Malloy se subió detrás con Josh. Ethan dejó que el conductor se alejara y después ocupó su asiento. Se oyeron gritos en la acera y el coche de policía salió del callejón del patio marcha atrás.
Ethan metió el acelerador y golpeó el guardabarros trasero del coche patrulla al retroceder. Le dio también de rebote a un coche aparcado y consiguió salir por un hueco. Desde atrás, Malloy hablaba casi como si no pasara nada:
—Todavía nos ven, pero nadie nos sigue. Ethan dio un par de giros bruscos.
—¡Tiene buena pinta! —comentó Malloy.
Ethan supuso que «buena pinta» era tener unos diez segundos de ventaja. Frenó de golpe y patinó hacia la siguiente calle lateral sin ver policía. Encontró lo que buscaba a media manzana de distancia: un viejo Mercedes de veinte años que parecía bien cuidado. Los modelos antiguos de Mercedes tenían menos plástico y más acero..., potencia de ariete, en otras palabras.
Ethan le pegó un tiro a la ventanilla del conductor y metió su cuchillo de combate bajo el salpicadero a la vez que entraba en el coche. Malloy y Josh se metieron como pudieron en el asiento de atrás, tan despacio que, cuando por fin estuvieron dentro y cerraron la puerta, Ethan ya había arrancado el motor y empezaba a apartarse de la acera.
—¡Sigue despejado! —dijo Malloy algo más animado. Ya casi estaban fuera.
Ethan se metió en la primera calle a la derecha y se encontró de frente con un coche de policía que bajaba por la calle sin sirenas. Se apartó educadamente del centro de la calle y lo observó pasar. Un segundo después, aceleró. Tres, cuatro, cinco segundos...
—¡Despejado! —anunció Malloy.
Dio la vuelta, bajando a velocidad legal.
—¿Seguimos bien?
—Sí.
Ethan intentó orientarse. Seguían en el barrio, pero, en aquel momento, estaban solos, y estar solos no era bueno. Necesitaban perderse en el tráfico, de lo contrario, algún poli los descubriría.
—Tenemos que llevar a Josh a un hospital —comentó Malloy.
—¡No! —gritó Josh, que estaba asustado, aunque no parecía desvariar.
—No sé si la herida es grave —respondió Malloy. —Da igual. Si voy a un hospital, acabaré en la cárcel.
—Al menos estarás vivo —repuso Ethan. Decidió que sabía dónde estaba y se metió en otra calle. Todavía por debajo del límite de velocidad, empezó a pensar (o por lo menos a esperar) que lo habían conseguido.
—¡Os lo suplico, chicos, nada de hospitales!
—Podrías estar desangrándote —le dijo Malloy—, ¡y no me daría ni cuenta!
—¡Me da igual! No quiero ir a la cárcel, ¡aquí no! ¡Ni siquiera conozco el idioma!
La puerta de acceso al tejado estaba cerrada con llave, así que Kate disparó a la cerradura. Bajó por las escaleras cubiertas llevando la calibre 45 con las dos manos y el Kalashnikov todavía bajo el chubasquero. Mantuvo la espalda pegada a la pared de ladrillo y bajó las escaleras con precaución. Le dolía el muslo por culpa del disparo del francotirador y notaba la sangre caerle por la pierna.
Se detuvo al final de las escaleras y se quitó la chaqueta, el arma, el chaleco y la blusa. Se bajó los pantalones y le echó un vistazo a la herida. La bala la había atravesado. La pierna le temblaba sin control y la herida no dejaba de sangrar. Cortó con el cuchillo varias tiras anchas de tela de la blusa y empezó a atarse la herida. La tela se volvió roja, así que se ató otra tira. También se puso roja. Empezó a sentir de nuevo náuseas en la garganta. Necesitaba dejar de moverse si no quería perder demasiada sangre, necesitaba ir a algún lugar seguro y tranquilo. El problema era que, si dejaba de moverse, la pillarían. «Moverse o morir», pensó, y se acordó del Eiger. Moverse o morir. Se volvió a poner el chaleco, se colocó el Kalashnikov y se puso la chaqueta. Se metió las gafas de visión nocturna en el bolsillo y abrió la puerta que había al final de las escaleras... utilizando de nuevo la pistola.
