Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
—Pues bien, hijo mío —contestó el ingeniero—, ése es un descubrimiento precioso, mientras recogemos nuestra cosecha de trigo. ¡Manos a la obra y quiera el cielo que no te hayas engañado!
Harbert no se había engañado. Rompió el tronco de un
Cycas,
que se componía de un tejido glandular y contenía cierta cantidad de médula farinácea atravesada de fibras leñosas, separadas por anillos de la misma sustancia dispuestos concéntricamente. Se mezclaba con esta fécula un jugo mucilaginoso de un sabor desagradable, pero que era fácil separar de ella por la presión. La sustancia celular formaba una verdadera harina, de calidad superior y alimenticia y cuya exportación estaba prohibida antiguamente por leyes japonesas.
Ciro Smith y Harbert, después de haber estudiado perfectamente la parte del Far-West donde crecían los
Cycas,
pusieron señales para encontrarla y volvieron al Palacio de granito, donde dieron a conocer su descubrimiento.
Al día siguiente, los colonos fueron a hacer la recolección y Pencroff, cada vez más entusiasmado con su isla, decía al ingeniero:
—Señor Ciro, ¿cree que hay islas para náufragos?
—¿Qué quiere decir con eso, Pencroff?
—Quiero decir, islas creadas especialmente para que en ellas se verifique un naufragio y en las cuales los pobres diablos puedan ir tirando.
—Es posible —contestó sonriéndose el ingeniero.
—Es cierto —añadió Pencroff—, y no es menos cierto que la isla Lincoln es una de ellas.
Los colonos volvieron al Palacio de granito con una gran cosecha
de
Cycas.
El ingeniero montó una prensa para extraer el jugo mucilaginoso que venía mezclado con la fécula, y obtuvo una notable cantidad de harina, que en manos de Nab se transformó en tortas y en panecillos. No era todavía aquél el verdadero pan de trigo, pero se le acercaba mucho.
En aquella época el onagre hembra, las cabras y las ovejas de la dehesa empezaron a dar leche para la colonia.
Así, el carro, o por mejor decir, una especie de carricoche que le había reemplazado, hacía frecuentemente viajes a la dehesa y, cuando tocaba a Pencroff este servicio, se llevaba a
Jup
y le hacía guiar, cosa que el orangután hacía perfectamente, chasqueando el látigo con su habitual inteligencia.
Todo prosperaba en la dehesa y en el Palacio de granito, y verdaderamente los colonos no tenían nada de qué quejarse, a excepción del alejamiento de su patria. Por otra parte, se habían acostumbrado tanto a aquella vida y a la residencia en aquella isla, que no habrían abandonado sin sentimiento su suelo hospitalario.
Sin embargo, el amor a la patria ocupa tal lugar en el corazón del hombre, que, si impensadamente se hubiera presentado algún buque a la vista de la isla, los colonos le habrían hecho señales, le habrían llamado y se habrían embarcado en él. Entretanto, pasaban aquella existencia feliz y más bien teniendo el temor que el deseo de que un acontecimiento cualquiera viniese a interrumpirla.
Pero ¿quién puede jactarse de haber fijado la rueda de la fortuna y de hallarse al abrigo de sus reveses?
De todos modos, la isla Lincoln, que los colonos habitaban hacía ya más de un año, era con frecuencia objeto de sus conversaciones, y un día se hizo una observación que posteriormente debía producir graves consecuencias.
Era el 1.° de abril, un domingo de Pascua, y Ciro Smith y sus compañeros lo habían santificado con el descanso y la oración. Era un día estupendo, como el uno de octubre en el hemisferio boreal.
Por la tarde, después de comer, se habían reunido todos bajo el cenador al extremo de la meseta de la Gran Vista y miraban extenderse la noche por el horizonte. Nab les había servido algunas tazas de aquella infusión de granos de saúco que reemplazaba al café. Se hablaba de la isla y de su situación aislada en el Pacífico, cuando Gedeón Spilett dijo:
—Mi querido Ciro, desde que tenemos el sextante que vino en el cajón, ¿no ha examinado usted de nuevo la posición de nuestra isla?
—No —contestó el ingeniero.
—Pues creo que sería conveniente hacerlo, ya que tenemos un instrumento más perfecto que el que usted ha empleado.
—¿Para qué? —dijo Pencroff—. La isla está bien donde está.
—Sin duda —repuso Gedeón Spilett—, pero ha podido suceder que por causa de la imperfección de los aparatos las observaciones no hayan sido exactas, y ya que es fácil comprobar la operación...
—Tiene usted razón, mi querido Spilett —repuso el ingeniero—, y habría debido hacer esa comprobación antes de ahora, aunque creo que, si he cometido algún error, no debe pasar de cinco grados en longitud o latitud.
—¿Y quién sabe —dijo el corresponsal— si no estamos mucho más cerca de una tierra habitada de lo que creemos?
—Lo sabremos mañana —contestó Ciro Smith—. Si no hubiéramos tenido tantas ocupaciones, que no me han dejado un momento, lo sabríamos ya.
