ocho meses que estoy aquí (parece que hubiera pasado más tiempo) y he trabajado para el ayuntamiento durante los últimos tres años y medio. En ese período he pasado por más departamentos que muchos funcionarios municipales a lo largo de toda su carrera. Siempre me han trasladado. He pasado por los departamentos de Control de Plagas, Recogida de Basuras y Mantenimiento de la Iluminación Pública antes de acabar aquí, en la oficina de Tramitación de Multas de Aparcamiento o TMA, como le gusta llamarla al ayuntamiento. Tienen la irritante costumbre de reducir siempre que pueden los nombres de los departamentos y de los puestos de trabajo a unas iniciales. Antes de que me trasladaran, me dijeron que la TMA era un basurero para los que no daban la talla y, en cuanto llegué, me di cuenta de que era verdad. En la mayor parte de los lugares en los que he trabajado me gustaba el trabajo pero no la gente, o al revés. Aquí tengo problemas con los dos. Este lugar es un caldo de cultivo de problemas. Aquí es a donde aquellos conductores que han sido tan desafortunados (o idiotas) para que les pongan el cepo, los filmen o el vigilante de la zona azul les haya dado la notificación de multa, vienen a gritar, a chillar y a discutir. Al principio les tenía simpatía y me creía sus historias. Ocho meses aquí me han cambiado. Ahora no me creo nada de lo que me dicen.

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