Entró en el vestíbulo de lo que parecía ser un hotel de mala muerte y vio a un hombre que corría hacia ella; al parecer, había oído la pistola con silenciador. Sin duda se trataba de un vigilante freelance, y llevaba la pistola desenfundada, aunque sin apuntar a Kate; cuando ella lo apuntó con su arma, el hombre se detuvo. Parecía querer levantar la pistola, pero medio segundo de vacilación acabó con sus posibilidades, así que la dejó caer.
—¿Teléfono? —preguntó ella.
El hombre se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un móvil.
—Retrocede —le dijo Kate, y él obedeció.
Sin dejar de apuntarlo, Kate se guardó la pistola y aplastó el móvil con la bota. Después recorrió el pasillo hasta otra escalera, disparó a la cerradura y salió al fondo de una librería para adultos, donde encontró el fusil y el chaleco de Chernoff. La buscó mientras se acercaba a la entrada delantera de la tienda, pero solo vio hombres entre las estanterías.
Algunos la observaron al verla pasar con el arma, pero era el barrio rojo, así que no resultaba fácil sorprenderlos. En la puerta se deshizo de la pistola del guardia de seguridad y se alejó cojeando por la acera.
Miró a uno y otro lado, pero Helena Chernoff había desaparecido.
—¡Arranca! —susurró Chernoff cuando se metió en el coche de alquiler de Carlisle. Carlisle metió la marcha y avanzó, pero el tráfico lo detuvo antes de poder girar. Mientras esperaba, se arriesgó a mirar por el espejo retrovisor y vio a una mujer cojear por la calle. Miró a Chernoff y se dio cuenta de que ella también miraba a la mujer con una curiosa atención. —¿Problemas?—le preguntó.
—Kate Brand sigue viva —respondió Chernoff, mirando por el espejo hasta que giraron. —¿Cómo?
—¡Subió por la fachada del edificio, David! —Carlisle soltó una palabrota y se rio—. ¿De qué te ríes? Su marido y ella han estado a punto de matarme.
—¿Y los demás?
—Estaban todos en el suelo cuando me fui, incluido mi equipo. Si no están muertos, los detendrán. —¿Y Malloy?
—Le di, pero si llevaba chaleco...
—Hay que eliminarlo. ¿No tienes a alguien en la policía que pueda llegar hasta él?
—Tengo acceso a un agente en una de las unidades de inteligencia, pero no asesinaría a nadie.
—Todo el mundo tiene un precio.
—Veré lo que puedo hacer —respondió Chernoff, después de mirar a Carlisle y volver a examinar la calle—. ¿Y los Brand? ¿Qué quieres hacer con ellos?
—Yo me encargo cuando vuelva a Nueva York.
Ethan se metió en otra calle ancha y bien iluminada, pero el tráfico que buscaba empezó a frenarlo. —¡Un control! —avisó Malloy.
Al parecer, Ethan también vio a los polis en el mismo instante, porque dio un giro de ciento ochenta grados. Como conducía con una sola mano en el volante, se le fue el coche y golpeó con la parte de atrás una fila de vehículos aparcados, aunque se puso en movimiento rápidamente. Malloy vio que los polis del control corrían a sus coches. Ethan ya había puesto dos manzanas y media de por medio antes de que empezaran a perseguirlos.
—¡Todavía podemos perderlos! —dijo Malloy.
Ethan giró bruscamente a la derecha y después a la izquierda. De nuevo iban en dirección norte por calles laterales, pero se hacía tarde: el tráfico era demasiado escaso para ocultarlos. Giraba hacia uno u otro lado al azar y, durante un instante, creyeron haber perdido de verdad a los dos coches que los perseguían.