—Bueno —dijo Pencroff—; el señor Ciro es demasiado buen observador para haberse engañado y, si la isla no se ha movido de su sitio, es indudable que está donde el señor Ciro la ha puesto.
—Ya veremos.
Siguió de esta conversación que al día siguiente, por medio del sextante, el ingeniero hizo las observaciones necesarias para comprobar la exactitud de las coordenadas que había obtenido, y el resultado de la operación fue el siguiente:
Su primera observación le había dado la situación de la isla Lincoln de este modo:
En longitud oeste: de 1500 a 155°.
En latitud sur: de 30° a 35°.
La segunda observación dio exactamente:
En longitud oeste: 150° 30'.
En latitud sur: 35° 57'.
Así, a pesar de la imperfección de sus aparatos, Ciro Smith había operado con tanta habilidad, que su error no había pasado de cinco grados.
—Ahora —dijo Gedeón Spilett—, puesto que poseemos un atlas al mismo tiempo que un sextante, veamos, mi querido Ciro, la posición que la isla Lincoln ocupa exactamente en el Pacífico.
Harbert trajo el atlas, que, como es sabido, había sido publicado en Francia y que por consiguiente tenía la nomenclatura en lengua francesa.
Desdoblada la carta del Pacífico, el ingeniero, con el compás en la mano, se dispuso a determinar la situación de la isla. De repente levantó el compás y dijo:
—¡Pero si existe ya una isla en esta parte del Pacífico!
—¡Una isla! —exclamó Pencroff.
—La nuestra, sin duda —respondió Gedeón Spilett.
—No —contestó Ciro Smith—. Esta isla está situada a 153° de longitud oeste y 37° y 11' de latitud sur, es decir, a dos grados y medio más al oeste y a dos grados más al sur de la isla Lincoln.
—¿Y cuáles esa isla? —preguntó Harbert.
—La isla Tabor.
—¿Y es importante?
—No, es un islote perdido en el Pacífico y que tal vez nunca ha sido visitado.
—Pues bien, lo visitaremos —dijo Pencroff.
—¿Nosotros?
—Sí, señor Ciro; construiremos un barco con puente y yo me encargo de conducirlo. ¿A qué distancia estamos de esa isla Tabor?
—A unas ciento cincuenta millas hacia el nordeste —contestó Ciro Smith.
—¿Ciento cincuenta millas? ¿Y qué es eso? —dijo Pencroff—. En cuarenta y ocho horas y con un buen viento podemos estar allí.
—Mas ¿para qué? —preguntó el corresponsal.
—¡Vete a saber! Ya lo veremos.
Y con esta respuesta se convino en construir una embarcación que pudiese hacerse a la mar, hacia el mes de octubre próximo, cuando volviese el buen tiempo.
Cuando Pencroff concebía un proyecto, no descansaba hasta que lo había ejecutado. Quería visitar la isla Tabor y, como para esta travesía era necesario un buque de cierta magnitud, quería construir inmediatamente dicha embarcación.
Diremos el plan que trazó el ingeniero de acuerdo con el marino.
El buque debería medir veinticinco pies de quilla y nueve de bao, lo que le haría rápido, si salían bien sus fondos y sus líneas de agua, y no debería calar más de seis pies, o sea lo suficiente para mantenerse contra la deriva.
Tendría puente en toda su longitud, abierto por dos escotillas, que darían acceso a dos cámaras separadas por una mampara, e iría aparejado como un bergantín, con cangreja, trinquete, fortuna, flecha y foque, velamen muy manejable, que amainaría bien en caso de chubascos y sería muy favorable para aguantar lo más cerca posible de la costa. En fin, el casco se construiría a franco bordo, es decir, que los tablones de forro y de cubiertas enrasarían en vez de estar superpuestos; y en cuanto a las cuadernas, se las aplicaría inmediatamente después del ajuste de los tablones de forro, que serían montados en contracuadernas.
¿Qué madera se emplearía? Optaron por el abeto, madera un poco
hendijosa,
según la expresión de los carpinteros, pero fácil de trabajar, y que sufre, lo mismo que el olmo, la inmersión en el agua.
Acordados estos pormenores, se convino en que, teniendo todavía seis meses de tiempo hasta la vuelta de la buena estación, Ciro Smith y Pencroff trabajarían solos en la construcción del buque, mientras Gedeón Spilett y Harbert continuarían cazando y Nab y maese
Jup,
su ayudante, seguirían las tareas domésticas que les estaban encomendadas.
Después de escoger los árboles, se los cortó, descuartizó y aserró en tablas, como hubieran podido hacerlo las sierras mecánicas. Ocho días después, en el hueco que existía entre las Chimeneas y el muro de granito, se preparó un arsenal y allí se empezó una quilla de treinta y cinco pies de largo provista de un codaste en la popa y una rodela en la proa.