—¿Te han herido en el brazo? —le preguntó Malloy.
—Una bala justo detrás de la muñeca.
—¿Es grave?
—Hueso roto.
Al volver a girar en la siguiente manzana oyeron más sirenas, aunque no vieron nada. Ethan sostuvo el volante con las rodillas, metió la mano bajo su chubasquero, sacó su móvil y se lo lanzó a Malloy.
—¡Es la Chica! —gritó.
—Soy T.K.
—¿Dónde está el Chico? —preguntó Kate.
—El Chico está algo liado con el volante en estos momentos.
—¿Tenéis problemas?
—Creo que los polis nos rodearán en un par de minutos.
—¿Dónde estáis?
—Es difícil saberlo con certeza, pero probablemente al oeste del Aussenalster.
Miró por la ventana de atrás y vio que un coche de policía se metía en la calle a seis manzanas de distancia de ellos. Los polis los tenían de nuevo a la vista. Los ojos de Ethan estaban clavados en el retrovisor, así que no hacía falta decírselo.
—Si estáis junto al lago, el consulado de los EE.UU. tiene que estar cerca.
—No puedo involucrarlos en plena persecución.
—¡No te queda más remedio! —No nos dejarán pasar. —¿Y la gente que venía de Berlín? —Todavía están a unas dos horas y media de aquí. —Eso servirá. Quiero que vayáis al Stadtpark y os ocultéis. ¿Podréis hacerlo?
—Irán a por nosotros.
—No si usáis las armas.
—No voy a disparar a la policía.
—Pero ellos no lo saben —respondió Kate—. Solo tenéis que mantenerlos a raya un par de horas.
—¿Y después?
—¡Después reza para que pueda sacaros de ahí! —El Stadtpark —dijo Malloy, devolviéndole el teléfono a Ethan.
—Hay que cruzar un puente para llegar. —No los pueden bloquear todos. —¿Estás seguro?
Un coche de policía apareció justo delante de ellos y se paró para cortarles el paso. Con otros dos coches detrás, estaban atrapados.
—¡Espera! —exclamó Ethan.
Aceleró y giró el volante a la izquierda, lo que hizo que el asiento de atrás del Mercedes patinase y diese de lado contra el coche de policía. Hubo un fuerte estallido hueco de metal sobre metal. Malloy se dio contra la puerta y vio que los polis que tenía casi al lado volaban por el coche como muñecos de pruebas.
Josh gritó. Algunos cristales se rompieron y los dos coches empezaron a dar vueltas. Ethan seguía luchando con el volante. El Mercedes terminó una pirueta irregular por el cruce y siguió adelante.
—¿Estáis todos bien? —preguntó.
Malloy miró atrás. Los coches que los perseguían estaban enredados con el coche al que Ethan había golpeado. Miró a Josh y vio que tenía los ojos como platos.
—Me estoy perdiendo un espectáculo, ¿verdad?
—¡Estamos bien! —respondió Malloy—. Cuando lleguemos al parque, la Chica dice que tenemos que ocultarnos y mantener a raya a la policía un par de horas. ¿Tendremos problemas?
—Probablemente, aunque supongo que podemos intentarlo. Josh —añadió—, no quiero decirte lo que debes hacer, amigo, pero quizá te iría mejor quedándote en el coche cuando salgamos. Deja que los polis te encuentren y te lleven a un hospital.
Al agente se le llenaron los ojos de lágrimas mientras sacudía la cabeza.
—Se viene con nosotros —dijo Malloy. —Solo quería decir...
—Sin discusión. Se viene hasta que no pueda seguir. —Vale, pero, cuando pare el coche, tienes que ponerte de pie solo. Si no puedes, nos largamos. —¡Puedo ponerme de pie!