Ciro Smith no había caminado a ciegas en esta nueva tarea. Era entendido en construcción naval como en casi todas las cosas y había hecho antes sobre el papel el croquis de la embarcación. Por otra parte, estaba bien servido por Pencroff, que habiendo trabajado varios años en un arsenal de Brooklyn, conocía la práctica del oficio. Por tanto, tras cálculos severos y maduras reflexiones, pusieron las contracuadernas sobre la quilla.
Pencroff, como es de suponer, estaba entusiasmado con su nueva empresa y no hubiera querido abandonarla un solo instante.
Un acontecimiento tuvo el privilegio de separarlo, un día solo, de su taller de construcción: la segunda recolección del trigo, que tuvo lugar el 15 de abril. Había tenido tan buen éxito como la primera y dio la proporción de granos anunciada de antemano.
—Sesenta y cinco litros, señor Ciro —dijo Peneroff después de haber medido escrupulosamente sus riquezas.
—Cerca de dos fanegas —contestó el ingeniero—, a trescientos treinta mil granos por fanega, hacen seiscientos sesenta mil granos.
—Pues bien, los sembraremos todos esta vez —dijo el marino—, menos una pequeña reserva.
—Sí, Pencroff; y si la próxima cosecha da un rendimiento proporcional, tendremos trece mil litros.
—¿Y comeremos pan?
—Comeremos pan.
—Pero habrá que hacer un molino.
—Lo construiremos.
El tercer campo de trigo fue incomparablemente más extenso que los dos primeros, y la tierra, preparada con sumo cuidado, recibió la primera semilla. Pencroff volvió a sus tareas.
Entretanto Gedeón Spilett y Harbert cazaban por los alrededores, aventurándose bastante en los parajes todavía desconocidos del Far-West y llevando siempre sus fusiles cargados con bala por si tenían algún mal encuentro. Era aquél un laberinto inextricable de árboles magníficos tan unidos entre sí como si les hubiera faltado el espacio. La exploración de aquellas masas de bosque era muy difícil y el periodista no se aventuraba nunca a esta operación sin llevar consigo la brújula de bolsillo, porque el sol apenas penetraba por entre el tupido ramaje y hubiera sido difícil encontrar después el camino.
La caza era más rara en estos parajes donde no tenía libertad de movimientos; sin embargo, mataron tres grandes herbívoros durante la última quincena de abril. Eran koalas, de los cuales habían visto ya los colonos una muestra al norte del lago, y se dejaron matar estúpidamente entre las grandes ramas de los árboles donde se habían refugiado. Los cazadores llevaron las pieles al Palacio de granito y con ayuda del ácido sulfúrico fueron sometidas a una especie de curtido, que las hizo utilizables.
Un descubrimiento precioso, desde otro punto de vista, se hizo también durante una de estas excursiones, descubrimiento que fue debido a Gedeón Spilett.
Era el 30 de abril. Los dos cazadores se habían internado hacia el sudoeste del Far-West, cuando el corresponsal, que precedía a Harbert unos cincuenta pasos, llegó a una especie de glorieta en que los árboles estaban más espaciados y dejaban penetrar algunos rayos del sol. Se sorprendió Spilett al notar el olor que exhalaban ciertos vegetales de tallos rectos, cilíndricos y ramosos, que producían flores dispuestas en racimos de granos pequeñísimos. Arrancó uno o dos de aquellos tallos y volvió al sitio donde estaba el joven, a quien dijo:
—Mira qué es esto, Harbert.
—¿Dónde ha encontrado esa planta, señor Spilett?
—Allá, en un claro. Hay muchas.
—Señor Spilett —dijo Harbert—, es un hallazgo que le da derecho a la gratitud de Pencroff.
—¿Es tabaco?
—Sí; si no de primera calidad, es tabaco al fin y al cabo.
—¡Qué contento se va a poner Pencroff! Pero no lo fumará todo, ¡qué diantre!, nos dejará una buena parte.
—Una idea, señor Spilett —dijo Harbert—. No digamos nada a Pencroff.
Prepararemos esas hojas y, cuando esté curado y en las debidas condiciones, le presentaremos una pipa ya cargada.
—Conformes, Harbert, y ese día ya no tendrá nada que desear en el mundo.
El periodista y el joven hicieron una buena provisión de la preciosa planta y volvieron al Palacio de granito, donde la introdujeron
de contrabando,
y con mucha precaución, como si Pencroff fuera el más rígido aduanero.
Se reveló el secreto a Ciro Smith y a Nab, y el marino no sospechó nada durante todo el tiempo, bastante largo, necesario para secar las hojas delgadas, picarlas y someterlas a cierta torrefacción. La operación exigió dos meses, pero todas aquellas manipulaciones pudieron hacerse a espaldas de Pencroff, que, ocupado en la construcción del buque, no subía al Palacio de granito nada más que a las horas de la comida y del descanso.
Una vez, sin embargo, se interrumpió por necesidad su ocupación favorita. Fue el 1.° de mayo, el día señalado para una aventura de pesca, en la cual todos los colonos tuvieron que tomar parte.