Malloy contempló los edificios que pasaban junto a ellos. Tenían que estar cerca del parque. Miró atrás. Había un coche a tres manzanas, pero no intentaba alcanzarlos. Eso significaba que habían preparado un bloqueo que no podrían atravesar.
Cruzaron el Alster por uno de sus doce o más puentes, saliendo disparados en el proceso. Ethan ya había apagado los faros delanteros y conducía con las gafas de visión nocturna. Malloy supuso por el ruido que los perseguían de seis a ocho unidades, además de otras dos unidades que llegaban por la orilla este del río y que estaban a punto de encerrarlos en el puente. Ethan esquivó una furgoneta de la poli que se acercaba y después atravesó una verja metálica decorativa que estaba colocada a la entrada del Stadtpark. Se metió en un amplio sendero de tierra y dio varios giros de noventa grados hasta ver una explanada de hierba que ocupaba unos doscientos metros. El campo acababa en una fila de árboles.
—¡El Álamo, chicos! —gritó Ethan saliendo del sendero y atravesando el prado.
Una vez al lado de los árboles, torció a la derecha hasta ponerse de lado y se detuvo. El Mercedes les ofrecía una buena protección para salir por el lado del conductor. Ethan cogió a Josh y se lo echó al hombro.
—¡Cúbrenos! —gritó.
Malloy hizo lo que le pedía: se escondió detrás de la rueda delantera del Mercedes y disparó un cargador entero. El efecto de los disparos fue automático, ya que los coches de policía se pusieron de lado y formaron una fila a unos ochenta metros de los árboles. Mientras lo hacían, Malloy metió el cargador de reserva en el AKS74 y retrocedió. Oyó algunas pistolas, pero estaban fuera del alcance de la mayoría de las armas.
Después de unirse a Ethan y Josh, Malloy observó cómo la segunda ola de polis rodeaba el parque, seguramente para cerrar el perímetro. Una vez que lo lograran, adoptarían una postura defensiva y esperarían a que sus grupos de operaciones especiales llegasen para el asedio.
—Quedaos aquí los dos —susurró Ethan—. Tengo que echar un vistazo. Volveré dentro de diez o quince minutos.
Cuando Ethan salió corriendo a toda velocidad por el prado siguiente, Malloy pensó por un instante que no regresaría. Bueno, ¿y por qué iba a hacerlo? Si era capaz de correr así, quizá pudiera salir de allí antes de que la policía asegurase la zona. Malloy miró a Josh. Le gustase o no, Josh iría a la cárcel. Los dos irían.
—¿Cómo lo llevas? —le preguntó.
—Como si alguien me hubiese golpeado en el pecho con un martillo y después me hubiese tirado a una hormigonera.
—¿La primera vez que te dan?
—Sí, ¿te han dado alguna vez?
—Me acertaron unas cuantas veces en el pecho en mi primer año sobre el terreno. —Suena divertido. —Instructivo, sobre todo. —¿Sí? ¿Qué aprendiste?
—Que lo único peor que el dolor es no sentir dolor. No sentir dolor significa que se ha acabado.
—En ese caso, me parece que voy a vivir para siempre. —Quédate con esa idea.
Al cabo de un minuto escuchando las sirenas que llegaban desde todas partes, Josh respiró hondo, como si quisiera reírse. —El Chico se ha largado, ¿no?
Malloy miró al prado que tenían detrás y notó que se liberaba de la presión que le atenazaba el pecho. Se acabaron los secretos.
—Si es listo, lo habrá hecho.
—Tendría que haberme quedado en el coche. Es decir, tú tenías una oportunidad sin mí. Solo pensaba en...
—Todavía no nos han cogido, Josh.
—Nos han cogido, T.K. Llegados a este punto, solo es cuestión de tiempo —como Malloy no respondía, le pregunto—: ¿Estás casado?
—Sí —respondió, y los ojos empezaron a arderle al pensar en Gwen. ¿Cómo se lo tomaría? Tres, cinco años en la cárcel...